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Jorge Javier Romero Vadillo

19/07/2018 - 12:00 am

El maleficio de la duda

La paráfrasis del tópico con el que encabezo este texto se la debo a un tuit del poeta Aurelio Asiain. La reformulación de la frase manida con el sentido opuesto me parece precisa cuando de lo que se trata es de observar y cuestionar a los políticos en un régimen democrático: la duda permanente, el cuestionamiento sin condescendencia de las intenciones, los fundamentos y las concreciones de sus políticas. El ejercicio permanente de la crítica es una de las virtudes de la democracia, aunque a veces a los gobernantes y a los representantes ello les parezca un maleficio.

Olga Sánchez Cordero. Foto: Cuartoscuro.

La paráfrasis del tópico con el que encabezo este texto se la debo a un tuit del poeta Aurelio Asiain. La reformulación de la frase manida con el sentido opuesto me parece precisa cuando de lo que se trata es de observar y cuestionar a los políticos en un régimen democrático: la duda permanente, el cuestionamiento sin condescendencia de las intenciones, los fundamentos y las concreciones de sus políticas. El ejercicio permanente de la crítica es una de las virtudes de la democracia, aunque a veces a los gobernantes y a los representantes ello les parezca un maleficio.

Es la duda la base de la exigencia de rendición de cuentas y ningún gobierno que se pretenda democrático puede colocarse por encima de ella por más caudal de votos que haya recibido, pues la mayoría no justifica la anulación de las minorías ni de las voces disidentes, a menos que se pretenda la encarnación de la voluntad general, con su talante tiránico. Por ello resultan ominosas las voces oficiosas de quienes claman en contra de la crítica a los proyectos expuestos por el candidato triunfante en la elección y su equipo con el argumento de que la mayoría se ha expresado. Por más amplio que sea el margen de triunfo en una elección, no significa que un gobierno electo, cualquiera que sea su signo ideológico, tenga carta blanca, ni que sus críticos puedan ser acallados.

No han sido, es importante decirlo, voceros oficiales de la coalición triunfante los que se han convertido en censores de la opinión; el gobierno en formación ha mostrado, por el contrario, un talante negociador y abierto a escuchar las diversas opiniones, incluso en casos tan delicados como el de la fiscalía o la política de seguridad. Pero la actividad frenética de López Obrador y sus colaboradores durante las últimas dos semanas, solo aminorada por la salida de vacaciones del virtual presidente, provoca necesariamente reacciones encontradas sobre lo que se puede esperar de la próxima administración de la cosa pública mexicana.

Ha sido Olga Sánchez Cordero, propuesta como próxima secretaria de Gobernación, la que ha hecho los planteamientos más innovadores. Sus reflexiones sobre la violencia y el camino hacia la pacificación suenan realmente como un soplo de frescura en el acedo clima social que ha vivido el país durante los últimos doce años. De manera bien articulada, ha planteado la necesidad de un cambio de rumbo radical en la manera en la que el Estado mexicano ha enfrentado a la delincuencia organizada y no se ha mordido la lengua cuando ha abordado asuntos como la necesidad de construir una justicia transicional o, de manera notable, el cambio de política de drogas para terminar con el paradigma prohibicionista. La audacia de la próxima encargada de la política interior es bienvenida, pero surgen dudas sobre los alcances que sus posiciones van a tener en el gobierno y si van a ser asumidas por el presidente.

La frescura y la claridad de Olga Sánchez Cordero contrastan, sin embargo, con la avalancha abigarrada de medidas anunciadas por el propio López Obrador para impulsar la austeridad y combatir la corrupción. En la mezcolanza presentada se intercalan propuestas razonables, con medidas injustas y claros disparates. En la visión del próximo presidente, los altos mandos de la burocracia aparecen como una casta de privilegiados improductivos y de manera sumaria los coloca en la picota. Es verdad que en la administración pública federal existen gastos injustificados y privilegios que deben ser recortados, pero detrás de lo propuesto no parece haber un diagnóstico basado en estudios sólidos, sino una serie de ocurrencias mal hilvanadas que no conducen a la seria reforma de la administración pública que el país requiere.

Si bien es cierto que existen salarios desorbitantes en algunos sectores, un especialista serio en estos temas, profundo conocedor del servicio público al que le ha dedicado su vida, Mario Fócil, señala, con datos del Banco Interamericano de Desarrollo, que si se compara con el escenario de 2004, se puede observar que la competitividad salarial y, en particular, la equidad interna vertical (distinción equilibrada entre niveles jerárquicos) del servicio público se ha deteriorado como resultado del congelamiento salarial aplicado desde 2003 y que el poder adquisitivo de los altos mandos del servicio profesional de carrera se ha reducido en un 60 por ciento. Así, una reducción a rajatabla a la mitad de los ingresos de los mandos superiores parece una medida desproporcionada y no justificable.

Otra cosa es la obviedad de que hay privilegios insostenibles, como remodelaciones absurdas de oficinas, bonos millonarios discrecionales, seguros de gastos médicos privados, cuando lo que sería exigible sería una mejora sustancial en la calidad de los servicios de la seguridad social que presta el ISSSTE. Sin duda hay mucho margen para el ahorro y el recorte, pero la imagen que parece tener el próximo presidente de la burocracia es la de una partida de inútiles a la que se debe poner a trabajar, cuando en la mayoría de los casos esto no es cierto. El disparate de extender la jornada laboral para el personal de confianza a los sábados, con las consecuencias ambientales y sociales que ello puede acarrear, solo se entiende desde una perspectiva de desprecio por sus derechos laborales que no toma en cuenta la vida familiar y que afectaría especialmente a las mujeres.

En el proyecto de López Obrado no hay una palabra sobre el más relevante de los temas pendientes que debería enfrentar una auténtica reforma de la administración: la consolidación del servicio profesional de carrera, para convertirlo en la auténtica espina dorsal del Estado. La reforma de la ley de 2003 –para cerrar los resquicios que la han convertido en una simulación, de manera que, ahora sí, se acabe con el sistema en el cual el empleo público no es más que un botín político a repartir entre los allegados de los ganadores– es el cambio sustancial que al próximo presidente parece no importarle en lo más mínimo. La duda que me surge es, entonces, si todo lo planteado no es sino un subterfugio para purgar a la burocracia y no un auténtico proyecto renovador.

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.

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