Narcocorridos en un bar de Mazatlán

20/06/2011 - 12:04 am

A principios de los 1990, un muy amigo mío, reportero de un medio internacional que me empleaba como freelance, me llamó para decirme que iríamos a Michoacán tras las huellas de un grupo conocido como “Cartel del Milenio”. Quería documentar que una familia había asumido el control del tráfico de una droga química que “se cocinaba” en esa región. Se refería a los hermanos Valencia y a las metanfetaminas.

El viaje fue muy aleccionador. Caminamos entre sembradíos de mariguana y estaciones de policía; un taxista nos llevó con un primo que “cocinaba” cristal o cri-cri en las afueras por Apatzingán. A nuestro regreso al hotel, el tipo de la recepción dijo que habían llegado varios sombrerudos a buscarnos. Nos localizaron. Nos fuimos casi a escondidas en otro taxi hasta Morelia. El reportaje se publicó. Los narcos no se atrevían a tanto; hacer periodismo de investigación era posible.

Recuerdo que en Apatzingán mi amigo me pidió que nos metiéramos al mercado a comprar casetes pirata. Buscábamos de los Tucanes de Tijuana. Me dijo, y no se me olvida: “Mi fuente de la DEA en el consulado me recomendó que los escuchara”. Le pregunté por qué Los Tucanes. Me respondió que estaban siempre actualizados. Que le cantaban a los capos que estaban en la cúspide. Que podríamos sacar buenos tips. Compramos de Los Tucanes y de cuanto grupo de narcocorridos encontramos. Sí, era como un curso intensivo del Cártel del Pacífico, hoy dividido en varias organizaciones criminales.

Me pregunté entonces: ¿Por qué la policía no busca a los malandros que salen en estos narcocorridos? Si los atraparan, me dije, los grupos musicales dejarían de tocarlos por ellos mismos, o porque los “jefes” se lo ordenarían. Pero nunca los atraparon; de hecho, un narcocorrido normalmente recorre las andanzas de un capo mientras está vivo, y queda como un libro abierto; cuando matan al protagonista se le agregan una o dos estrofas que detallan la manera “heroica” en la que falleció. Desde entonces y hasta hoy siguen tocándose esas loas a los narcos. Pienso, como pensaba en esos años, que si hubieran buscado a los protagonistas seguramente los narcocorridos no sonarían más.

Mazatlán me gustaba hasta hace poco porque era como el norte de México pero seguro, con mar y pescado fresco; con escritores interesantes (Juan José Rodríguez entre ellos) y periodistas honestos formados en el diario Noroeste que son la compañía ideal. Hace más de tres años que los editores José Pérez Espino y Rita Varela íbamos seguido a trabajar en el periódico local. Nos gustaba meternos a un bar equis con buena rocola y cervezas heladas. Qué buenas tardes aquellas.

Cierta vez, entró a ese bar una sección completa de metales; músicos realmente cultos. Maravilloso. Juan Arvizu, el doctor Ortiz Tirado y José Mojica con flautas transversales, clarinete y saxofones. Imagínense. En esas estábamos, cuando entró un grupo de pelones que se acomodó en lugares estratégicos. Antes de que alcanzáramos a ponernos nerviosos vino el director de esa pequeña orquesta de metales y nos dijo: “Las siguientes canciones que pidieron, vienen por nuestra cuenta. Nomás espérenos tantito”. Nos dio frío. En eso pareció un chamaco escoltado, lleno de cadenas de oro, que corrió de la puerta al escenario. Se acomodó y empezó a cantar horrible, como Valentín Elizalde. Dejó unos buenos dólares, saludó a todos, y se fue. Eran sólo narcocorridos.

Los músicos, seguramente egresados de la Escuela de Música de la Universidad Autónoma de Sinaloa –de las más prestigiadas del país–, eran desempleados y tocaban al mejor postor. Lástima, pensé: estudiar para clásico y tener que dedicar tu arte a iletrados caprichosos sólo porque traen dólares y andan armados.

El narcocorrido está incorporado en nuestra sociedad desde hace muchos años, por razones variadas. Derivación de los corridos que cantamos durante y después de la Revolución, siguen siendo lo que eran: cantos de juglares… que se pervirtieron porque la sociedad y el gobierno lo aceptó. Pero están hasta en nuestros huesos. Están, baste decirlo, en Word, programa el que escribo en estos momentos; no me subraya la palabra como mal escrita. Es parte del diccionario de Microsoft.

Ahora hay una corriente de alcaldes y gobernadores, principalmente los de zonas con mayor violencia, que quieren prohibirlos. Me parece una estupidez. Si los prohíben, por supuesto que seguirán; como las drogas o la piratería serán consumidos por millones, como todo lo que prohibimos por razones morales, éticas o por malentendidos. Pero además si permitimos que se les prohíba como parte de esta nueva corriente de conservadurismo que asola al país habremos aceptado que las prohibiciones funcionan, y no es así. Una guerra basada en esos principios nos ha depositado 40 mil muertos en las manos para confirmarnos en el tremendo error.

En lo personal, aborrezco los narcocorridos. No me causan gracia los narcos y la música es cada vez más chafa, de malísima calidad. Cualquiera que se inventa dos estrofas atrevidas se vuelve héroe con acordeón. Chafa.

Sin embargo, es un error irse contra los músicos o contra el gusto popular. ¿Por qué mejor no atrapan a los narcos que se mencionan en los narcocorridos? Los músicos dan la cara y responden a un estímulo, a una cultura que, en ausencia de la educación del Estado, se ha extendido y se reafirmará si pretendemos, como con las drogas, “sanar a la sociedad” a punta de prohibiciones.

Prohibir el narcocorrido será como mandar quemar las fotos de María Sabina porque algunos gustan de los hongos alucinógenos, o prohibirle la entrada a México al compositor de jazz Bobby Mc Ferrin por haber escrito Don’t Worry Be Happy –canción inspirada en el poeta, músico y gurú Meher Baba– sólo porque algunos la relacionan con el estado que provoca la mariguana.

Alejandro Páez Varela
Periodista, escritor. Es autor de las novelas Corazón de Kaláshnikov (Alfaguara 2014, Planeta 2008), Música para Perros (Alfaguara 2013), El Reino de las Moscas (Alfaguara 2012) y Oriundo Laredo (Alfaguara 2017). También de los libros de relatos No Incluye Baterías (Cal y Arena 2009) y Paracaídas que no abre (2007). Escribió Presidente en Espera (Planeta 2011) y es coautor de otros libros de periodismo como La Guerra por Juárez (Planeta, 2008), Los Suspirantes 2006 (Planeta 2005) Los Suspirantes 2012 (Planeta 2011), Los Amos de México (2007), Los Intocables (2008) y Los Suspirantes 2018 (Planeta 2017). Fue subdirector editorial de El Universal, subdirector de la revista Día Siete y editor en Reforma y El Economista. Actualmente es director general de SinEmbargo.mx
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