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ADELANTO | María y Yessica yacían bocabajo… con un mensaje. Ahí surgió un imperio: La Unión Tepito

22/01/2021 - 10:00 pm

No es una pandilla, no es una célula de un grupo mayor ni tampoco una banda doméstica, sino un auténtico cártel que logró apoderarse del centro del país, justo en las narices de las más altas autoridades. ¿Cómo lo hizo? Ejerciendo una violencia como nunca se había visto, con el liderazgo de un hombre del que poco o nada se sabía, con una red de lavado poderosísima y la apatía de dos administraciones capitalinas…

Con documentos confidenciales, testimonios de víctimas, de ex miembros del cártel y acceso al contenido de teléfonos celulares de sus integrantes, este libro revela el verdadero rostro de La Unión, y el reguero de sangre que ha dejado a su paso.

Ciudad de México, 21 de enero (SinEmbargo).- No es una pandilla, no es una célula de un grupo mayor ni tampoco una banda doméstica, sino un auténtico cártel que logró apoderarse del centro del país, justo en las narices de las más altas autoridades.

¿Cómo lo hizo? Ejerciendo una violencia como nunca se había visto, con el liderazgo de un hombre del que poco o nada se sabía, con una red de lavado poderosísima y la apatía de dos administraciones capitalinas.

Ningún trabajo periodístico había escarbado tan profundo en las entrañas de La Unión Tepito, en la personalidad de sus líderes, en las matanzas que ha perpetrado, en sus alianzas y sus impunidades.

Con documentos altamente confidenciales, testimonios de víctimas, de ex miembros del cártel y acceso al contenido de teléfonos celulares de sus integrantes, este libro revela el verdadero rostro de La Unión, y el reguero de sangre y dinero sucio que ha dejado a su paso.

A continuación, SinEmbargo comparte, en exclusiva para sus lectores, un fragmento de El cártel chilango, del autor Antonio Nieto. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grijalbo.

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Un abuelo dominó Tepito

Bienvenido a Tepito: las manos callosas de tanto chingarle, la piel grafiteada que se despelleja por lo viejo de los muros. Allí se deslizan las historias de quienes viven en sus pasadizos, allí se estrellan las balas que erraron el blanco y la lluvia enjuga las lágrimas de quienes lloraron a sus muertos. Tepito trae los ojos rojos de puro desvelo, de tanto humo que dejan los incendios internos de sus habitantes. En este barrio, muy pocos son dueños de su destino. Cada quien le reza a su propio santo, pero después de todo, de tanta chinga, el barrio es el barrio y se le respeta, se le cuida. Así ha sido siempre y bajo esa premisa se fundó el cártel chilango.

Esto lo tenía claro un hombre al que apodaban El Abuelo, a quien su compadre, Arturo Beltrán Leyva, El Jefe de Jefes, uno de los narcotraficantes más poderosos de la historia mexicana, le preguntó con malicia: “¿A poco vas a dejar que La Barbie se meta a tu barrio?”

Tan cercano a Arturo Beltrán como lo eran los presuntos traficantes Mario y Alberto Pineda Villa —hermanos de María de los Ángeles, ex primera dama de Iguala, Guerrero, investigada y procesada, junto con su esposo, José Luis Abarca, por la desaparición forzada de 43 normalistas de Ayotzinapa—, El Abuelo aguardó un momento antes de replicar. Tal vez pensara que la cizaña estaba salpicada del finísimo whisky que ambos saboreaban, maridada con perico colombiano al que, a últimas fechas, Arturo Beltrán se había aficionado. Bien sabido era que El Jefe de Jefes y Édgar Valdez Villarreal, La Barbie, traían rencillas, por lo que la pregunta tenía más filo. El orgullo es fácil de aguijonear, más entre los mafiosos de envergadura; por ende, la respuesta no podía ser otra: “Con la gente unida, me chingo a la muñequita”. En ese instante quedaron marcados no sólo los siguientes años en el Barrio Bravo sino en toda la Ciudad de México, la cual quedó a su suerte, echada al aire en esa fastuosa mansión del 274 de Peñas, en la exclusiva zona del Pedregal, unos pocos días antes del 16 de diciembre de 2009, cuando Arturo Beltrán Leyva fue abatido en Cuernavaca por fuerzas especiales de la Marina.

Departamento donde fue abatido Arturo Beltrán Leyva. Foto: Cuartoscuro/Archivo

Por esas fechas, en la prensa nacional nada se escribía sobre El Abuelo, cuyo nombre real es Juan Juárez Orozco, aunque se hacía llamar Jorge Castro Moreno —esto se sabría mucho tiempo después, según se fue revelando en periódicos como El Heraldo y otros—. Por el contrario, el nombre de Édgar Valdez Villarreal, La Barbie, era protagonista de notas y extensos reportajes que lo vinculaban hasta con la farándula. En esos tiempos el Cártel de los Beltrán Leyva se fragmentaba. De un lado se formaron los fieles a “don Arturo” y del otro los rebeldes de La Barbie, quien alguna vez fue su discípulo y socio. El Abuelo, oriundo del centro de la capital, se mantuvo en el bando del Jefe de Jefes y maquinó un plan para unir a las familias del narco en Tepito y formar un cártel que hiciera frente a la inminente incursión de La Barbie, ávido de las jugosas ganancias que deja un sistema de distribución bien aceitado en la capital y su zona metropolitana. Se jugaba un mercado de 27 millones de habitantes, donde 10.3% de éstos ha probado alguna droga ilegal1y uno de los trampolines más grandes para enviar estupefacientes a Estados Unidos y Europa: el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México.

En el expediente judicial CR-12197, de la Corte del Distrito Este del Estado de Nueva York, alimentado por informes de la Drug Enforcement Administration (dea), El Abuelo aparece como un pez gordo de la cocaína: transportó al menos 35 toneladas al año para los Beltrán Leyva y para Ismael El Mayo Zambada, líder del Cártel de Sinaloa, todo a través del aeropuerto capitalino. Según los informes del agente de la dea, Brian R. Crowell, “una vez que la cocaína llegaba [de Sudamérica] a las costas de México, Juárez Orozco y sus socios la transportaban al Distrito Federal y de ahí la enviaban a los Estados Unidos”.

Con ese volumen de tráfico sorprende cómo este hombre fue capaz de mantener un perfil tan bajo. Es el chilango que más droga ha metido a Estados Unidos y lo hizo sin pertenecer estrictamente a un cártel. Había llegado la hora de formar uno.

El Abuelo es un hombre de estatura media, complexión atlética por ser adepto a los gimnasios, giro en el que ha incursionado en diferentes estados del país. Su apodo hace referencia a su cabello canoso, que lo hace aparentar más edad de la que se le calcula —unos 45 o 50 años—. Para 2010, este capo movía mensualmente ocho toneladas de coca pura, parte de la cual se quedaba en el mercado local, con sus aliados en Tepito, quienes alimentaban a su vez a cientos de distribuidores en otras partes de la ciudad y el Estado de México. Tenía decenas de “oficinas” en la capital, Cancún y Morelos, pero su base de operaciones estaba en la calle que lo vio criarse al amparo de su habilidad como comerciante: República de Belice, cerca del Zócalo, donde pasó de vender bisutería a bóxers, ropa deportiva y todo tipo de mercancía que importaba de China. Con el dinero que amasó, El Abuelo compró un par de lanchas rápidas con las que posteriormente llevó de arriba abajo el polvo blanco de sus aliados colombianos del Cártel del Norte del Valle, según asentó años después el Departamento de Justicia de Estados Unidos en su pedido de extradición.

Un hombre sesudo, de maneras tranquilas —como las de un abuelo con sus nietos—, así es Juan Juárez Orozco; a diferencia de su primogénito, Rachid, El Árabe —colérico y caprichoso—, quien estuvo a su lado en la conformación del primer y único cártel de Ciudad de México. A la postre, a esta organización criminal la denominaron La Unión, pues pretendía ser justamente eso contra invasores como La Barbie. Durante más de una década, ninguna autoridad se atrevió a aceptar que La Unión fuera un cártel; algunos la calificaron de simple pandilla, todo mientras traficaba cocaína y mariguana hacia los Estados Unidos con independencia de cualquier otro grupo criminal. Fue hasta enero de 2020, durante una entrevista con la periodista de Televisa Danielle Dithurbide, que la recién nombrada fiscal de Ciudad de México, Ernestina Godoy, admitió por primera vez que se enfrentaban a un cártel, que la estrategia de ocultarlo había fracasado.

Por su parte, La Barbie también buscaba crear un cártel capitalino tras enterarse de los movimientos del Abuelo, esto gracias a los soplones que tenía aún dentro del clan de los Beltrán Leyva. Así pues, decidió adelantarse a su contrincante y en mayo de 2010 llegó al Barrio Bravo para pactar con los cabecillas de algunas de las mafias más arraigadas, según publicó el diario Reforma. En las vecindades y los tugurios de la zona corría el rumor de que La Barbie iba por todo, que las familias tendrían que someterse a sus designios, que Tepito no sería el mismo ya.

No todos estuvieron convencidos de que las riendas del indomable barrio quedaran en manos de un fuereño y la mayoría se alineó con El Abuelo. Más vale malo por conocido que bueno por conocer, dicen. Otros vieron a La Barbie como una oportunidad para crecer. Tener un proveedor fijo de droga y armamento, un padrino, aunque fuese ajeno a Tepito, podría hacerlos trepar en el árbol criminal chilango. Ellos también se hicieron llamar La Unión, lo cual provocó un fenómeno inédito en la historia del narco mexicano: había dos grupos delictivos con el mismo nombre y enemistados. No es que uno fuera escisión del otro ni que hundieran sus raíces en la misma tierra. Nacieron enemigos. Sólo La Barbie sabe por qué quiso apropiarse del nombre; es probable que para enrarecer la atmósfera y así relativizar el arraigo de los tepiteños. Sólo con un disfraz podía entrar al barrio que, junto con el aeropuerto internacional, es la joya de la corona del narco chilango.

Por algún tiempo la artimaña funcionó. Con esto, la genealogía de La Unión quedó envuelta no sólo en una bruma de confusión que contagió a la prensa y autoridades, sino también en una guerra que en años venideros se le mal llamó intestina. Hoy, a lo largo de El cártel chilango se revela y documenta que esta guerra no fue sino un combate sangriento entre dos organizaciones mafiosas que nunca estuvieron unidas. Si bien La Barbie perdió poder en octubre de 2010, cuando policías federales lo arrestaron en el Estado de México, el combustible que inyectó a sus aliados alcanzó para que intentaran materializar su proyecto, algunos bajo el nombre de Unión Insurgentes, grupo que jamás llegó a ser precisamente un cártel, y otros que prefirieron desligarse completamente y conformaron La Mano con Ojos. Por su parte, los que apoyaron al Abuelo clamaron ser los originales, con su aferramiento a la identidad tepiteña por delante, implícita en el nombre: La Unión Tepito.

Para esos entonces, ni la Procuraduría General de la República ni la local tenían claro esto y tampoco anticiparon que, en medio de esta pugna, muerto tras muerto, se gestarían los más recientes líderes del narco chilango, los que de un territorio de paso o refugio para los capos terminaron de convertir a la capital en lo que es hoy: un territorio que se pelea.

A La Unión se le consideró un grupo delictivo doméstico porque supuestamente no traficaba droga hacia Estados Unidos y sus actividades parecían reducirse a la capital —premisa acomodada con calzador en la prensa, sea por la misma protección que recibió o por un fallo en la estrategia para combatir el crimen aquí mismo, en la sede de los poderes mexicanos, donde duerme el presidente y están sentadas las principales multinacionales y embajadas.

La Unión encaja en la definición clásica de cártel. Pero claro, la dificultad de operar en la capital supera la de muchas de las entidades hoy en disputa. Foto: Cuartoscuro/Archivo

En esencia, pese a que El Abuelo es compadre de Arturo Beltrán Leyva, el cártel de La Unión nunca ha sido una extensión de dicho clan —como sí serían Los Rojos o Guerreros Unidos—, pues desde el principio se desbordó con independencia y con una peligrosa capacidad de fuego. Tan es así que La Unión hizo frente a Los Zetas en Cancún al tiempo que importaban toneladas de cocaína directamente de proveedores colombianos a través de la ruta Panamá-Cancún. Se sabe que los grandes cárteles, como el de Sinaloa y Jalisco Nueva Generación, se expanden en territorio nacional e internacional no siempre con miembros directos de su organización sino a través de sucursales que pagan miles de pesos por usar el nombre de la organización mafiosa. Así luchan los sinaloenses y jaliscienses más allá del estado donde sentaron sus reales, por lo que la naturaleza de los cárteles va mutando y su definición debe ser reconsiderada; esto no aplica tanto a los mitos en torno a sus personajes todopoderosos o multimillonarios como Joaquín El Chapo Guzmán, sino más hacia su capacidad de independencia, cohesión, longevidad e impacto en su mercado de distribución. Aun así, La Unión encaja en la definición clásica de cártel. Paralelamente, su mercado principal, mas no único —la Ciudad de México y la zona metropolitana del Estado de México, con sus 27 millones de habitantes—, representa un negocio tan redituable como pelear las rutas de trasiego en el norte. Pero claro, la dificultad de operar en la capital supera la de muchas de las entidades hoy en disputa.

Droga y armas de La Unión Tepito, decomisadas por las autoridades. Foto: SSC.

Antes de ser detenido en su lujosa residencia levantada muy cerca de la turística Marquesa, La Barbie logró alianzas en Tepito para repartir su droga, consciente de las grandes ganancias que prometía su proyecto. Curioso que, a finales de 2009, para muchas autoridades, la estructura delictiva de La Barbie sí se consideraba un cártel, a lo sumo en ciernes —como el propio Valdez Villarreal se jactó en un video difundido por la policía Federal tras su captura, le había declarado la guerra a Joaquín El Chapo Guzmán—. Sin embargo, ese incipiente cártel fue perdiendo terreno ante Héctor Beltrán Leyva en Guerrero y Morelos, lo mismo que en la Ciudad de México ante El Abuelo, el capo discreto que importaba cocaína para El Mayo Zambada y El Jefe de Jefes y que puso de su lado al impredecible e indomable barrio de Tepito. Si La Barbie se apoderaba del Barrio Bravo y abría un puente hacia el resto de la ciudad, aseguraría jugosas ganancias, sobre todo en tiempos donde se complicaba pasar cargamentos a Estados Unidos, ya sea por guerra en las zonas clave o por operativos de autoridades estadounidenses y mexicanas.

Ni para las corporaciones policiacas locales pasaron inadvertidas las dos ocasiones en las que La Barbie puso un pie en Tepito, según ha publicado la prensa nacional y se consigna en el libro Narco CDMX: en la primera, en mayo de 2010, entró a una vecindad para pactar con algunas de las narcofamilias. La segunda tuvo lugar alrededor de un mes más tarde, en un estacionamiento de la calle Peralvillo, propiedad de Cristian Omar Larios Tierrablanca, El Kikín.

En su perfil público de Facebook, al Kikínse le veía de complexión atlética, barba de candado y alhajas de oro; parecía un junior cada vez que frecuentaba los bares, antros y estacionamientos de su propiedad, ubicados en Polanco, Zona Rosa y Centro, pero según publicó la prensa nacional, en realidad era uno de los distribuidores de drogas más poderosos del Barrio Bravo.2 Su credencial para votar tenía como dirección la colonia Cosmopolita, en Azcapotzalco, aunque era tepiteño de cuna y crianza, harto conocido y saludado por los meros naturales del Barrio Bravo. Apenas bordeaba los 30 años de edad, pero ya presumía arcas llenas y suficiente respeto callejero para no aparecer demasiado en el radar de la prensa o la policía. Era el intermediario ideal para La Barbie, con quien compartía el gusto por los reventones fresas, las mujeres sudamericanas y el coqueteo con la farándula. En los antros se sentaba a brindar con José Jorge Balderas Garza, El JJ, encarcelado por balear al futbolista paraguayo Salvador Cabañas.

No es de sorprender, entonces, que fuera El Kikín quien, en aras de echar a andar el plan de La Barbie para tomar Tepito, le presentara al que desde entonces sería un acérrimo enemigo de La Unión: Jorge Flores Conchas, El Tortas. Desde Garibaldi y la colonia Guerrero, otra de las más bravas del mapa chilango, El Tortas apoyaría con pistoleros y puntos de distribución. Sin embargo, esta coordinación estaba en pañales en comparación con la de los fieles al Abuelo, que ya estaban listos para el choque, ávidos de enseñar sus hechuras y valor ante los patrones.

De acuerdo con informes de inteligencia de la Procuraduría y la policía capitalinas, el organigrama de La Unión quedó en ese tiempo con El Abuelo al mando y su hijo, Rachid, como segundo. El tercero era Miguel, El Miguelón, quien había estado preso en Cancún luego de que una avioneta en la que volaba, cargada de cocaína colombiana, se estrellara en una pista clandestina. Como cuarto estaba Ricardo López Castillo, El Richard, individuo de tez morena, barba, complexión robusta y cabello a rape; un tipo orondo y de voz ronca que siempre les exigía a sus subalternos que lo llamaran “señor”. Se sabe que fue agente de la Procuraduría General de la República, además de que su esposa nació y vivió muchos años en la calle Alfarería, en la colonia Morelos. Debajo del Richard fue colocado otro nacido en el corazón de esta colonia y del barrio de Tepito: Francisco Javier Hernández Gómez, Pancho Cayagua, exgatillero del clan de los Camarillo, reyes de Tepito en los años noventa, convertido en traficante, chofer y secretario del Abuelo.

Habitación con objetos para realizar rituales. Foto: SSC.

Como jefe de sicarios fue nombrado un hombre de no más de 1.60 m, pero que resaltaba por su liderazgo y su bravura casi suicida: José Alberto Maldonado López, El Betito, nacido en la colonia Guerrero. Todos adquirieron nombres clave para identificarse entre ellos. El Abuelo sería llamado El Quemado, su hijo, Rachid, ahora era Dragón; Ricardo López Castillo sería El Moco; Francisco Javier Hernández Gómez adoptó el de Comandante Negrete y José Alberto sería El Chaparro. Las órdenes las recibirían todos desde Cancún, donde vivían El Abuelo y su hijo Rachid, a través del Richard, quien había sido nombrado líder operativo de la naciente organización delictiva, una especie de ceo mafioso. Pancho Cayagua, su gente y El Betito recibirían pago por trabajo realizado, ya que todavía no eran parte de las ganancias generadas por la venta de droga.

Por su parte, La Barbie también configuró un equipo que aspiraba a desplazar a La Unión e inclusive quedarse con el nombre, el cual jugaba del mismo modo a ser una suerte de símbolo de unificación tepiteña contra poderes externos, a los que disfrazaban de extorsionadores de comerciantes, la otra fuerza económica del barrio desde la migración de zapateros del Bajío en los años veinte. Eso pretendía La Barbie: colarse a Tepito con una máscara mientras sus oponentes morían en la línea antes de permitirlo. La Barbie era ambicioso, movía sus piezas de igual manera al sur de la capital, donde tuvo lugar el Pacto del Ajusco,3 que tenía como fin asentarse en la estratégica alcaldía Tlalpan, debido a su colindancia con Morelos y el Estado de México. De ese pacto surgió La Mano con Ojos, banda criminal aliada de La Barbie, que a puro descuartizamiento de contrarios y campañas de terror mediático se adueñó no sólo de Tlalpan sino también de Naucalpan y Huixquilucan, hasta su desarticulación dos años más tarde, a mediados de 2012.

Finalmente, en la colonia Romero Rubio se armó otra célula que usaría el nombre de “La Unión” pero con el “Insurgentes” añadido al lado para diferenciarse de la original, la de Tepito. Empero, el plan de La Barbie perdió cohesión tras su captura en septiembre de 2010 y de manera gradual fue tomando otros rumbos, como se verá más adelante en este libro.

Son las 23:15 horas del 27 de septiembre de 2010 y María Teresa Fortis Mayén, de 35 años de edad, platica desenfadadamente con su vecina Yessica Crisóstomo Rico, de 27. Es la calle Libertad, en Tepito, bulliciosa porque el barrio nunca duerme. Se mezclan los sonidos electrónicos de las máquinas tragamonedas con el parloteo de los que se juntan a jugar poliana y a beber cerveza. Son parte de la atmósfera el vaivén de las motonetas, las cumbias que se escapan de algún ventanal o de las bocinas de un coche y fluyen con el andar de los lugareños. Nadie presta atención a un Bora blanco que se estaciona frente a María Teresa y su vecina.

Así, frente a los ojos de los testigos, inyectados súbitamente de perplejidad, seis individuos bajan del automóvil y rodean a las mujeres. Llevan chalecos antibalas con la leyenda “Policía Federal”, botas tácticas y rifles de asalto AR-15. A Yessica la obligan a colocarse en los asientos traseros del coche, al tiempo que a María Teresa le quitan su teléfono celular y la obligan a recostarse en posición fetal en la cajuela. En seguida los secuestradores saltan al vehículo y el conductor arranca endemoniadamente hacia la calle Matamoros, según el informe que la Procuraduría capitalina hará del caso y las averiguaciones posteriores.

Con el celular de María Teresa, uno de los plagiarios hace una llamada e instantes después le contesta una voz masculina.

—¿Qué pasó?
—Pasa que levantamos a tu carnala, verguero.
—No se pasen de pendejos —contesta Juan Luis Fortis Mayén, miembro de una de las familias más longevas en el discurrir mafioso de Tepito, aunque el 19 de abril de 2004 alegó que lo que se decía de ellos “eran puras mentiras”, por medio de un escrito publicado en el periódico La Crónica.
—¿Te vas a alinear con La Empresa o qué? —presiona el secuestrador de María Teresa.
—Ni madres, culeros.
—Alíneate y te la regresamos enterita. No seas pendejo.Tras un largo silencio, se oye insistir al sicario.
—Van a ser 100 mil al mes, perro, o tu carnala va a ser la primera.

No hay forma de negociar, es rendirse ante el mandato de La Empresa o cantarle la guerra sin vuelta atrás. El silencio de Juan Luis Fortis Mayén se interpreta como respuesta negativa y se corta la llamada.

Consta en el expediente FGAM/GAM-4/T1/2370/10-10 y el FAS/841/10-09 que fueron cuatro días de angustia y rabia para los Fortis, pues María Teresa no aparecía. Su vecina, Yessica, era una mujer inocente que los pistoleros estaban dispuestos a cargarse con la mano en la cintura, todo porque la pelea había comenzado y La Empresa, que no era otra cosa sino la recién formada Unión, estaba de cacería.

A las 00:40 horas del 1 de octubre de ese año aparecieron los dos cadáveres: una estaba bocabajo, con los pies y manos atados hacia atrás con cinta industrial gris, la mitad del cuerpo sobre la banqueta y cadera y piernas debajo, con el pantalón y ropa interior a la altura de los muslos. La otra víctima yacía igualmente bocabajo, maniatada de la misma forma pero con la cabeza totalmente envuelta con cinta y colocada casi encima de las piernas de la otra mujer. “Las dejaste morir solas, Fortis”, se leía en una cartulina dejada junto a los cuerpos.

Las investigaciones arrojaron que los Fortis distribuían droga en complicidad con la familia Villafán y que controlaban unos 12 puntos de venta que dejaban ganancias de hasta 500 mil pesos mensuales. Poner en línea a los Fortis representaba el primer paso, después seguirían los Villafán y sus 20 puntos y luego el resto de las grandes narcofamilias o grupos repartidos por la Morelos y Centro. Si todos caían, el botín mensual de los impuestos que tendrían que costear ascendería a no menos de 10 millones de pesos. Era el objetivo de La Unión. Mientras en Tlalpan los herederos de La Barbie se abrían paso bajo el nombre de La Mano con Ojos, en Tepito sus aliados sucumbían ante La Unión y su brazo armado liderado por El Betito. Veintiséis días más tarde lo confirmaron.

—Quédate, Dany, no vayas —le ruega a Daniel su esposa la tarde del jueves 27 de octubre de 2010. Ambos están con su pequeño hijo dentro de una vivienda de la calle Florida, en Tepito, pero Daniel se cambia de ropa y se dispone a salir para reunirse con unos amigos afuera de una tienda de abarrotes en la calle Granada. Irían al templo de San Hipólito, donde cada fin de mes se acostumbran peregrinaciones para venerar a San Judas Tadeo y, de paso, cabulear con los cuates. La petición de su esposa se le resbala a Daniel, como si una fuerza externa, inextricable, lo empujara fuera del hogar hacia la noche y el destino que le aguarda. En Tepito casi nadie tiene comprado su destino. Con una estatuilla de San Judas, santo de las causas perdidas, popularizado en los barrios y estigmatizado como símbolo del pillaje y la vagancia, Daniel deja su casa y minutos después llega al punto de reunión en el 130 de Granada y avenida del Trabajo.

Foto: Cuartoscuro/Archivo

Otros cinco muchachos están allí, echando el cotorreo mientras la noche comienza a posarse sobre las calles maltrechas, atiborradas de basura que dejó el trajín tianguero y sus ruidosas vecindades donde todavía hay niños jugando, sin mayor vigilancia o protección que la que supone pertenecer al barrio. A las 18:34 horas, conforme a lo establecido en el expediente FCH/CUH-3/T1/1031/10-10, una camioneta Eurovan dorada frena su marcha justo frente a los seis muchachos. De ésta bajan cinco gatilleros con rifles de asalto y abren fuego contra los peregrinos. Al frente va, presuntamente, El Betito, jefe de gatilleros de La Unión, aunque en ese entonces no se sabía; únicamente un testigo señaló a “un hombre de complexión robusta, de 1.60 de estatura que llevaba una playera azul y un arma larga”. La seguidilla de balazos causa tal estruendo que hasta 10 calles alrededor se vacían de gente con la rapidez de quien siente la muerte pisándole los talones. Los objetivos del ataque son Jonathan Óscar Aguinaga Torres, El Cholo, de 28 años de edad, y su primo Evert Isaac Hernández Martínez, de 32.

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