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Alma Delia Murillo

23/07/2016 - 12:00 am

Un mundo raro

busqué la foto y con una pluma Bic le destrocé los ojos, le puse cuernos, le dibujé una dentadura ruinosa y la dejé convertida en una calamidad, parecía la caricatura de una adicta a las metanfetaminas.

 busqué la foto y con una pluma Bic le destrocé los ojos, le puse cuernos, le dibujé una dentadura ruinosa y la dejé convertida en una calamidad, parecía la caricatura de una adicta a las metanfetaminas. Foto: Archivo Alma Delia Murillo
busqué la foto y con una pluma Bic le destrocé los ojos, le puse cuernos, le dibujé una dentadura ruinosa y la dejé convertida en una calamidad, parecía la caricatura de una adicta a las metanfetaminas. Foto: Archivo Alma Delia Murillo

Les diré que llegué de un mundo raro, que no sé del dolor,

que triunfé en el amor y que nunca he llorado.

—José Alfredo Jiménez

 

Hay corazones que se rompen con más belleza que otros.

Una vez vi romperse el corazón de mi madre como quien presencia un happening. Aquello fue una obra de arte.

La de la foto es ella. Esa mujer hecha de pérdidas, de alegría, de dolores y de una resistencia sobrehumana se enamoró perdidamente de un tal Enrique cuando yo tenía siete años. Mi alma infantil se sintió traicionada por primera vez en la vida. Cómo dolía, sentía que me quemaba. Mis hermanos grandes simplemente lo dejaron pasar, o tal vez también les dolía pero estaban muy ocupados creciendo como para manifestar el tamaño y la forma de su herida.

Pero yo, de espíritu terco y ridículamente exacerbado desde entonces, elucubré una venganza.

Había una foto como la que ilustra este texto en el cajón del tocador de mi madre, amplificada de un paquetito de esas fotografías “tamaño infantil” que recién se había hecho para no sé qué menesteres burocráticos.

Una tarde hice algo terrible. Un recurrente caos de esos que atravesaban a mi familia un día sí y otro también, provocó que me quedara sola en casa. Mis hermanos estaban fuera y mientras mi madre trabajaba (días, noches y madrugadas) para alimentar ocho bocas insaciables, busqué la foto y con una pluma Bic le destrocé los ojos, le puse cuernos, le dibujé una dentadura ruinosa y la dejé convertida en una calamidad, parecía la caricatura de una adicta a las metanfetaminas grafiteada en el baño de una escuela pública.

No conforme con el daño, necesité exhibirlo. Así que me aseguré de colocar cuidadosamente la foto, apoyándola sobre el espejo del tocador para que la vergüenza pública surtiera efecto.

Contaba los días, loca porque aquella lección hiciera desistir a mi madre de su amorío. Pero es que ella tenía treinta y ocho años, exactamente los que tengo yo ahora.

Vivía separada de mi padre desde no podía recordar cuándo, agotada hasta la infamia de laborar jornadas inauditas pero —por Fortuna— su alma era capaz de enamorarse.

Recuerdo que en aquellos días le brillaban la piel y los ojos, se volvía blanda, risueña, a ratos desesperada. Yo simplemente no lo comprendía.

Lo que pasaba era que yo, aunque veía películas románticas y leía relatos de cortejos y pasiones vencedoras, tenía la firme convicción de que el amor no era para mi madre. Cualquiera podría andar en esos idilios y arrebatos pero no ella. Ella pertenecía a otro mundo, uno donde no había necesidad de eso. Un mundo raro.

Cuando encontraron la evidencia de mi delito, negué con todas mis fuerzas, haciendo gala de mi temperamento de delincuente juvenil. No había sido yo. No, no y no.

Los tórtolos siguieron con lo suyo hasta que ocurrió lo inevitable. El amor jugó chueco, la historia terminó. Entonces, una noche, mientras los críos dormíamos en las habitaciones de arriba, escuché que ella aún seguía abajo, murmurando algo. Me levanté, supuse que Enrique habría vuelto y me puse a espiarla. No. Estaba sola, arrebujada en el sillón, tapada con un gabán gris de flecos blancos, cantando bajito. Con el corazón roto.

Regresé a la cama. Yo tampoco pude dormir. Ella no pertenecía a ese mundo raro sin vínculos y amores que yo había imaginado. Mi madre no era sólo mi madre, era alguien capaz de enamorarse. A saber qué palabras usé para explicármelo, pero lo hice. Nunca volví a mirarla igual, ella no era sólo una mamá, era otra cosa más grande y más compleja.

Hace un par de semanas, mientras festejábamos sus setenta, con un par de tequilas encima me confesó que, si pudiera, volvería a vivir aquello. Qué bonito es el amor, me dijo. Yo confesé lo de la foto: sí fui yo, le dije. Nos reímos a carcajadas.

Qué suerte, pensé, que nuestro mundo es ordinario, tan cotidiano y cómodo que aquí todo cabe: hasta el amor.

@AlmaDeliaMC

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