Antes de que el quinto sol muera: muerte azteca-mexica

24/12/2023 - 12:01 am

Se ha repetido hasta el cansancio que el pueblo mexicano está habituado a convivir con “El Más allá”, como si la cotidianidad hubiera desacralizado a la muerte, pero no es así; en realidad, pienso que la ha vuelto más compleja y llena en matices.

Por Emanuel Bravo Gutiérrez

Ciudad de México, 24 de diciembre (SinEmbargo).- Leer sobre las representaciones de la muerte en la cosmovisión azteca durante el mes de noviembre fue una experiencia muy afortunada. El increíble trabajo de portada de “Muerte azteca-mexica. Renacer de dioses y hombres” (Artes de México, no. 96) muestra cuatro representaciones de la muerte; la primera de Tezcatlipoca, o tal vez Mictlantecuhtli; la segunda de Coyolxauhqui después de haber sido asesinada por su hermano Huitzilopochtli; la tercera, que aparece en contraportada y es la que más me impresionó, muestra el cráneo de un sacrificado con una nariz conformada por un cuchillo de sílex y ojos de concha; la cuarta, un cráneo de barro de apabullante expresividad. Como bien indica Mónica del Villar al inicio: “las representaciones de la muerte nos roban el aliento porque nos confrontan ante una dimensión estética de aquello que nos rebasa” (p. 3). No podría estar más de acuerdo. Pasé varios días reflexionando antes de comenzar a escribir este texto; mientras tanto, la revista descansaba en mi escritorio como si se tratara de un memento mori.

Se ha repetido hasta el cansancio que el pueblo mexicano está habituado a convivir con “El Más allá”, como si la cotidianidad hubiera desacralizado a la muerte, pero no es así; en realidad, pienso que la ha vuelto más compleja y llena en matices: ésta permanece como algo que “nos rebasa” y que excede todo lo que podamos escribir sobre dicha experiencia. Se transforma en un tema inagotable que, al ser tan amplio, jamás redunda en toda su riqueza gráfica. Después de todo, somos el país que hizo de la muerte su símbolo definitivo.

Interiores de la revista no. 96 Muerte Azteca-mexica. Renacer de dioses y hombres, Artes de México.

Uno de los núcleos más importantes de este símbolo se encuentra en las representaciones generadas en la época prehispánica. Respecto a la vida en El Más Allá, Miguel León Portilla expone que “entre los antiguos nahuas el destino estaba ligado a la forma y tiempo de la muerte del ser humano. Para ellos el comportamiento bueno o malo tenía una compensación inmanente en la tierra” (p.46). El destino más elevado es el que tienen los guerreros y las mujeres que mueren en el parto (Cihuatéotl), ya que ellos acompañan al Sol en su recorrido diario por el cielo. Por otra parte, los ahogados en cuerpos de agua eran llevados al Tlalocan, el exuberante paraíso de Tláloc. Sin embargo, los que tenían un deceso “natural” iniciaban un largo viaje por los distintos estratos del Mictlán en el que tenían que atravesar desafíos que Sahagún describe de la siguiente manera: “He aquí que saldrás allá de donde se cierran los montes. Y he aquí que saldrás al camino que guarda la serpiente. Y he aquí que saldrás a donde se halla el lagarto verde, Xochitonal, el del signo de la flor” (p. 46).

Para los mexicas la muerte es un proceso análogo y complementario de la vida. Llama la atención la similitud con el nacimiento; por ejemplo, los cuerpos eran sepultados en posición fetal, o como detalla Eduardo Matos Moctezuma: “Se han encontrado muchos entierros con personajes en posición flexionada o colocados en el interior de grandes ollas que sirven como matriz” (p. 12). Esto lo apreciamos muy bien en una de las obras más impresionantes del arte mexica: me refiero al impresionante monolito de la diosa Tlaltecuhtli, descubierta el 2 de octubre del 2006 frente al Templo Mayor. Con una dimensión de varios metros, esta pieza posiblemente sirvió de lápida del tlatoani Ahuízotl. En ella observamos a la terrible Señora de la Tierra, cuya misión “era devorar los cadáveres para después parirlos al destino que les estaba deparado” (p. 12). Su rostro se muestra sin labios, con una lengua de bordes filosos; tiene cráneos en los codos y las rodillas, garras en vez de manos. En una postura típica de las mujeres en labor de parto, la diosa aparece en cuclillas, devora y da a luz en un ciclo que se extrapola también al mundo de los dioses, ya que el binomio destrucción-creación es una constante en el pensamiento nahua. Uno de los ejemplos más poderosos lo encontramos en la Ceremonia del Fuego Nuevo, llevada a cabo cada 52 años: “entonces se celebraba la ceremonia de la “atadura de años” en la que se producía la muerte ritual del Fuego Viejo y se encendía el Fuego Nuevo” (p. 44).

Interiores de la revista no. 96 Muerte Azteca-mexica. Renacer de dioses y hombres, Artes de México.

A la par de toda esta compleja ritualidad, tenemos también un componente inmensamente humano y lleno de ternura, como la que encontramos en los cantos de despedida a los difuntos que registra Miguel León Portilla: “ah, Dios, madrecita nuestra, / has hecho salir a tu hijo de aquí, del mundo, / mucho requeriste tu aliento de vida / y por eso buscaste tu aliento. / Ten lo que recibirás, tu cordel, / porque ya tú aquí lo has hecho salir, / de aquí para el mundo que está allá” (p. 49). Los rituales para dar el adiós y el descanso son muy elaborados; sin embargo, en todos se observa un profundo cariño y entrega, desde bañar el cuerpo, envolverlo en un petate y cortarle un mechón de cabello que se coloca junto al primer mechón que había sido cortado el día del nacimiento; desde entregar ofrendas, flores, incienso y asegurarse de que el muerto tenga todo lo necesario para su viaje al inframundo; ya sea comida, ropa o instrumentos para trabajar. Se elevaban las exequias y las reliquias de las lágrimas: “en un lapso de ochenta días, las viudas no podían lavarse el rostro ni peinarse. Concluido este período, los más viejos les quitaban las costras de la cara, ocasionadas por la suciedad acumulada. Algunos ministros recogían las lágrimas, los gemidos y los sollozos, para llevárselos junto con la tristeza” (p. 34). Es imposible no sentirse conmovido al leer estas descripciones que Eduardo Matos Moctezuma aborda en su artículo; a través de ellas es posible entender el motor que movía estos ritos cuya permanencia aún continúa en nuestras calles, en el modo en que nos comportamos, en las visitas al cementerio el primero de noviembre. Se trata del dolor de la pérdida, la resignación, la fugacidad del tiempo y la angustia ante lo desconocido. Pero también se trata de ese amor (aunque el término resulte totalmente anacrónico), de esos cuidados para quienes ya no están con nosotros, de la esperanza de reencontrarnos nuevamente en el Mictlán antes de que el Quinto Sol (también) muera.

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