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La COVID-19 ha empeorado la precariedad y vulnerabilidad en la que viven migrantes en AL

26/05/2020 - 10:13 pm

En América Latina, los impactos de la COVID-19 han tenido amplias repercusiones. Las medidas de confinamiento y distanciamiento físico destinadas a mitigar la propagación del virus han llevado a las economías al borde del colapso y han impactado de manera negativa en los medios de vida de las personas, poniendo a prueba el liderazgo de los gobiernos y exacerbando las desigualdades estructurales que históricamente han afectado a la región.

Por Marcia Vera Espinoza, Gisela P. Zapata y Luciana Gandini

Ciudad de México, 26 de mayo (Open Democracy).- En América Latina, los impactos de la COVID-19 han tenido amplias repercusiones. Las medidas de confinamiento y distanciamiento físico destinadas a mitigar la propagación del virus han llevado a las economías al borde del colapso y han impactado de manera negativa en los medios de vida de las personas, poniendo a prueba el liderazgo de los gobiernos y exacerbando las desigualdades estructurales que históricamente han afectado a la región.

La población migrante y refugiada ha sido una de las más afectadas por la pandemia en América Latina. Como parte de un proyecto en curso, de carácter regional e interdisciplinario, dirigido a explorar los impactos de COVID-19 y las respuestas gubernamentales en la vida de las personas migrantes y refugiadas, sostenemos que las medidas tomadas, en particular el cierre de fronteras y el confinamiento, han exacerbado las condiciones de precariedad y vulnerabilidad experimentadas por muchas personas migrantes en la región.

En América Latina, los impactos de la COVID-19 han tenido amplias repercusiones. Las medidas de confinamiento y distanciamiento físico destinadas a mitigar la propagación del virus han llevado a las economías al borde del colapso y han impactado de manera negativa en los medios de vida de las personas, poniendo a prueba el liderazgo de los gobiernos y exacerbando las desigualdades estructurales que históricamente han afectado a la región.

La población migrante y refugiada ha sido una de las más afectadas por la pandemia en América Latina. Como parte de un proyecto en curso, de carácter regional e interdisciplinario, dirigido a explorar los impactos de COVID-19 y las respuestas gubernamentales en la vida de las personas migrantes y refugiadas, sostenemos que las medidas tomadas, en particular el cierre de fronteras y el confinamiento, han exacerbado las condiciones de precariedad y vulnerabilidad experimentadas por muchas personas migrantes en la región.

Esto es así, en virtud de las altas tasas de informalidad e inseguridad laboral, condiciones de vida precarias y de hacinamiento y el acceso limitado a servicios de salud y seguridad social de estas poblaciones, entre otros. Por lo tanto, la población migrante y refugiada no solo es más vulnerable a los riesgos asociados con el virus, sino que las respuestas gubernamentales frente a la crisis también han profundizado las desigualdades y brechas preexistentes entre ella y la población nativa en relación a los derechos laborales, de vivienda y de salud.

En este contexto, la pandemia está reconfigurando las ya cambiantes dinámicas de movilidad en la región y produciendo nuevos patrones de migración con causales y consecuencias concomitantes: una especie de “movilidad en la inmovilidad”. En particular, el contexto sin precedentes de las restricciones fronterizas y las medidas de mitigación de la pandemia han provocado dos procesos contradictorios, distintos pero interrelacionados: el retorno y la (in)movilidad forzada.

Por un lado, la exacerbación de las condiciones de vida ya precarias de las personas migrantes ha llevado en muchos casos a tomar acciones extraordinarias “desde abajo” para garantizar sus medios de vida, lo que ha producido retornos masivos – muchos de ellos a pie- a sus países de origen en contextos de crisis o estrategias de re-emigración hacia otros lugares, en el ámbito nacional o internacional.

Por otro lado, la región también ha sido testigo de patrones de inmovilidad involuntaria/forzada, propiciados por medidas “desde arriba”, como el aumento de las deportaciones exprés -a menudo sin el debido proceso- y por las limitaciones de los movimientos transfronterizos y de la búsqueda de protección internacional impuesta por el cierre de las fronteras.

Son abundantes los ejemplos de estas nuevas tendencias. Algunas de las primeras en emprender el retorno desde Chile fueron personas migrantes de origen boliviano y peruano, cuando las medidas de confinamiento se tradujeron en cierres de sus lugares de trabajo y pérdida de empleos. Incapaces de regresar a sus lugares de origen debido al cierre de la frontera, quedaron atrapadas en ciudades fronterizas esperando la oportunidad de cruzar para regresar a casa. Un grupo de 50 personas peruanas comenzó a caminar desde Santiago de Chile hacia el norte, decididos a recorrer más de dos mil kilómetros para atraer la atención de los medios y la ayuda del Gobierno peruano a fin de poder llegar a su país de origen.

Episodios similares también han sido documentados entre personas migrantes de origen paraguayo en Brasil, con cientos de ellas atrapadas en el puente que conecta los dos países en las Cataratas del Iguazú, sin máscaras y en condiciones sanitarias precarias.

En América Latina, los impactos de la COVID-19 han tenido amplias repercusiones. Las medidas de confinamiento y distanciamiento físico destinadas a mitigar la propagación del virus han llevado a las economías al borde del colapso y han impactado de manera negativa en los medios de vida de las personas, poniendo a prueba el liderazgo de los gobiernos y exacerbando las desigualdades estructurales que históricamente han afectado a la región.

La población migrante y refugiada ha sido una de las más afectadas por la pandemia en América Latina. Como parte de un proyecto en curso, de carácter regional e interdisciplinario, dirigido a explorar los impactos de COVID-19 y las respuestas gubernamentales en la vida de las personas migrantes y refugiadas, sostenemos que las medidas tomadas, en particular el cierre de fronteras y el confinamiento, han exacerbado las condiciones de precariedad y vulnerabilidad experimentadas por muchas personas migrantes en la región.

Esto es así, en virtud de las altas tasas de informalidad e inseguridad laboral, condiciones de vida precarias y de hacinamiento y el acceso limitado a servicios de salud y seguridad social de estas poblaciones, entre otros. Por lo tanto, la población migrante y refugiada no solo es más vulnerable a los riesgos asociados con el virus, sino que las respuestas gubernamentales frente a la crisis también han profundizado las desigualdades y brechas preexistentes entre ella y la población nativa en relación a los derechos laborales, de vivienda y de salud.

En este contexto, la pandemia está reconfigurando las ya cambiantes dinámicas de movilidad en la región y produciendo nuevos patrones de migración con causales y consecuencias concomitantes: una especie de “movilidad en la inmovilidad”. En particular, el contexto sin precedentes de las restricciones fronterizas y las medidas de mitigación de la pandemia han provocado dos procesos contradictorios, distintos pero interrelacionados: el retorno y la (in)movilidad forzada.

Por un lado, la exacerbación de las condiciones de vida ya precarias de las personas migrantes ha llevado en muchos casos a tomar acciones extraordinarias “desde abajo” para garantizar sus medios de vida, lo que ha producido retornos masivos – muchos de ellos a pie- a sus países de origen en contextos de crisis o estrategias de re-emigración hacia otros lugares, en el ámbito nacional o internacional.

Por otro lado, la región también ha sido testigo de patrones de inmovilidad involuntaria/forzada, propiciados por medidas “desde arriba”, como el aumento de las deportaciones exprés -a menudo sin el debido proceso- y por las limitaciones de los movimientos transfronterizos y de la búsqueda de protección internacional impuesta por el cierre de las fronteras.

Son abundantes los ejemplos de estas nuevas tendencias. Algunas de las primeras en emprender el retorno desde Chile fueron personas migrantes de origen boliviano y peruano, cuando las medidas de confinamiento se tradujeron en cierres de sus lugares de trabajo y pérdida de empleos. Incapaces de regresar a sus lugares de origen debido al cierre de la frontera, quedaron atrapadas en ciudades fronterizas esperando la oportunidad de cruzar para regresar a casa. Un grupo de 50 personas peruanas comenzó a caminar desde Santiago de Chile hacia el norte, decididos a recorrer más de dos mil kilómetros para atraer la atención de los medios y la ayuda del Gobierno peruano a fin de poder llegar a su país de origen.

Episodios similares también han sido documentados entre personas migrantes de origen paraguayo en Brasil, con cientos de ellas atrapadas en el puente que conecta los dos países en las Cataratas del Iguazú, sin máscaras y en condiciones sanitarias precarias.

El retorno más dramático ha sido el de las personas venezolanas. La pandemia de COVID-19 llegó a América Latina en medio del mayor desplazamiento humano en la historia reciente de la región, que desde 2014 ha llevado a más de cinco millones a huir de la crisis social, económica y política del país. Con el COVID-19 amenazando sus medios de vida, miles de personas migrantes que residen en Colombia, Ecuador, Chile y Perú, que dependían del trabajo informal para sobrevivir, están emprendiendo peligrosos viajes en reversa hacia su país de origen, a pesar de que el país continúa inmerso en una crisis aparentemente interminable.

A su vez, los Protocolos de Protección a Migrantes –también conocidos como el Programa Quédate en México-, un acuerdo que permite a los Estados Unidos enviar de regreso a México a solicitantes de asilo no mexicanos por el tiempo que duren sus procedimientos de inmigración, está teniendo consecuencias aún más graves. Más de 14 mil solicitantes de asilo -en su mayoría de Centroamérica- están atrapados en 11 ciudades fronterizas a lo largo del norte de México debido a la suspensión actual del programa. Muchos de ellos no tienen dónde vivir porque los refugios redujeron su capacidad para cumplir con las medidas de higiene y distanciamiento.

En una situación similar se encuentran quienes han sido deportados de los Estados Unidos. A pesar del cierre de fronteras y de la suspensión del tráfico no esencial suscrito en un acuerdo conjunto entre los Estados Unidos y México, las deportaciones no se han detenido durante la pandemia. Actualmente, parte de esta población se está moviendo a otras ciudades mexicanas en busca de mejores opciones de vida, incluso abandonando sus solicitudes de asilo y exponiéndose a mayores condiciones de vulnerabilidad.

Latinoamérica ahora alberga a unos 12 millones de personas migrantes y refugiadas, en gran medida como resultado de las restricciones migratorias cada vez más estrictas adoptadas en el norte global y la creciente externalización de las fronteras.

Si bien algunas de estas dinámicas también han sido observadas en otras partes del mundo, en los países latinoamericanos estas expresiones parecen estar dando un giro peligroso y abriendo una serie de preguntas sobre cómo podrán afectar a la vida de las personas migrantes y refugiadas, su acceso efectivo a derechos sociales y económicos y sus perspectivas de integración, pero también sobre cómo podrá cambiar la gobernanza de la migración regional después de la pandemia.

LA NUEVA NORMALIDAD EN LA POST-PANDEMIA

Cuando la pandemia del COVID-19 llegó a América Latina, la dinámica de la gobernanza de la migración regional y los patrones de movilidad ya estaban cambiando, ya que muchos países se estaban transformando de países emisores y de tránsito a países de recepción. La región ahora alberga a unos 12 millones de personas migrantes y refugiadas, en gran medida como resultado de las restricciones migratorias cada vez más estrictas adoptadas en el norte global y la creciente externalización de las fronteras. Si bien América Latina ha sido elogiada ampliamente por su respuesta al éxodo venezolano, considerando que 80 por ciento de las personas migrantes y refugiadas venezolanas se ha establecido allí, la región también ha sido testigo de la implementación de medidas ad-hoc, la falta de aplicabilidad de los marcos actuales de protección y la creciente securitización de la migración, siguiendo tendencias de gobernanza similares a las del norte.

La pregunta es cómo cambiarán los patrones migratorios y la gobernanza de la migración en América Latina después de la pandemia, y si los gobiernos aprovecharán la oportunidad para institucionalizar políticas como la militarización y el cierre de fronteras y la inmovilidad forzada inicialmente impuesta en la región como un esfuerzo por contener el virus.

Algunas señales iniciales son preocupantes. En Chile, el gobierno y algunos medios de comunicación han estado asociando al COVID-19 con la migración irregular, lo que condujo a un aumento de ataques xenófobos contra la población migrante en el país. El gobierno de Sebastián Piñera también declaró “urgencia” a la discusión inmediata de un nuevo proyecto de ley de migración en el Senado. La sociedad civil y la academia han estado advirtiendo sobre los riesgos de discutir una ley de tanta relevancia en medio de la crisis sanitaria y sin una participación sustancial de las organizaciones de la sociedad civil o con un mayor consenso.

Asimismo, como alertaron recientemente ACNUR y OIM, la pandemia también ha exacerbado los ya crecientes niveles de discriminación, estigmatización, racismo y xenofobia contra las personas migrantes y refugiadas venezolanas, haitianas, centroamericanas y de otras nacionalidades en varios países como Colombia, Perú, Brasil, Ecuador y México.

Las personas migrantes y refugiadas en América Latina se enfrentan a condiciones exacerbadas de precariedad y vulnerabilidad como resultado de las respuestas a la pandemia.

Dada la heterogénea situación de seguridad jurídica y de acceso a la protección social en la que se encuentran las personas migrantes y refugiadas en los países de la región, se han evidenciado muy pocas políticas específicas para garantizar plenamente los derechos de estas poblaciones en medio de la pandemia. Aunque algunos países, como Brasil y Uruguay, han permitido que la población migrante regularizada se beneficie de los programas socioeconómicos y de salud implementados para minimizar los efectos de la pandemia, otros han hecho de la vista gorda a las prácticas que limitan el acceso de las personas migrantes a la protección social y el ejercicio de sus derechos (tales como desalojos residenciales o la falta de acceso a programas de emergencia debido a presentar un estatus irregular o documentación vencida). Al mismo tiempo, en la región se han suspendido o retrasado los procedimientos migratorios y de asilo, como permisos de residencia, visas, entrevistas para la solicitud de asilo, entre otros.

Resulta imposible saber cuándo y cómo volveremos a la normalidad o cuál será la nueva normalidad. Lo que está claro es que las personas migrantes y refugiadas en América Latina, incluidas aquellas que contribuyen como trabajadores esenciales en el sector de la salud, la industria alimentaria y los servicios de entrega, se enfrentan a condiciones exacerbadas de precariedad y vulnerabilidad como resultado de las respuestas a la pandemia.

Esta población también ha estado expuesta a nuevos riesgos cuando es deportada, intenta regresar a sus hogares o ir hacia otro lugar, a pesar del cierre de fronteras. Este escenario ha puesto de manifiesto el papel clave de las organizaciones de la sociedad civil, los gobiernos locales y las organizaciones de migrantes que ayudan a las personas migrantes a satisfacer sus necesidades básicas, como alimentación y vivienda. Las organizaciones internacionales también están tratando de crear conciencia y recaudar fondos para hacer frente a esta crisis.

Aunque fundamentales, ninguna de estas acciones puede ser un sustituto de las medidas estatales. Los gobiernos de toda la región han estado cerrando sus fronteras y forzando la inmovilidad. Pero la movilidad continúa dentro de la inmovilidad y los Estados necesitan urgentemente repensar sus respuestas individuales y coordinar una estrategia colectiva para incluir y proteger a todas las personas que viven en sus territorios.

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