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Tomás Calvillo Unna

26/09/2018 - 12:00 am

Relato 6. Juan del 68. Primera parte

Le traía ganas desde el primer día de clase, cuando el director nos invitó a su despacho. Juan miró con atención y gusto el lábaro patrio que estaba al lado derecho del escritorio de caoba donde sobresalía un pesado crucifijo de color dorado.

El embalaje de la edad. Pintura Tomás Calvillo Unna.

“A menudo los momentos visionarios
resultaban más reales y verdaderos
que la misma realidad circundante.”

Bajo las ruedas, Hermann Hesse

“No existen caminos rectos en el mundo;
debemos estar preparados para seguir un camino sinuoso
y no tratar de conseguir las cosas a bajo precio.”
El libro Rojo, Mao Tse Tung

 

Le traía ganas desde el primer día de clase, cuando el director nos invitó a su despacho. Juan miró con atención y gusto el lábaro patrio que estaba al lado derecho del escritorio de caoba donde sobresalía un pesado crucifijo de color dorado.

Cuando salimos, me dijo: -“un día será mía, la recuperaré para el bien de la nación. Ellos tienen la bandera por obligación y yo la llevaré conmigo por puro amor.”-

Esa conversación se me olvidó al paso de los meses, la teatralidad de Juan era su fuerte, le permitía atravesar todos los territorios visibles e invisibles de la escuela, y a mí me parecía una virtud que ciertamente le acarreaba problemas, algunos  alumnos preferían evitarlo, le temían, no por su fortaleza física, que no era mucha, sino por su inteligencia que podía ser de una ironía mortal; Lo sabía, y eso le facilitaba tener amigos en los grados superiores.

Él repetía el año, con nosotros y aparentaba vernos como niños, (y eso en secundaria, duele) a mí me dispensaba un trato especial porque escribía versos; lo que apreciaba sobremanera, admiraba a Rimbaud, su Temporada en el Infierno y citaba de memoria pasajes de Bajo las ruedas de Herman Hesse.

Nos gustaba ir al cine y él era un experto para evitar que nos deportaran a casa cuando la película tenía clasificación para mayores de edad; su labia era suficiente para poder ver “VIVA MARÍA” con Brigitte Bardot, en el cine México.

…senté a la belleza en mis rodillas…

“-¡Sus pechos,
hermanito,
sus pechos,
lo más bonito!-”

Así desarmó a Rimbaud, lo aligeró y resumió aquella aventura cinéfila; esa estrofa suya nos acompañó por años, que ya son décadas. ¿Quién iba a imaginar que el director de aquel churro cinematográfico sería uno de los mejores cineastas, Louis Malle y su Soplo al Corazón?

Mis dos armas en aquellos años eran la pluma y el balón de fútbol. Este último deporte, Juan lo veía con un cierto desprecio, como una pérdida de tiempo inexplicable. Pero esa apreciación no tardó en cambiar. Fue cuando se presentó el día y la hora para cumplir aquella primera promesa cuando recién entramos a la escuela. Se celebraba el mundial de fútbol en México, y nuestro equipo nacional se enfrentó a Bélgica, y ganó, es decir ganamos. La gente comenzó a salir a la calle en coches, camiones y caminado, para festejar aquel pírrico triunfo que era necesario enaltecer para “hacer patria” decía Juan.

Me pidió que lo acompañara a la dirección, ya prácticamente se habían ido todos incluyendo por supuesto el director. Sin decir aguas va, entró sigilosamente a su despacho y con gran naturalidad desenredó la bandera de su pequeño mástil, la doblo con pulcritud y respeto se la puso debajo de su suéter a la altura de su estómago y salimos caminando directo a la puerta principal que daba a la calle. Sólo él y yo sabíamos que llevábamos oculta a la patria misma.

El águila y la serpiente y los tres colores. Juan caminaba ya como soldado rumbo al zócalo de la capital. Íbamos por la acera de los insurgentes de sur a norte, que se comenzaba a congestionar por los autos y camiones repletos de gente que cantaba loas al equipo nacional. De pronto vimos un camión de redilas donde amontonados iban jóvenes de alguna colonia popular cantando el himno nacional, Juan comenzó a apurar el paso y se acercó a ellos, levantó su suéter, tomó la bandera la extendió al viento que comenzaba a sentirse y al grito de Viva México, se las lanzó. Todos le gritaron “¡Viva y gracias hermano!”, tomaron la bandera, la alzaron y Juan los vio alejarse.

En la distancia no dejaban de mover los brazos, saludándolo, y despidiéndose. Me volteó a ver, y para mi sorpresa estaba llorando, es del pueblo, es de ellos, de todos ellos, esos chavos y chavas lo representan mejor que todos nosotros. Más ahora después de lo que ha sucedido.

Estábamos en la secundaria y el coletazo de Tlatelolco nos alcanzó, nuestra escuela quedaba en las goteras de Ciudad Universitaria y aún recordábamos los gases lacrimógenos frente al monumento de Obregón, (donde la mano derecha del general conservada en formol flotaba en un botellón), los granaderos atajaron una marcha a la que nos habíamos incorporado, esa vez lloramos doblemente: por el ardor de los gases y el coraje espontáneo que brotó descubriéndonos del lado opuesto al de la autoridad, sin importar cuál fuera ésta. La excepción a esa regla era la que se aplicaba en nuestras casas, desde entonces no éramos suicidas o creíamos que no.

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