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Catalina Ruiz-Navarro

28/04/2015 - 12:04 am

El complejo de Quetzalcóatl

“Como de telenovela” fue el matrimonio del político y gobernador de Chiapas, Manuel Velasco con la famosa actriz y protagonista de la telenovela Rebelde, Anahí. No hubo luna de miel, ni recepción (aunque después de la boda los invitados se fueron a “una propiedad de la familia del novio”). Se casaron “sin avisar” (pero todos […]

Foto: Zacatecas Online
Foto: Zacatecas Online

“Como de telenovela” fue el matrimonio del político y gobernador de Chiapas, Manuel Velasco con la famosa actriz y protagonista de la telenovela Rebelde, Anahí. No hubo luna de miel, ni recepción (aunque después de la boda los invitados se fueron a “una propiedad de la familia del novio”). Se casaron “sin avisar” (pero todos nos enteramos), el sábado por la mañana con las puertas de la Catedral cerradas, todo para mostrar “austeridad” (nada dice austeridad como casarse en la Catedral del pueblo que gobiernas). El político, importante figura del Partido Verde “Ecologista” de México (PVEM), lució un traje de de charro de gala y la actriz un vestido blanco bordado por indígenas, haciendo una ineludible referencia visual al porfiriato y mostrando que no importa cuanto tiempo pase, los matrimonios con mujeres “bonitas y blancas” siguen sirviendo para solidificar plataformas políticas en México.

Tras la ceremonia, la pareja posó en la escalinata con mujeres indígenas tzotziles, que habían bordado el vestido de la novia. Y es que el ajuar “generó empleo” para muchas de las artesanas del pueblo de Zinacatán que tiene un índice de 94,9% de pobreza. Ellas, por supuesto, fueron las únicas invitadas a la fiesta (además de los invitados verdaderos, claro), y estuvieron esperando a los ricos, muy juiciosas tras las puertas cerradas de la Iglesia, y con sus trajes típicos (que despejaban dudas sobre su identidad indígena), para que a la salida de la ceremonia pudieran rodear a la pareja para la foto. La belleza prístina de los recién casados brillaba fulgorosa en ese mar de rostros pardos. “Fue divino”.

La boda, además, se hizo viral y el periódico El País reporta que ahora Anahí y Manuel Velasco son “los más populares de Latinoamérica”. Ya Velasco, en 2013 se había gastado cerca de 130 millones de pesos mexicanos para la promoción de su gobierno, pero ya debe haber descubierto que no hay publicidad tan contundente (y legal) como el final feliz de una historia de amor que coincide con tiempos electorales.

Podríamos detenernos un rato en el absurdo de que un partido político que se presenta como “Ecológico” defienda el fracking, o hurgar en la estirpe política de Velasco (parece que su árbol genealógico le compite al de Sirius Black) y señalar que su abuelo es el presunto beneficiario de concesiones de minas en la sierra de Chiapas, y que ha amenazado a los habitantes del municipio de Chicomuselo con expulsarlos de sus propias tierras si se oponen a la explotación. Sin embargo, todos sabemos que el discurso estético con el que se presenta Velasco es aún más poderoso que todos estos argumentos. La política y la decisión por el voto, son cosas emocionales, por eso un cuento de hadas político (montado por Televisa que ya sabe cómo poner las luces) y de difusión masiva, es más poderoso que cualquier argumento. Más aún cuando México se ha estado preparando para esto desde hace tanto tiempo.

Para los que crecimos viendo las telenovelas mexicanas (que gracias la poderosísima maquinaria del imperialismo cultural de México, somos más o menos todos los americanos hispanohablantes) la escena del sábado, era la encarnación perfecta de toda esa iconografía y tropos estéticos que caracterizaba al final feliz, culmen, que los espectadores esperamos una y otra vez con tanta emoción. Claro, todos comentan cuánto se parece este matrimonio al de Peña Nieto con Angélica Rivera, no solo por la fórmula evidente político ambicioso + protagonista de telenovela, sino porque literalmente ambas parejas tienen el mismo peinado, la misma ropa, el mismo maquillaje (en las novias y en los novios) y quizás hasta los mismos peluqueros, -porque las ellas tienen el mismo color de tinte de cabello.

Resumamos: el agua moja, y el poder político en México y sus telenovelas tienen el mismo discurso estético.

Las novelas mexicanas se caracterizan por una historia clásica: chica pobre, pero bonita y virtuosa, se enamora de un guapo hombre, con medios económicos y el mismo corte de pelo de Peña Nieto, que de los ricos es el único “bueno”. Tras solventar mil obstáculos tendidos por villanas narizonas y/o de pelo negro o exageradamente rubio, que no tienen temor de Dios; la pareja logra casarse (por la iglesia claro) y la protagonista descubre que es la hija ilegítima de algún personaje rico y de abolengo. Es perfecto: ahora los dos son ricos, y los dos son buenos, y están al mando asistencialista de todos esos mansos “buenos pobres” que tanto quieren, y que no necesitan del dinero, ni de la educación, ni de derechos para ser felices. Mientras tengan amor, familia, un corazón “puro” y velas para la virgencita.

Esta idea de “buen pobre” es de crucial importancia. Como nos lo mostró el uso que se dio en la boda de Velasco a las indígenas tzotziles, no puede haber un rey sin súbditos.

Este proyecto político-estético tiene miles de aciertos. Como con el proyecto católico, se repiten hasta la saciedad enunciados simples y emotivos que van acompañados de alguna experiencia de comunión (en la iglesia es la hostia, pero la telenovela la pasan a la hora de la cena o el almuerzo) que según sociólogos y psicólogos es un mecanismo idóneo para crear la sensación de creencia y de grupo.

Ahora el proyecto ideal ha saltado de la pantalla a chica a la vida real, ahora nos lo cuentan los periódicos. El cuento de hadas es el mundo ideal de los políticos.

Es imposible no subestimar el poder que surge de los discursos estéticos, especialmente porque cuando estos tropos del pop, como los de las telenovelas, llegan a nosotros, tenemos baja la guardia, no estamos tomando decisiones políticas, nos estamos divirtiendo.

Imaginemos lo que ocurre cuando la vida real se asemeja a ese símbolo profético con el que durante años hemos comulgado.

Mejor recordemos.

Según la leyenda, Quetzalcóatl fue un hombre rubio, blanco, alto, barbado y de grandes conocimientos científicos, que enseñó a los pobladores de lo que hoy es México, a labrar los metales, orfebrería, lapidaria, astrología, de todo. Cuenta Bernal Díaz del Castillo que llegados los españoles a las costas de lo que sería La Nueva España, el Emperador Moctezuma envió unos tendiles llevando regalos. Uno de estos tendiles al ver que uno de los soldados de Cortés tenía un casco de latón que brillaba al sol, pidió verlo, diciendo que hacía muchos, muchos años, había llegado a la Gran Tenochtitlán un hombre rubio, barbado y blanco, portando un casco semejante; que al marcharse se los había regalado y los sacerdotes lo colocaron en la cabeza del ídolo representativo del Dios Huitzilopochtli. Y resultó que el casco dorado que tenía el Dios, era igual al del soldado hispano, sólo que tenía en ambos lados unos cuernos al estilo de los cascos vikingos. “¿Quién es este que usa barbas, que habla otra lengua, y se viste de forma diferente?, ¿Será la serpiente emplumada que ha vuelto a reclamar su reino?” Se preguntaba Moctezuma.

Cuando Hernán Cortés llegó a Tenochtitlán, encajó perfectamente con esa historia y con el discurso estético político (de estatus teológico) con el que pueblos aztecas y mayas habían comulgado durante tanto tiempo. Fue un golpe de suerte que Cortés supo aprovechar muy bien. Ningún arma o estrategia de guerra pudo haber sido tan poderosa como encarnar con su llegada el tan esperado regreso de Quetzalcóatl.

Y ya sabemos en lo que va esta historia.

@Catalinapordios

Catalina Ruiz-Navarro
Feminista caribe-colombiana. Columnista semanal de El Espectador y El Heraldo. Co-conductora de (e)stereotipas (Estereotipas.com). Estudió Artes Visuales y Filosofía y tiene una maestría en Literatura; ejerce estas disciplinas como periodista.

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