LECTURAS | Poder absoluto y abuso de derechos civiles: “Los Gobernadores”

28/07/2018 - 12:03 am

Una de las razones por las que en años recientes la figura del gobernador ha parecido tan autócrata, tan corrupta y, por ende, tan despreciada es la existencia de una cultura política arraigada a nivel estatal, según la cual muchos gobernadores se consideran autorizados a ejercer un poder absoluto y a incurrir en abusos de derechos civiles, violencia represora, gasto excesivo, falta de transparencia, cooptación de la prensa, desvío de fondos, nepotismo, machismo desenfrenado, impunidad y falta de empatía frente a las necesidades y el sufrimiento del pueblo.

Ciudad de México, 28 de julio (SinEmbargo).-Desde los desfalcos de Javier Duarte hasta la mano dura de Rafael Moreno Valle, muchos gobernadores recientes son prueba contundente de que una mayor democracia electoral no necesariamente se traduce en un mayor Estado de derecho. Aun la Jefatura de Gobierno de Andrés Manuel López Obrador, a pesar de sus logros, fue criticada como autoritaria y tolerante de la venalidad. Por medio de doce perfiles, los colaboradores de este tomo -la mitad periodistas, la mitad académicos- señalan las raíces de la conducta caciquil y documentan el modus operandi de varios de los gobernadores “sobresalientes” de nuestros tiempos.

Caciques del pasado y del presente. Foto: Especial

Fragmento de Los gobernadores, de Andrew Paxman, con autorización de Grijalbo

INTRODUCCIÓN. LOS CACIQUES DEL PASADO Y DEL PRESENTE

En sus propias palabras

Empecemos con un pequeño concurso. Se llama “Identifica al gobernador”. Voy a mencionar 10 famosas citas de varios exgobernadores de distintos estados mexicanos. Trate de identificar la fuente. (Las respuestas se indican en la primera nota al final.

1) Primero, una cita fácil de identificar: 1. “Un político pobre es un pobre político” (1969).

Ahora procedemos en orden más o menos cronológico:

2. “Puebla […] era un nido de alacranes y que ahora lo tengo perfectamente controlado. Aquí no hay más voz que la mía” (1939).

3. “Un pinche muerto más o menos no me va a quitar el sueño” (1959).

4. “¿Querían tierra? ¡Échenles hasta que se harten!” (1965).

5. “Mi deseo es morir con un brasier en los ojos y una pantaleta en el corazón” (1984).

6. “Los derechos humanos son para los humanos, no para las ratas” (1999).

7. “Mi héroe, chingao” (2005).

8. “A mí lo que algunos poquitos dicen me vale madre […] Digan lo que quieran […] ¡Chinguen a su madre!” (2008).

9. “Yo duermo como bebito, como niño” (2009).

10. “Estoy ahorita en plenitud del pinche poder; tengo el gobierno en la mano” (2010).

Bonus: 11. “Sí merezco abundancia, sí merezco abundancia, sí merezco abundancia […]” (entre 2010 y 2016).

Consideradas en conjunto —y se pueden añadir muchísimas más— estas frases conforman un retrato sugerente sobre el comportamiento y la autoestima de muchos de los gobernadores mexicanos desde la Revolución, si no desde antes. Se puede decir que reflejan una mentalidad de gobernar. No es una característica universal; ha habido gobernadores decentes, progresistas o por lo menos bien intencionados. Pero de manera creciente parece ser una mentalidad mayoritaria.

Una de las razones por las que en años recientes la figura del gobernador ha parecido tan autócrata, tan corrupta y, por ende, tan despreciada es la existencia de una cultura política arraigada a nivel estatal, según la cual muchos gobernadores se consideran autorizados a ejercer un poder absoluto y a incurrir en abusos de derechos civiles, violencia represora, gasto excesivo, falta de transparencia, cooptación de la prensa, desvío de fondos, nepotismo, machismo desenfrenado, impunidad y falta de empatía frente a las necesidades y el sufrimiento del pueblo. Varios gobernadores —como se nota por las citas— incluso han hecho alarde de estas cualidades.

LOS GOBERNADORES CONTEMPORÁNEOS

Somos testigos de una nueva época de corrupción y caciquismo gubernamental. Esto se ha comentado por lo menos desde 2003, cuando Leo Zuckermann publicó un artículo en Proceso titulado “Los nuevos virreyes”; se ha notado por los muchos escándalos que han surgido alrededor de nombres como Tomás Yarrington y Eugenio Hernández o Mario Villanueva y Roberto Borge (sólo para mencionar a los tamaulipecos y quintanarroenses) y se ha visto cada vez más durante el sexenio vigente en los medios más independientes, como Animal Político, Sin Embargo, Proceso y aun en Nexos y Letras Libres.

El auge de reportajes y estudios de la corrupción a nivel estatal ha provocado la pregunta: ¿es una mera cuestión de percepción? En alguna medida sí lo es, ya que desde principios de los años noventa, México ha visto una notable apertura en los medios —sobre todo los medios impresos y después digitales, pero aun Televisa fue fundamental en la revelación de la matanza de Aguas Blancas (transmisión hecha sin permiso previo de la Presidencia), la cual motivó la renuncia forzada de Rubén Figueroa Alcocer como gobernador de Guerrero en 1996. Es decir, se han estado revelando muchos casos que en épocas anteriores podían haber pasado desapercibidos, o estancados entre dimes y diretes.

Cabe notar también que la percepción de la corrupción, medida por encuestas públicas, es la base del frecuentemente citado índice publicado cada año por Transparencia Internacional. Como la encuesta se lleva a cabo a nivel nacional, es razonable suponer que la mala cifra obtenida anualmente por México —la cual empeoró entre 2012 y 2017— refleja en parte un creciente hartazgo con los gobernadores.

Otro indicativo que ha incidido en la percepción, por lo menos en parte, es la creciente apertura de procesos judiciales en contra de los gobernadores. En 2017 se reportó en The New York Times que 17 ex gobernadores eran investigados por corrupción. A menudo la prensa cita esta tendencia como prueba de un aumento en el mal comportamiento de los gobernadores, pero igualmente puede reflejar una creciente actitud por parte del gobierno federal —en particular, un gobierno de tan baja popularidad como el de Enrique Peña Nieto— de que hay que hacer algo o por lo menos hay que fingir hacer algo, en respuesta a las revelaciones publicadas por la prensa.

Más allá de la percepción, sin embargo, desde los años noventa ha habido cambios concretos en el ámbito político que propiciaron la autonomía de los gobernadores. En teoría, estos cambios son avances democráticos, por significar un contrapeso a lo que por mucho tiempo fue un Estado demasiado centralista. Sin embargo, entre sus resultados ha sobresalido el refuerzo de una conducta insólitamente caciquil y corrupta. Vamos por partes:

1. El papel constitucional del Senado: hace cuatro décadas, se publicó un libro llamado ¡Cayeron!, que catalogó el derrocamiento de 67 gobernadores entre 1929 y 1979. Durante ese medio siglo, no fue muy difícil que un presidente removiera a un gobernador, en gran parte porque el Senado de la República —bajo su control partidario— tenía el derecho constitucional de desaparecer todos los poderes de una entidad federativa.

A partir de la década de los setenta, se dejó de usar este mecanismo por el hecho de que causó mucho resentimiento a nivel local al remover no sólo al gobernador, sino también al Congreso. Pero la continuada vigencia de esta prerrogativa del Senado probablemente ayudó a convencer a muchos gobernadores más que sería inútil resistir una solicitud de renuncia por parte del presidente. (Carlos Salinas destituyó a 12.) Sin embargo, esta herramienta dejó de ser una opción a partir del 2000, ya que el partido del presidente ya no gozaba de una mayoría en el Senado; de hecho, desde ese año ningún partido ha tenido una mayoría. Así se nota la desaparición de facto de un mecanismo de castigo, de rendición de cuentas.

2. El papel de Hacienda: cuando se dejó de usar el Senado para destituir a un gobernador, el presidente aún 13 los caciques del pa sado y del presente herramientas que le permitían aplicar suficiente presión para removerlo sin muchos problemas. Entre ellas había presiones mediáticas, ejercidas por medio de la prensa oficialista, Televisa o TV Azteca; presiones políticas, ejercidas por Gobernación o el comité nacional del Partido Revolucionario Institucional (PRI), y presiones financieras, ejercidas por medio de Hacienda.

Quizá la herramienta de Hacienda fue la más eficaz, ya que desde principios de los años setenta los gobiernos estatales recibían casi todo su presupuesto del gobierno federal.7 Pero en 1998, bajo el presidente Ernesto Zedillo, se hizo una reforma fiscal que concedió a los gobernadores una mayor autonomía financiera y mayores fondos (éstos se multiplicarían por un factor de 20 para 2016). De nuevo, una importante herramienta de presión quedó disminuida. Mientras tanto, la posibilidad de que un gobernador se enriqueciera del erario creció mucho.

3. La fragmentación de la Cámara de Diputados: como ya se habrá notado, la disminución del control presidencial sobre los gobernadores se debió en parte a intentos de democratizar y descentralizar el país. Es decir, irónicamente, la supuesta democratización ha contribuido a la inmunidad y la permanencia de gobernadores poco demócratas. Y se ha visto esta tendencia de nuevo, si bien indirectamente, en el papel de la Cámara de Diputados.

Desde 1997, ningún partido ha gozado de una mayoría absoluta en la Cámara. Cada presidente desde entonces ha tenido que trabajar con políticos de la oposición para poder legislar. Esta dependencia ha dado otro grado de inmunidad a los gobernadores, ya que un presidente que busca la colaboración legislativa de diputados opositores será renuente a utilizar la Procuraduría General de la República o la presión de Televisa para obligarlos a renunciar. Es más, los partidos de la oposición —sobre todo el pri, en tiempos de los presidentes panistas Vicente Fox y Felipe Calderón— han protegido a gobernadores corruptos o abusivos de su propio partido, ya que éstos conservan varias palancas indispensables para influir en los procesos electorales federales en sus estados.

Por eso, a pesar de enormes presiones públicas y mediáticas, gobernadores acusados de cometer abusos contra los derechos civiles, como Ulises Ruiz de Oaxaca (2004-2010) y Mario Marín de Puebla (2005-2011), se quedaron hasta el final de sus sexenios. Aún en años recientes, cuando los abusos y el autoenriquecimiento parecen haber aumentado, son muy pocos los casos de gobernadores removidos o presionados a renunciar (Ángel Aguirre de Guerrero en 2014 y Javier Duarte de Veracruz en 2016). Más típicamente, se permite a un gobernador incómodo salir al final de su mandato y sólo se abre un proceso penal en su contra si las revelaciones sobre su conducta son tan persistentes y abrumadoras que hay que hacer algo, o si insiste el gobierno de Estados Unidos.

Esta última fuente de presión refleja un cuarto factor del creciente comportamiento corrupto en los estados: el alza del dinero proveniente del narcotráfico que ha contaminado el ámbito político. Desde los años noventa (los ochenta en algunos estados) ha habido mucho dinero en juego y se ha vuelto muy difícil evitar la corrosiva influencia del narcodólar, sobre todo en los estados fronterizos, los que tienen grandes puertos y los que son propicios para el cultivo de amapola. Tales estados han atestiguado altos niveles de contrabando desde la década de 1920, cuando los principales estupefacientes exportados eran el alcohol, el opio y la mariguana.9 Pero las sumas financieras en décadas recientes son de otra magnitud.

Hasta aquí las causas próximas de la corrupción y del caciquismo recientes. Pero hay también causas fundamentales —es decir, antecedentes históricos— que habría que considerar. Tal como se nota por las citas al inicio, hay una tradición de gobierno caciquil en los estados que se ha mantenido por décadas.

LOS GOBERNADORES POSREVOLUCIONARIOS

La cultura histórica del cacicazgo se puede resumir con unas famosas citas más. La primera es una frase cuyas variaciones fueron  los caciques del pasado y del presente soltadas por tantos políticos revolucionarios que se convirtieron en una especie de lema. Resume el historiador Ugo Pipitone: “Como se dice en México, en algún momento, ‘la Revolución me hará justicia’. O sea, me pondrá en alguna posición institucional desde la cual pueda enriquecerme”. Puesto de otra manera, como expresa un dicho ya común por los años treinta: “No pido que me den, sino que me pongan donde hay”.

Segundo, se recuerda otra famosa frase del anteriormente citado Gonzalo N. Santos, un gobernador potosino tan representativamente caciquil que se convirtió en una leyenda. Al meditar sobre el significado de “la moral”, escribió: “La moral es un árbol que da moras”.

A partir de la Revolución se notó en la conducta de muchos gobernadores —la mayoría de ellos generales— una tendencia autoenriquecedora y autócrata. Estos militares francamente creyeron, primero, que tenían derecho a aprovecharse del erario y de sociedades encubiertas con empresarios, porque tales cosas eran recompensa justa por los sacrificios que habían hecho durante la guerra; y segundo, que en un ámbito de continuada rebelión, bandolerismo y pistolerismo, la mano dura era la única manera de gobernar.

La debilidad del Estado federal fortaleció tal forma de pensar y actuar. Entre 1917 —año en que Venustiano Carranza promulgó la nueva Constitución— y 1940 —año de la última elección general que involucró una contienda reñida en casi 50 años—, la prioridad número uno del Estado fue su propia consolidación. Por lo tanto, los presidentes estaban dispuestos a entrar en un arreglo informal con los gobernadores: lealtad al régimen a cambio de una libertad de acción local. Así, varios estados se convirtieron en feudos de caudillos —militares convertidos en líderes políticos casi autónomos— cada vez más acaudalados.

A partir de 1929, año en que se fundó el partido hoy conocido como pri, se comenzó a apretar las riendas sobre los gobernadores. Ya no podían hacer de las suyas si eso causaba un descontento masivo o avergonzaba al gobierno federal (o si fallaban en su lealtad al jefe máximo). Había límites. En seis años, Calles destituyó a 21 gobernadores, pero no se apretó las riendas a todos con la misma consistencia. En algunos casos, los presidentes aguantaron un nivel espectacular de corrupción o de mano dura, en aras de un objetivo mayor. Tal es el caso del presidente Lázaro Cárdenas en su relación con Maximino Ávila Camacho, de Puebla, y Román Yocupicio, de Sonora. Cárdenas los toleraba porque necesitaba su apoyo en su lucha contra Calles para asegurar el pleno control de su propio gobierno.

Aun después de 1940, se seguía tolerando un grado de comportamiento autócrata y corrupto. Sin embargo, el umbral fue menor. Por lo tanto, hasta 1994, hubo toda una secuencia de gobernadores que —bajo presión presidencial— “pidieron licencia indefinida” y dejaron sus puestos. Muchas destituciones resultaron de lo que Rogelio Hernández Rodríguez eufemísticamente ha llamado “excesos locales”, a menudo un uso excesivo de violencia represora sobre huelgas o protestas. Pero este modelo de presión presidencial se empezó a desmoronar bajo Zedillo, quien fracasó en su intento de quitar a Roberto Madrazo, gobernador de Tabasco (1995-1999), tras revelarse que había hecho un gasto excesivo en su campaña, de 60 veces superior al límite establecido por el Instituto Federal Electoral.

Este episodio refleja otra causa próxima de la corrupción desenfrenada entre los gobernadores recientes: una falta de capacidad o voluntad por parte de ciertos presidentes, en particular Ernesto Zedillo y Vicente Fox, de ejercer su propia mano dura. A Zedillo le gustaba verse como un democratizador; uno de sus lemas era “un país de leyes”. A Fox, en cambio, le gustaba verse como un líder distinto de los presidentes anteriores y se rehusó a emplear algunas de las herramientas priistas tradicionales. Aquí, un cambio cultural, en cuanto a la autopercepción de varios presidentes, complementa los cambios políticos que han facilitado un comportamiento desafortunado entre los gobernadores.

Hablando de la cuestión cultural, algunos argumentan que no hay tal cosa como la cultura política y que la corrupción ocurre  igualmente en cualquier país hasta que se promulgan leyes para frenarla. Cuando el noble decimonónico Lord Acton escribió que “el poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente”, estaba pensando no sólo en figuras históricas británicas, sino también en un principio universal. Estados Unidos ha atestiguado un número significativo de gobernadores corruptos. Para citar sólo el estado de Illinois, cuatro de los gobernadores en funciones entre 1961 y 2009 —es decir, cuatro de los siete— han pasado tiempo en la cárcel; el último, Rod Blagojevich (2003-2009), fue sentenciado a 14 años por tráfico de influencias y extorsión. Un conteo de alcance nacional en 2014 enumeró a los gobernadores condenados de 13 estados distintos en años recientes.

Pero aquí se nota una importante diferencia: el encarcelamiento de gobernadores ha sido más común en Estados Unidos que en México. Esto se explica en gran parte por la relativa fuerza de sus instituciones. Estados Unidos ha tenido una prensa mucho más autónoma, dispuesta a investigar y exponer, y un sistema judicial más independiente, dispuesto a encarcelar a los poderosos. Otra diferencia: los pecados de algunos de los condenados norteamericanos se ven menores en comparación con los fraudes multimillonarios de la mayoría de sus homólogos mexicanos. Un gobernador de Carolina del Norte fue encontrado culpable de aceptar un viaje por helicóptero con un valor de 1 600 dólares. La frase “sí, robé, pero poco” no exculpa a un funcionario en el país vecino.

Además, un rechazo a toda explicación cultural hace caso omiso de los factores humanos. Se pueden citar no sólo las actitudes individuales de los presidentes en cuanto a remover gobernadores o no —la cuestión de una autopercepción muy distinta entre, por ejemplo, Vicente Fox y Carlos Salinas—, sino también el caso de los mismos gobernadores posrevolucionarios, con su forma de pensar forjada por la experiencia militar.

Las Memorias de Gonzalo N. Santos son instructivas en este sentido. Muestran una admiración mutua entre este hombre fuerte potosino y otros generales convertidos en políticos. Reproducen conversaciones entre ellos de las décadas posrevolucionarias, en las cuales resulta evidente una actitud caudillista, una creencia en la mano dura, una admiración por la conducta machista, una aceptación de que los puestos oficiales sirven en parte para enriquecerse. Un club de cabrones y a mucha honra. Tales valores se pueden entender como el producto de una experiencia muy particular, la historia compartida de hacer la guerra a una élite que había permitido muy pocas oportunidades para el ascenso socioeconómico.

TRADICIONES ESTATALES: LO QUE NOS ENSEÑA LOS 12 PERFILES

La cuestión aquí es en qué medida esa cultura política ha sido transmitida a lo largo de las generaciones. ¿Será que caudillos como Santos y Maximino o caciques como Javier Rojo Gómez o los gobernadores vinculados con el grupo Atlacomulco han inspirado una conducta parecida entre los gobernadores recientes? ¿Existe una memoria institucional en los estados que ayude a perpetuar ciertos modos de conducta o autoritaria o nepotista o autoenriquecedora o desafiante al gobierno federal? ¿Existen otras tradiciones políticas, más benignas, que hayan generado avances económicos y sociales en algunos estados?

Hay que admitir primero que donde existen tendencias marcadas, éstas tienen mucho que ver con la geografía y demografía. No puede ser casualidad que el estado que ha destituido a más gobernadores sea uno de los más montañosos: Guerrero. En sus valles remotos existe una histórica sospecha de los poderes ajenos, ya sea federales o estatales. Es poco sorpresivo que los diversos intentos gubernamentales por imponerse a la población hayan terminado muchas veces con sangre. En cuanto a los estados contemplados en este tomo, lo mismo se puede decir, si bien en menor grado, de Hidalgo y Puebla, donde persistió durante décadas una firme resistencia serrana. La fuerte tradición caciquil en Yucatán probablemente se debe en parte a la distancia del estado de la capital federal —motivo importante del separatismo yucateco del siglo XIX— y también a la histórica brecha entre una rica élite blanca y una gran mayoría maya y pobre. De hecho, los casos de Yucatán e Hidalgo sugieren que hay una correlación entre el tamaño de la población indígena y el comportamiento caciquil de los líderes mestizos y blancos. En el Estado de México y Veracruz, el grado llamativo de enriquecimiento entre los gobernadores probablemente tenga mucho que ver con la magnitud de ambas economías.

Por otro lado, hay evidencias de que entre los gobernadores existen maneras tradicionales de ejercer el poder que han perdurado por décadas. Los autores no pretendemos ofrecer conclusiones contundentes sobre estas tendencias, ni insinuar que cada gobernador en determinada entidad haya seguido el mismo estilo de gobernar. Pero sí esperamos ofrecer unos retratos sugerentes de culturas gubernamentales, algunas que corresponden a un estado específico, otras que son más universales.

Las tradiciones más fáciles de identificar son las que se basan en un cacicazgo duradero y el cacicazgo mexicano por excelencia es el grupo Atlacomulco. Fundado en el Estado de México en los años cuarenta por Isidro Fabela y su sobrino Alfredo del Mazo Vélez, esta dinastía es famosa por haber producido ocho gobernadores mexiquenses, entre ellos Enrique Peña Nieto y el actual, Alfredo del Mazo Maza. Como demuestra Álvaro Arreola, su inicial consolidación incorporó una decisión deliberada de sacrificar la democracia electoral para fines de paz social, unidad política y desarrollo capitalista. Podría uno criticar al grupo por impulsar un modelo de desigualdad deslumbrante (que nos daría tanto a Carlos Hank como a Ciudad Neza), pero los logros de Atlacomulco —primero en acabar con caciquismos municipales y segundo en fomentar una industrialización que superaría aun a la de Monterrey— complican la noción de que todo cacicazgo es, en conjunto, nocivo.

La herencia más notable del grupo Atlacomulco —que a pesar de su nombre se concentra en Toluca— es la zona industrializada que abraza como media luna el norte de la Ciudad de México, desde Naucalpan en el oeste hasta Ecatepec en el este. Aquí se halla uno de los puntos débiles del cacicazgo: los hijos ya son más grandes que el patriarca. Ecatepec en particular, con sus 1.7 millones de habitantes, es dos veces el tamaño de Toluca y así ofrece una gran base potencial para los políticos que no radican en la capital. En su perfil de Eruviel Ávila, Lydiette Carrión revela cómo esto puede crear problemas de luchas priistas internas que obstaculizan el gobierno eficaz. Eruviel también heredó una pobreza urbana extrema; ningún municipio mexicano tiene tantos pobres como Ecatepec. ¿Hay un vínculo entre la pobreza cotidiana de esta zona, su capacidad industrial y su condición como una nueva capital de feminicidios? Si bien la crisis de la sangrienta misoginia mexiquense no fue creada por Eruviel, su desenfadada respuesta a ella ilustra dos facetas notorias del caciquismo de hoy: la poca preocupación por la justicia social y el cultivo de la impunidad.

Dos estados vecinos del de México —Puebla e Hidalgo— parieron otros cacicazgos duraderos: el avilacamachista y el rojogomista. Más imponente fue el fundado por el general Maximino Ávila Camacho cuando asumió (léase: robó) la gubernatura en 1937. Perduraría hasta 1963, con vestigios evidentes hasta nuestros días. Caudillesco en sus orígenes, ya que Maximino no dudó en usar la fuerza militar para consolidar su dominio, pronto se volvió civil, con el destape de un político vitalicio como su sucesor. Mi esbozo de Maximino muestra cómo el general habría competido con su amigo Santos por el premio “cacique del siglo”. Protector de monopolistas, rompehuelgas a balazos, populista desvergonzado, enemigo de la prensa y la transparencia, autor intelectual de asesinatos, manipulador de un congreso de paja, autoenriquecedor, machista a ultranza y creador de un culto a la personalidad tan fuerte que sobrevivió a su propia muerte por muchos años, Maximino fue la encarnación del cabrón posrevolucionario. Sin embargo, pacificó un estado asolado por el pistolerismo y fomentó un desarrollo económico arriba del promedio nacional.

Entre los cronistas poblanos de hoy, se dice sotto voce que el gobernador que más se ha parecido a Maximino es Rafael Moreno Valle Rosas (2011-2017). Como los tiempos han cambiado, el arma preferida de Moreno Valle no es la pistola, sino el celular (a veces de modo literal, cuentan). El perfil de Ernesto Aroche sugiere que el caciquismo al estilo maximinista en verdad aún vive en Puebla. Desde el uso selectivo de la violencia represora y la cooptación de la prensa poblana hasta el control tras bambalinas del congreso local, hay mucha evidencia del autoritarismo de este lobo priista con piel de oveja del pan. Pero ha aportado sus propios toques caciquiles también —o quizá son llevados del manual de Mussolini—, como son su afán por el monumentalismo, visto en el enorme Museo Internacional del Barroco, el masivamente renovado estadio del Club Puebla y las carreteras elevadas que entrelazan el sur de la ciudad capital. Y al igual que Maximino en una época, Moreno Valle ha soñado con canjear su capital gubernamental acumulado por la llave de Los Pinos.

Javier Rojo Gómez gobernaba en paralelo con Maximino y, a simple vista, más distinto no podía haber sido. Abogado de formación (no militar), partidario del presidente Cárdenas por convicción (no por conveniencia), un gobernador modesto y trabajador. Pero al igual que Puebla en los años treinta, Hidalgo —un llamado “paraíso de caciques”—16 era un estado en donde muchos hombres fuertes conservaban sus feudos. Así, requería una firmeza singular para controlarlo y aplicar las políticas cardenistas. Como muestra Tonatiuh Herrera, Rojo llegó al poder por una votación muy cuestionable, se impuso sobre el sistema judicial y las elecciones locales y a menudo empleó tácticas de dividir y conquistar. Al final, aunque impusiera a un cuñado como sucesor, su cacicazgo no fue lo suficientemente fuerte para asegurar la continuidad de las políticas cardenistas. Sin embargo, sus descendientes se mantendrían como una fuerza en la política hidalguense; durante la era de su hijo Jorge Rojo Lugo (gobernador en los setenta), dicha fuerza se convertiría en el llamado grupo Huichapan, al que muchos políticos ambiciosos se afiliarían.

Uno de éstos fue Miguel Ángel Osorio Chong. La autoritaria cultura política hidalguense es un microcosmo de la cultura priista a nivel nacional; aun hoy sigue siendo uno de los contados estados en los que nunca se ha conocido la alternancia a nivel gubernamental. Pablo Vargas relata cómo Osorio Chong se metió desde joven, con entusiasmo y eficiencia, en la tradición del PRI local de cocinar elecciones detrás de una fachada democrática. Así, Osorio Chong hizo sus primeras armas en la dizque autónoma Comisión Electoral Estatal, y cuando era gobernador hizo una serie de declaraciones poco sinceras acerca de la ausencia de cuates en su gobierno y la importancia del diálogo. Mientras tanto, como Moreno Valle, criminalizó en cierta medida la protesta pública y trató de subyugar a la prensa. Pero disfrazaba su mano dura con el guante aterciopelado del populismo: las reuniones sin corbata, el manejo de su propio auto, los informes presentados en mítines masivos. Si existe un verdadero “priista perfecto” en nuestros días, probablemente es Osorio Chong.

Como cuenta Ryan Alexander, biógrafo de Miguel Alemán, el veracruzano sonriente es casi exclusivamente recordado hoy como presidente, rara vez como gobernador. Pero el perfil que presenta revela paralelos sugerentes con sus pares provincianos, especialmente Maximino. Como el poblano, apoyó al cardenismo a regañadientes, al calcular que una clara muestra de lealtad le serviría políticamente a largo plazo, mientras obtuvo del congreso local poderes especiales para activar sus planes en pro de los empresarios. No formó un cacicazgo local —se llevó completa a su camarilla al Distrito Federal en busca de puestos federales—, pero a menudo se portó de manera caciquil. Sobre todo se enriqueció como si fuera el líder de una banda de ladrones, compartiendo el botín con sus incondicionales. Así, sentó un llamativo precedente para que el Palacio de Gobierno sirviera como un trampolín al autoenriquecimiento, un legado muy distinto al del más prominente gobernador-cacique anterior: el dedicado y austero agrarista Adalberto Tejeda. Otro posible precedente sentado por Alemán: parece que se benefició del tráfico de drogas, en su caso del opio.

El veracruzano sonriente de nuestros días, Javier Duarte, también se enriqueció, o eso podemos suponer con base en evidencias de desvíos del erario que pueden alcanzar los 55 mil millones de pesos. La imagen popular de Duarte —la de un payaso grotesco, gordo y ratero— tiende a ocultar su inteligencia. Siempre fue hábil con los números, talento que le sirvió en la Secretaría de Finanzas del estado, antes de que fuera gobernador (algo que tiene en común con Moreno Valle). Una vez elegido, siguió los patrones de Alemán —y, al parecer, de su mentor y antecesor, Fidel Herrera— en cuanto a dejar que sus allegados se enriquecieran; también en cuanto a rodearse con jóvenes guapas. En el análisis de Daniela Pastrana, un aspecto notorio de Duarte como gobernador era su suprema indiferencia ética. Esto se notó no sólo en su corrupción, sino también en su apatía frente a los asesinatos de periodistas. Aquí se revela una característica clave de los caciques contemporáneos (aunque tiene antecedentes en personajes como Maximino y Santos): operan felizmente (ni siquiera se trata de cinismo en muchos casos, que implicaría un cálculo) por encima de las normas morales.

Lo que piensan los demás les vale madre.

Para que estuviéramos conscientes de que no todo gobernador ha sido corrupto, Yucatán nos dio a Felipe Carrillo Puerto. Como lo describe Luis de Pablo Hammeken, Carrillo Puerto era un líder idealista cuyas convicciones socialistas lo conducirían a una temprana muerte. Era amigo de los mayas: habló su lengua y luchó por sus derechos contra la élite henequenera. Además, como su antecesor Salvador Alvarado, era feminista y promovió el acceso de las mujeres a la política. (Algo llamativo de Yucatán es cómo una entidad percibida como conservadora fue anfitriona de los primeros congresos feministas en México y el único estado hasta la fecha en tener a dos gobernadoras.) Quizá “cacique” no se aplique a Carrillo Puerto. Que sepamos, no fue venal, ni represor; tampoco vivió suficientes años para formar una camarilla duradera. Pero no se resistió a toda herramienta caciquil. Fomentó el desarrollo de su propio culto a la personalidad y a veces usó la violencia para acabar con huelgas. Su muerte, como mártir de la Revolución, sentó las bases de una tradición retórica de mencionar el nombre de Carrillo Puerto como prueba de que se es amigo del pueblo.

Ivonne Ortega Pacheco citó ese nombre en su discurso inaugural. Partiendo de la idea de que no se puede entender bien a Ivonne sin primero conocer a su tío —el poderoso gobernador Víctor Cervera Pacheco—, Wilbert Torre ofrece un doble perfil. Cervera fue prueba viviente por varias décadas de la tradición caciquil yucateca. Conocía todas las artimañas priistas y aportó algunas propias; así se mantuvo como el hombre fuerte del estado durante 30 años. Aunque no tuvieran una relación afectuosa, Cervera ayudó a su sobrina a subir los primeros escalones del PRI local y, tras su muerte, Ortega se posicionó como cerverista. Pero el “cerverismo” probó ser poco más que una herramienta retórica. Mientras Cervera fue un modelo de austeridad, Ortega se rodeó de opulencia; él cultivó su base en los pueblos, ella cultivó su poder en el Distrito Federal, con la ayuda de Elba Esther Gordillo y Carlos Salinas; Cervera diversificó la economía del estado, Ortega dejó varios escándalos financieros y poca huella económica. Lo que sí tenían en común era un cierto populismo en cuanto al reparto de bienes y una tendencia despótica, más matizada en el caso del primero.

El Distrito Federal, hoy Ciudad de México, no es técnicamente un estado y hasta las reformas de los años noventa su regente gozaba de menos autonomía que esos funcionarios provincianos. De todas formas, como describe José Galindo, uno de los gobernantes capitalinos se convirtió en “el regente de hierro” y sirvió durante casi 14 años: Ernesto P. Uruchurtu. Sonorense de procedencia, abogado como Rojo Gómez y Alemán, rebasó la costumbre de servir durante un solo sexenio presidencial debido a una combinación de simple aptitud y amplia popularidad, la última proveniente de una visión de desarrollo urbano y vivienda que no favoreció los intereses de…

Andrew Paxman. Foto: Especial

Andrew Paxman (Londres, 1967) tiene una maestría por la Universidad de California, Berkeley, y un doctorado en historia por la Universidad de Texas. Es profesor en la División de Historia del Centro de Investigación y Docencia Económicas (cide), donde imparte clases en historia y periodismo, y es miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Es coautor de El Tigre. Emilio Azcárraga y su imperio Televisa (Grijalbo, 2000/2013), y autor de En busca del señor Jenkins. Dinero, poder y gringofobia en México (CIDE/Debate, 2016).

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