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Epigmenio Ibarra

28/09/2018 - 12:06 am

Se sabrá la verdad, se hará justicia

Se va Enrique Peña Nieto, comienza a caer con él todo el andamiaje político, militar, policiaco, judicial, propagandístico y mediático montado por su gobierno, a lo largo de 4 años, para evitar que se conociera la verdad y se hiciera justicia en el caso de los 43 normalistas de Ayotzinapa. 43 que representan a las más de 40 mil víctimas de desaparición forzada en este país convertido, por acción y omisión de gobernantes (como el propio Peña Nieto y su antecesor Felipe Calderón), en una enorme fosa clandestina. 43 que han mostrado al mundo la forma, a un tiempo despiadada y banal, en la que opera un régimen criminal para el que la vida de las y los ciudadanos no tiene ninguna importancia.

“Para los que de sangre salpicaron la patria,

pido castigo.

Para el traidor que ascendió sobre el crimen,

pido castigo.

Para el que dio la orden de agonía,

pido castigo.

Para los que defendieron este crimen,

pido castigo.”

Pablo Neruda

La verdad histórica de Peña Nieto y Murillo Karam no se sostiene. Foto: Cuartoscuro.

Se va Enrique Peña Nieto, comienza a caer con él todo el andamiaje político, militar, policiaco, judicial, propagandístico y mediático montado por su gobierno, a lo largo de 4 años, para evitar que se conociera la verdad y se hiciera justicia en el caso de los 43 normalistas de Ayotzinapa. 43 que representan a las más de 40 mil víctimas de desaparición forzada en este país convertido, por acción y omisión de gobernantes (como el propio Peña Nieto y su antecesor Felipe Calderón), en una enorme fosa clandestina. 43 que han mostrado al mundo la forma, a un tiempo despiadada y banal, en la que opera un régimen criminal para el que la vida de las y los ciudadanos no tiene ninguna importancia.

En una sola noche, de un solo golpe, 43 alumnos de una misma escuela fueron desaparecidos luego de una serie de ataques coordinados que costaron la vida a tres estudiantes más de la Normal Rural Raúl Isidro Burgos y a tres civiles que tuvieron el infortunio, tan común en este país, de cruzarse en el camino de los criminales. Los hechos se produjeron a sólo 3.5 kilómetros del cuartel del 27 Batallón de Infantería, en una zona de guerra donde la autoridad máxima sobre los distintos cuerpos policiales han sido los mandos y jefes del ejército mexicano (desde los tiempos de la guerra sucia, en la década de 1970, que tantas muertes y desapariciones aún no contabilizadas produjo).

Esa noche, hace 4 años, los militares estaban a cargo del C-4 que coordina las acciones policiales en la zona. Esa noche efectivos del ejército estuvieron en la escena del crimen haciendo seguimiento preciso de las acciones criminales, sin intentar siquiera intervenir. Esa noche, efectivos del ejército fotografiaron y agredieron a los sobrevivientes y se negaron a prestar ningún tipo de ayuda a los heridos; tres de ellos muy graves. Esa noche, en el Cuartel se supo, minuto a minuto, lo que sucedía en las calles y era su deber, es plausible suponer que lo cumplieron, haber informado de inmediato al Estado Mayor de la Sedena. Esa noche, los comandantes del agrupamiento o participaron de alguna manera en los hechos, cuestión que nunca se ha investigado, o son, por omisión, por no reaccionar, por no organizar una operación de persecución, búsqueda y rescate de los normalistas, corresponsables del crimen.

En la mañana del 27 de septiembre de 2014, apenas unas horas después de la desaparición de los 43, Enrique Peña Nieto fue informado de los hechos. Es razonable suponer que en el curso de la noche ya habían sido alertados los secretarios de Defensa, el general Salvador Cienfuegos, el de gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, y el Procurador general de la República, Jesús Murillo Karam. La inteligencia militar que tomó fotos a los sobrevivientes y advirtió al cuartel acerca de los enfrentamientos, el centro de mando y control de la Policía Federal, algunos de cuyos efectivos escoltaron a uno de los autobuses tomados por los estudiantes, el CISEN que monitoreó los movimientos de los muchachos desde su salida de la Normal, ya habrían mandado para entonces sendos informes a sus jefes sobre los hechos. Pese al cúmulo de información disponible, los secretarios de Estado, el procurador y el mismo Enrique Peña Nieto no dieron al asunto mayor relevancia. Aun sabiendo que, en los casos de desaparición forzada, las primeras 36 horas son cruciales para encontrar con vida a las víctimas, en el colmo de la banalidad de este gobierno que encabezaba y que termina, Peña Nieto no dictó a los altos funcionarios la orden de desplegar de inmediato las fuerzas federales para buscar a los 43 y, según ha trascendido, se fue a jugar golf.

En lugar de que el ejército se internara en los municipios de Cocula y Huitzuco, de que sus helicópteros sobrevolaran la zona y se lanzara una operación para rescatar a los normalistas con vida, comenzó una operación para sacar raja política del crimen. Todo se prestaba para ello: el controvertido alcalde de Iguala denunciado ante la PGR como asesino por sus propios compañeros era perredista. Sus nexos con el crimen organizado eran de sobra conocidos. Se armó la leyenda: los normalistas iban a sabotear un acto de la primera dama del municipio, ella pidió auxilio a los narcos que desparecieron y asesinaron a los estudiantes. El golpe podía alcanzar a López Obrador y destruirlo. Para que fuera letal urgía dar por muertos a los 43, pero antes había que ensuciarlos también para así, aprovechando la oportunidad, golpear a los sectores de oposición más radicales.

A lo largo de estos 4 años, el gobierno de Peña Nieto, ha revictimizado sistemáticamente a los 43. En su primer esfuerzo, utilizaron a muchos medios que servían entonces al régimen (y lo siguen sirviendo ahora) para presentar a los normalistas como delincuentes, en el mejor de los casos como vándalos, como provocadores, como guerrilleros. El propósito era sembrar en la opinión publica la convicción de que, de alguna manera, los 43 merecían, por no permanecer en sus aulas, por “revoltosos”, ser desaparecidos. El “se lo ganaron” (versión peñista del siniestro “se matan entre ellos” de Felipe Calderón), coartada del régimen para instaurar la masacre, fue ganando terreno en ciertos sectores de la población gracias al impulso de columnistas y presentadores de radio y TV que luego hicieron una denodada defensa de la “verdad histórica” de Murillo Karam.

Esta “verdad histórica” fue orquestada por Murillo, siguiendo las órdenes de Peña Nieto, con el propósito expreso de sepultar el caso de inmediato y evitar que se relacionara con el mismo a efectivos de la Policía Federal y del ejército mexicano, y se afectara así lo que a este gobierno saliente más le importa: su imagen pública. Con un descaro brutal y ante un grupo de periodistas que le dejaron mentir, aun conociendo testimonios sobre la presencia de militares en la escena de crimen, Murillo Karam aseguró que el ejército no salió esa noche del cuartel. Peña Nieto tenía prisa. Quería a los estudiantes muertos y el caso cerrado para que la nación “superará ese doloroso trance” y poder continuar con su “exitoso” mandato. Tenía que viajar a China.

Desaparecer a 43 personas de un solo golpe no es fácil. Menos todavía si se trata de 43 jóvenes de una escuela a la que ha caracterizado siempre su compromiso con las luchas sociales y sus constantes movilizaciones. Más complicado resulta desaparecer en una ciudad que está en una zona de guerra donde las fuerzas federales ahí destacadas tienen la obligación de mantenerse en estado de alerta y el Cuartel del 27 Batallón no sólo cuenta con un dispositivo de seguridad perimetral sino que despliega patrullas y efectivos de inteligencia para garantizar su seguridad a profundidad.

Controlar, capturar, transportar, desaparecer a 43 jóvenes en medio de un conflicto desatado en una amplia zona urbana exige: 1) masa de fuerza: al menos dos hombres por cada capturado, y más todavía si se considera que se les ha de ejecutar para luego desaparecer sus restos y toda pista que conduzca a establecer la identidad de los perpetradores; 2) poder de fuego suficiente para imponerse sobre los capturados y protegerse de posibles fuerzas enemigas; 3) control territorial para disponer de espacio y condiciones para cometer el crimen; 4) medios de transporte y comunicación para moverse con rapidez y estar enterados en tiempo real de las que suelen ser condiciones extremadamente volátiles en una zona de conflicto; 5) tiempo para ejecutar el crimen (ése se los regaló Enrique Peña Nieto); 6) unidad de mando para coordinar las operaciones y evitar dispersión; 7) doctrina: esa que establece la decisión inclaudicable de aniquilar al enemigo. ¿Cumplen con estas condiciones operacionales los carteles de la droga? ¿Tienen estos atributos las policías municipales? ¿Bastan unos cuantos agentes y un puñado de sicarios para ejecutar un crimen de esta magnitud? Siquiera suponerlo es un insulto a la inteligencia. Sólo una fuerza militar organizada, sólo efectivos del ejército mexicano pueden garantizar el éxito de una operación de esta envergadura.

Es preciso y pertinente recordar que durante la Segunda Guerra Mundial, cuando las fuerzas aliadas estaban a punto de liberar el campo de concentración de Bergen Belsen, los nazis decidieron comenzar a borrar las huellas de las masacres ahí perpetradas. Para hacerlo sin detener las operaciones de exterminio decidieron prescindir del uso de los hornos crematorios. En grandes fosas, cavadas con tractores, amontonaban los cadáveres, los rociaban con toneladas de kerosene y les prendían fuego. Luego con los mismos tractores trituraban los restos de huesos que quedaban, pues aun el fuego de esa intensidad no lograba deshacerlos. Finalmente vertían las cenizas en el caudaloso Río Neva. Esa misma fue la versión de los hechos que ofreció Murillo Karam, sólo que disminuido a 43 el número de los cadáveres que fueron incinerados, en una pila de troncos, con unas cuantas llantas en un día lluvioso, para luego triturar los restos a mazazos y verter las cenizas al Río San Juan, en realidad un arroyuelo. De nuevo nadie lo cuestionó. Tampoco cuando aseveró que, al menos la mitad de los normalistas se habían asfixiado en un trayecto de apenas 45 minutos, apilados en un pequeño camión. Patrañas, puras patrañas.

La doctrina de cualquier ejército establece el estudio de la historia militar. De ese estudio, de la trasmisión de la experiencia directa de las dictaduras latinoamericanas, de los manuales de contrainsurgencia, que hace parte de la formación de un oficial, sacaron en los años de 1970, los hombres del general Acosta Chaparro la idea de los vuelos de la muerte para arrojar al mar a los desaparecidos. Desaparecer a 43 de un golpe y dar una versión rápida y aparentemente plausible de las condiciones de su muerte, no podía hacerse de la misma manera; había que buscar una forma industrial de hacerlo. De ahí lo del basurero de Cocula.

La verdad histórica de Peña Nieto y Murillo Karam no se sostiene. Como tampoco el hecho de que soldados y oficiales del ejército y miembros de la policía federan hayan estado al margen de los hechos. La obstinada resistencia a que las puertas del cuartel se abran a los investigadores internacionales que no han podido tampoco entrevistar a jefes, oficiales y mandos del 27 batallón muestra claramente que hay cosas que la Sedena quiere ocultar. La campaña propagandística en contra de quienes, con pruebas y argumentos lógicos o como resultado de investigaciones periodísticas, intentan establecer la responsabilidad del ejército en la desaparición de los 43 sigue siendo tan virulenta, masiva y consistente como lo fue hace 4 años. Como enemigos de la patria y de la institución se nos considera a quienes pensamos que es preciso llegar a fondo del asunto y estamos convencidos de que “la verdad”, como dijo Andres Manuel Lopez Obrador a los padres de Ayotzinapa, “no debilita a las instituciones; las fortalece”. El ejército mexicano tiene la obligación de investigar, detener, presentar ante el fuero civil a jefes, oficiales y soldados que resulten involucrados en este crimen.

Un crimen que es de Estado pues llega hasta los más altos escalones de mando tanto civiles como militares, que va desde esa noche de Iguala hasta la residencia presidencial de Los Pinos. Enrique Peña Nieto, Salvador Cienfuegos, Miguel Ángel Osorio Chong deberán responder ante la justicia por no reaccionar de inmediato e intentar al menos rescatar con vida a los normalistas, y por su esfuerzo sistemático por obstruir la marcha de la justicia. También por la orquestación de la maniobra de encubrimiento, deberán responder Murillo Karam y su equipo de colaboradores que torturaron a los detenidos, sembraron evidencias, ocultaron pruebas, montaron espectáculos. No debemos olvidar tampoco, que para imponer su “verdad histórica” contó Peña Nieto con la deleznable colaboración de destacados columnistas y “lideres de opinión”, de periódicos y medios electrónicos. Unos por omisión, otros por acción, todos ellos deberán responder ante la nación y los funcionarios y jefes policiacos y militares ante un tribunal de justicia. También y sobre todo ante las madres y los padres de los 43 normalistas de Ayotzinapa a quienes han mentido, perseguido, denigrado impunemente.

Van Peña Nieto y los suyos de salida y yo, como muchas mexicanas y mexicanos, volviendo a Pablo Neruda digo: “No los quiero de embajadores, tampoco en su casa tranquilos, los quiero ver aquí juzgados, en esta plaza, en este sitio. Quiero castigo” para que así termine la impunidad, se repare el daño, se garantice la no repetición del hecho. Se sabrá la verdad, se hará justicia en Ayotzinapa y en Mexico. Sólo así caerá de verdad el régimen.

TW: @epigmenioibarra

Epigmenio Ibarra
Periodista y productor de Cine y TV en ARGOS. Ex corresponsal de Guerra en El Salvador, Nicaragua, Colombia, Guatemala, Haití, El Golfo Pérsico, Los Balcanes. Ha registrado, con la cámara al hombro, más de 40 años de movimientos sociales en México y otros países.

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