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Jorge Javier Romero Vadillo

30/04/2020 - 12:04 am

Barruntos de autocracia

López Obrador está usando su mayoría legislativa no para garantizar su programa de Gobierno, sino para desmantelar lo avanzado en los últimos 40 años, con el pretexto de que ha sido solo producto del neoliberalismo. El riesgo de regresión autoritaria es enorme.

El riesgo de regresión autoritaria es enorme. Foto: Galo Cañas, Cuartoscuro.

Primero fue el abstruso decreto de tono panfletario; inmediatamente después, la iniciativa para concentrar facultades extraordinarias en materia presupuestal sin recurrir a la Cámara de Diputados. Los indicios están ahí: el Presidente quiere concentrar el poder, arrebatarle al Congreso, espacio de pluralidad donde es obligado pactar y formar coaliciones, facultades esenciales que de suyo deben ser producto de la representación, cuando se trata de decidir los impuestos y cómo se gastan. 

La democracia moderna nació precisamente cuando el Parlamento inglés le arrebató al monarca la facultad de decidir no sólo los impuestos que se podrían cobrar sino cómo se deberían gastar. Aquella Revolución Gloriosa, que destronó a un rey y le concedió el título a otro a cambio de esa cesión fundamental de poder, engendró al primer régimen representativo de la modernidad.

Fue también el reclamo por tener representación en la decisión sobre la tributación lo que encendió la mecha de la guerra por la Independencia de las colonias británicas que se constituyeron en Estados Unidos. Que los impuestos sean decididos por aquellos que los van a pagar y que su uso también sea decidido de manera concertada es la base de la democracia representativa, su primera razón de ser, pues es el elemento principal que evita el ejercicio autocrático de la tiranía, además de que garantiza que los impuestos sean utilizados no para beneficio de quien controla el poder de exacción, sino para la provisión de bienes públicos y obras de interés colectivo. La modernidad política se basa precisamente en esa atribución del poder Legislativo, la cual siempre ha estorbado a quienes tiene aspiraciones absolutistas, sean o no bien intencionadas.

Las virtudes del arreglo que obliga a pactar los impuestos con los propios contribuyentes, representados en el cuerpo parlamentario, han sido ampliamente constatadas por la historia económica. El crecimiento económico británico, que arrancó en el siglo XVIII, frente al estancamiento de España o de Francia durante esa misma época, ha sido atribuido por diversos estudiosos, entre ellos el premio Nobel de economía de 1993, Douglass C. North, precisamente al hecho de que se restringió la capacidad arbitraria de exacción y se orientaron los recursos recaudados no a los caprichos de los monarcas, que usaban solo una parte de estos para generar bienes públicos mientras destinaban la tajada del león a su gasto conspicuo y a sus guerras para aumentar su capacidad de capturar rentas. 

De ahí que a los autócratas y a sus émulos en ciernes les moleste tanto eso de tener que pactar el cobro y el gasto de los dineros recaudados, pues preferirían decidir sin obstáculos su uso, en beneficio propio o en el de sus redes de apoyo. No es necesario que el uso discrecional del presupuesto vaya a los bolsillos del gobernante para que la exacción se convierta en un acto tiránico. También es un acto de arbitrariedad cuando los recursos sociales se reparten entre las clientelas políticas, sin criterios universales basados en derechos claramente establecidos, decididos por la representación de la pluralidad. Así, el pretexto distributivo del Presidente de la República no justifica su atentado contra el principio fundante de la democracia representativa misma.

Hace unos días, en un estupendo artículo que desmenuza las concreciones del inverosímil decreto y la aberrante iniciativa de López Obrador, presentada con carácter preferente, lo que descarna aún más las ansias presidenciales de hacerse con el control presupuestal de manera casi absoluta, los autores, Juan Jesús Garza Onofre, Sergio López Ayllón, Issa Luna Plá, Javier Martínez Reyes y Pedro Salazar Ugarte, juristas de la UNAM y el CIDE, señalaban que el Presidente se mostraba más cerca de Santa Anna que de Juárez. Si bien es cierto este aserto, tampoco se aleja mucho López Obrador del Benemérito, pues este fue especialmente aficionado a concentrar facultades extraordinarias, con base en el artículo 34 de la Constitución de 1857, para pasar por encima del Congreso y de la Constitución en materia hacendaria.

La historia de la construcción estatal mexicana ha estado marcada por la tensión entre el Congreso de la Unión y el titular del Ejecutivo. Juárez, que se hizo con la presidencia en 1858 con la bandera de la defensa de la Constitución, buscó a lo largo de los 14 años en los que ocupó virtual o realmente la Presidencia, controlar al Legislativo para que le otorgara facultades de emergencia, cosa que logró echando mano del fraude electoral para elegir diputados dóciles y su sucesor, Sebastián Lerdo de Tejada, lo emuló, al grado de que durante los nueve años de los que se conoce como la República Restaurada sólo durante 57 días, por supuesto no continuos, Juárez  y Lerdo gobernaron sin facultades extraordinarias.

Luego vino la ficción aceptada del pofiriato, cuando la constitución se cumplía hasta el más mínimo detalle, pero meramente como representación escénica, mientras era el señor Presidente quien decidía a los integrantes de la cámaras que sancionaban su voluntad. Después de la guerra civil que siguió a la caída del caudillo Díaz, el nuevo pacto constitucional se basó una vez más en la división de poderes con control presupuestal del Legislativo, pero muy pronto el nuevo caudillo, Álvaro Obregón, hizo todo por someter al Congreso para ganar discrecionalidad presupuestal.

En 1921, la mayoría del Congreso, articulada en torno al Partido Liberal Constitucionalista (PLC), se opuso a las intenciones presupuestales del Presidente Obregón, lo que desató la ira del caudillo, encaminado a convertirse de nuevo en la voluntad general encarnada. El enfrentamiento sólo pudo ser resuelto mediante maniobras políticas poco apegadas a derecho, que incluyeron el soborno de diputados del PLC y el respaldo económico a los partidos enemigos del PLC, el Nacional Agrarista y el Cooperatista. Al final, Obregón pudo eliminar la mayoría del PLC y estableció un mecanismo de control del Congreso que se basaba en la corrupción de los legisladores.

El nacimiento del Partido Nacional Revolucionario representó la siguiente fase en el sometimiento del Legislativo. El control monopólico de las elecciones por parte del PNR y la no reelección inmediata de legisladores fueron mecanismos diseñados para someter al Congreso y constituyeron la base para la consolidación de la presidencia omnímoda y autoritaria que caracterizó al régimen del PRI durante siete décadas. 

El desmantelamiento de la autocracia sexenal, a la vuelta de los años, tuvo como uno de sus objetivos centrales la recuperación del poder del Legislativo, convertido en un mero ratificador de la voluntad y las ocurrencias presidenciales. La desacralización de la Presidencia comenzó en la Cámara de Diputados y continuó en el Senado. El renacimiento gradual de la pluralidad, a partir de 1979 pero propulsada por el cataclismo electoral de 1988, fue crucial para el establecimiento de reglas democráticas para terminar con el monopolio del PRI. Desde 1997, la arbitrariedad presidencial fue contenida desde el Congreso y la negociación y la formación de coaliciones se volvieron cruciales para gobernar. López Obrador está usando su mayoría legislativa no para garantizar su programa de Gobierno, sino para desmantelar lo avanzado en los últimos 40 años, con el pretexto de que ha sido solo producto del neoliberalismo. El riesgo de regresión autoritaria es enorme.

 

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.

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