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Jorge Javier Romero Vadillo

04/04/2024 - 12:02 am

Una historia de policías

“El resultado está ahí: las policías destartaladas ya no sirven siquiera para reducir la violencia y contener la delincuencia con los viejos métodos de la corrupción priista”.

“Los policías de Campeche han levantado la voz y deberían ser oídos. Lástima que la gobernadora esté dedicada solo a la pantomima”. Foto: Michael Balam Chan, Cuartoscuro.

Campeche ha vivido hace  unos días manifestaciones poco habituales en un estado tradicionalmente apacible. Las movilizaciones, que adquirieron un tono en contra de la gobernadora Layda Sansores y su peculiar forma de demagogia, tuvieron origen en la protesta de los policías locales por sus pésimas condiciones laborales y su precario equipamiento, después de que enfrentaron un motín  en la cárcel de Cobén cuando fueron a apoyar un traslado de presos que iban a ser enviados a un penal federal.

Sobre el gobierno —es un decir— de Layda se puede hablar mucho y mal, pero en este caso lo relevante es la causa original de las manifestaciones. Los policías campechanos se han atrevido a levantar la voz para reclamar una situación que es común a todos los cuerpos policiacos civiles del país, los cuales enfrentan su trabajo sin capacitación suficiente, sin equipamiento adecuado, con salarios miserables y con un desprecio social generalizado frente a una tarea que merece la mayor consideración, tanto de la ciudadanía como, sobre todo, de los gobernantes.

Una de las grandes fallas en la construcción del Estado mexicano ha sido la falta de atención a la formación de policías civiles profesionales bien capacitados, bien equipados, respetables y respetados. La tarea policial ha sido tradicionalmente objeto de desprecio. Ser policía en México significa pertenecer al último nivel de la escala social, aunque en las últimas décadas los políticos han logrado situarse en el mismo nivel de aprecio ciudadano, con la diferencia de que la política sirve para enriquecerse, mientras que ser policía significa vivir en la pobreza, incluso sin seguridad social alguna en el caso de muchas corporaciones municipales, que ni a seguro de vida llegan.

Las jefaturas de policía fueron usadas, durante la época clásica del régimen del PRI, para darle empleo a jefes retirados de las fuerzas armadas, los cuales reproducían la relación jerárquica entre oficialidad y tropa, con los agentes tratados como soldados rasos,  sin derecho alguno, pero sobre todo, sin otra capacitación que la de saber apenas disparar un arma y blandir una porra.

Con salarios de miseria, los agentes del orden, que no de la ley, obtenían buena parte de sus ingresos de la prerrogativa que gozaban para negociar la desobediencia de las reglas y cobrar personalmente las infracciones menores, ya fuera una meada en la calle o un semáforo saltado. Claro que el usufructo de esa parcelita de rentas la tenían que compartir con sus superiores, por lo que debían ser bastante hábiles para obtener sus mordidas, como se llamaba en el lenguaje común al soborno pagado por las pequeñas violaciones a la ley.

El sistema funcionaba, mal que bien, para mantener cierto orden. Los delitos de mayor calado se gestionaban a partir de la venta de protecciones a las bandas criminales, siempre y cuando no se pasaran de la raya, no actuaran con violencia excesiva y se mocharan con los jefes, quienes, a diferencia de los agentes de a pie o los patrulleros, sí acumulaban fortunas considerables, hasta la obscenidad, como aquel siniestro Arturo Durazo que dirigió la policía de la Ciudad de México en los tiempos de López Portillo (1976—1982).

Pero no sé por qué narro esta historia en pasado, si en la mayoría de los casos  las cosas no mejoraron nada con el final del régimen del PRI y con la alternancia política, que supuestamente debió crear incentivos para que los gobiernos locales profesionalizaran a sus policías. Tal vez me vino el tiempo pretérito a la cabeza porque en la mayoría de las ciudades y de los estados las cosas han empeorado, en lugar de mejorar. Desde los tiempos de Calderón, el ejército se dedicó a desmantelar cuerpos policiacos locales, con el pretexto de que estaban controlados por las organizaciones criminales y la posibilidad de pedir la intervención de las fuerzas federales para atender problemas de criminalidad ha reducido los incentivos de los gobiernos locales para mejorar sus policías.

Durante el gobierno que por fin termina, se eliminaron los fondos federales  destinados a la mejora policial municipal y de manera flagrante, el Presidente de la República y los altos mandos de las fuerzas armadas decidieron no cumplir con el mandato de la reforma constitucional de 2019 de fortalecer a las corporaciones civiles de seguridad, para que pudieran ser retirados los militares.  Tampoco obedecieron en lo que toca a la construcción de la Guardia Nacional como un cuerpo profesional civil.

El resultado está ahí: las policías destartaladas ya no sirven siquiera para reducir la violencia y contener la delincuencia con los viejos métodos de la corrupción priista. Su capacidad técnica y su equipamiento es mucho menor que el de las bandas criminales y no pueden siquiera contener un motín que pone en riesgo su seguridad personal. Una tragedia frente a la que las candidatas no presentan alternativa.

Los policías de Campeche han levantado la voz y deberían ser oídos. Lástima que la gobernadora esté dedicada solo a la pantomima.

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.

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