LECTURAS | La novela sobre mexicanos en el pabellón de la muerte de EU, de David Lida

05/11/2016 - 12:05 am

Dos regalos para los lectores de Puntos y Comas, la revista semanal de libros de SinEmbargo. Por un lado, uno de los capítulos de Circunstancias atenuantes, la nueva novela de David Lida en Tusquets, publicado con autorización de Editorial Planeta México. El mismo autor ha decidido que ése es el capítulo que quiere compartir.

Por otro lado, Lida, por invitación de Puntos y Comas, nos ha escrito una introducción a su propia obra.

La semana que viene, como nunca en la historia, el futuro de los mexicanos está en juego en Estados Unidos, cuando los ciudadanos deban decidir entre Hillary Clinton y un embrión de dictador, Donald Trump. No olvidaremos este proceso electoral en muchas décadas. Diremos: estuvimos, o estamos en un gran peligro.

Pero muchos mexicanos viven su propio infierno allá, hoy, sin Trump, sumidos en un sistema judicial colapsado. Esta novela navega entre esos y los que están acá, en México; las familias que, muchas veces, pierden toda esperanza.

Dejemos al autor que nos cuente.

David Lida. Foto: Christophe von Hohenberg, especial para SinEmbargo
David Lida. Foto: Christophe von Hohenberg, especial para SinEmbargo

El especialista en atenuantes

Por David Lida

Ciudad de México, 5 de noviembre (SinEmbargo).– Desde hace nueve años, empecé a trabajar como lo que se llama en inglés un mitigation specialist: un especialista en atenuantes. Hago investigaciones para abogados de Estados Unidos que defienden a los mexicanos indocumentados, encarcelados en el gabacho, acusados de homicidio y enfrentando la pena de muerte. Empiezo haciendo entrevistas con ellos en la cárcel, y luego hablo con sus familias, colegas, compañeros, maestros y doctores: cualquier persona que me puede dar un fragmento de la historia de sus vidas.

Las vidas de los encarcelados suelen tener elementos como el abuso, el descuido, la pobreza extrema, la violencia intrafamiliar y las discapacidades mentales. Esos son los atenuantes, y pueden ser una herramienta importante para el abogado defensor, en su intento de negociar algo mejor que la muerte del inculpado con el fiscal, el juez o el jurado.

Soy de Nueva York, pero he vivido en México desde 1990. Con este trabajo he viajado a lugares tenebrosos –ranchos, pueblos, ciudades desiertas– donde vive gente tan marginada que se ha visto obligada a irse sin documentos a Estados Unidos para buscar una mejor suerte. También he compartido con ellos, en las comunidades de las afueras de las ciudades norteamericanas, donde viven escondidos haciendo los trabajos que los gringos no quieren hacer. No exagero cuando digo que he visto pueblos enteros en Estados Unidos en donde, si todos los mexicanos indocumentados desaparecieran repentinamente, no habría una sola persona para preparar una comida en un restaurante, hacer una cama en un hotel, cultivar un jardín o podar un árbol.

Desde el primer día en que empecé a trabajar en mitigation, me di cuenta de que tuve acceso a un México que ni mis amigos mexicanos tuvieron. En el capítulo adjunto de mi novela, Circunstancias atenuantes, verán cómo es una jornada de trabajo para un mitigation specialist.

Les invito a todos los lectores de SinEmbargo a la presentación del libro en la Ciudad de México, que será el 16 de noviembre, a las 19:00 horas en el centro nocturno El Imperial, en la calle de Álvaro Obregón 293, colonia Roma Norte.

portada-david-lida

Donde el diablo perdió el sombrero

La casa era cuadrada y achaparrada, hecha de tabiques y cemento. Uno de esos días a lo mejor hasta terminaban de pintar la fachada. Era de un solo piso, con varillas sobresaliendo del tejado. En pueblos como Ojeras, las varillas representan la esperanza: esperanza de que, un día de esos, tal vez habrá dinero para construir el segundo piso.

La mujer que se asomó a la puerta era mucho más baja que yo, y su cara estaba llena de arrugas. Llevaba el pelo gris alzado en un chongo, y sólo el botón superior de su suéter negro estaba abrochado sobre su pecho. Aunque parecía la hermana menor de La Momia, probablemente aquella mujer no pasaba de los sesenta años. Así de despreocupada era la vida en pueblitos como este.

—Perdone que la moleste, señora —dije, ofreciéndole una sonrisa amistosa—. Estoy buscando a una persona que creo que vive en este pueblo. Se llama Juventino Escobar.

Aunque me entendía a la perfección, yo sabía que la mujer se tomaría todo el tiempo del mundo para examinarme con recelo antes de responderme. Porque, ¿quién era yo? Un gringo flaco, con el pelo demasiado largo, vestido con unos jeans negros y una camisa blanca arrugada con los puños arremangados. Mi presencia allí no podía significar nada bueno. ¿Querría yo acaso secuestrar a Juventino? ¿Arrestarlo? ¿Venderle drogas, o tal vez comprarle? ¿Debería confiar en alguien con un acento como el mío? ¿No sería yo acaso un agente del FBI? ¿De la CIA? ¿De la DEA? ¿De Disneylandia?

—¿De casualidad conoce usted a Juventino? —le pregunté. No me iba a quedar parado ahí frente a su puerta todo el día, sobre todo en aquel sol ardiente de principios de septiembre que parecía calcinar la tierra tras las lluvias. Si la mujer aquella pensaba que la existencia de sus vecinos era secreto de estado, siempre podía recurrir a la siguiente casa. O a la que le seguía; y luego a la que le seguía a esta; todas provistas de sus valientes varillas.

—No —dijo ella finalmente—. No lo conozco.

Okay —respondí—. Muchas gracias, señora. Lamento haberla molestado.

Me di la vuelta. El taxi en el que viajaba estaba aparcado del otro lado de la calle.

—Pero conozco a su mamá.

Me detuve en seco.

—Excelente. ¿Dónde vive?

—Dicen que a lo mejor ya regresó. Del gabacho. Pero no sé.

«El gabacho», pensé. También conocido como «Los Estéits», «Norteamérica», «Gringolandia», o «el otro lado».

Le hice señas al taxista para que se acercara. A pesar de todos los años que llevaba viviendo en este país, nunca logré entender las indicaciones que los mexicanos brindan a la hora de dar una dirección. Nunca te dicen que gires en dirección este u oeste; siempre es «arriba» o «abajo».

El taxista vivía a dos horas de ahí, en Puroaire. Era un sujeto delgado, de cabello corto y sonrisa agradable. Y mientras la mujer le explicaba cómo tenía que subir para tal lado, y bajar hacia aquel otro hasta llegar al final del arcoíris, él asentía sabiamente, como si comprendiera a la perfección lo que la señora le decía. Puede que el taxista hubiera estado en Ojeras antes, pero la verdad es que casi no conocía el pueblo, y de hecho, se las arregló para extraviarnos de camino.

—¿Entendiste lo que te dijo? —le pregunté, una vez que regresamos al taxi.

—Sí, a la perfección —dijo. Luego se quedó callado un segundo y añadió—: Y si resulta que no, siempre podemos preguntarle a alguien más.

Tal vez en algún momento del año 3000, los políticos locales decidirían que bien valía la pena pavimentar el resto de las calles de Ojeras, y no sólo sus dos avenidas principales, en vez de robarse descaradamente el dinero de los fondos públicos; aunque no les aconsejo que esperen parados mientras eso sucede. Atravesamos las calles de tierra y levantamos remolinos de polvo, mientras pasábamos frente más de esas casuchas bajas y rechonchas, con sus varillas apuntando al cielo.

La plaza del pueblo era tan pequeña que cabría en mi billetera. Estaba rodeada de árboles, los cuáles habían sido podados en forma de cubos perfectos, y parecían malvaviscos verdes montados sobre palillos. Había también cuatro bustos que representaban lo que los mexicanos llaman «los hombres ilustres»: poetas, profesores y políticos locales. El reloj sobre el esmirriado chapitel de la iglesia marcaba eternamente las tres menos diez.

Varios adolescentes morenos pateaban una pelota de futbol, a pesar del calor de la tarde. Iban vestidos con bermudas y usaban las gorras vueltas al revés. Dos chicas apenas mayores que ellos parloteaban mientras se paseaban por la calle; las dos estaban embarazadas. Una señora, cubierta con un delantal azul, espantaba las moscas de las quesadillas que acababa de freír en aceite hirviente para unos clientes invisibles, junto a una mesa de plástico cubierta de un mantel a cuadros, también de plástico. Había pocos hombres en aquel pueblo. Los ausentes seguramente estarían en el gabacho.

Entre más nos alejamos del centro del poblado, más primitivas se volvieron las casas, con tapias de adobe y planchas de madera en vez de paredes, y láminas corrugadas en vez de techos. Muchas tenían plásticos desgarrados a modo de ventanas, y puertas inclinadas y torcidas, aseguradas con cadenas o candados, o simplemente sin protección alguna. Finalmente llegamos hasta un cráter inmenso, cubierto de piedras y lodo; un círculo que medía unas tres cuadras de diámetro, con unos quince metros de profundidad, y que parecía la superficie de un planeta inexplorado. Del otro lado de aquella hondonada se levantaban más casuchas.

—La señora vive en el terreno de allá arriba —dijo el taxista—. Lo siento, pero mi carro no puede pasar por aquí.

—No te preocupes, caminaré.

Trepar por entre las piedras y el lodo sería mi ejercicio de aquel día. Traté de rodear los charcos caldosos de aguas salobres, algunos de los cuales presentaban brillantes espirales tornasoladas sobre la superficie. Al fin y al cabo, sólo tendría que hacer el viaje de ida y vuelta una sola vez, mientras que la pobre madre de Juventino debía hacerlo día tras día, si es que su hijo le daba algún dinero para el mandado.

Tenía muchas esperanzas en Juventino. Había estado casado con Marta, una de las hermanas mayores de esperanza. Y su testimonio prometía, sobre todo porque no era un miembro directo de la familia, y porque él y Marta se habían separado varios años atrás y vivían en pueblos distintos. Juventino no tenía nada que perder, nadie a quien proteger, ningún papel diplomático que representar. Con un poco de suerte, incluso estaría interesado en desembucharlo todo sobre la familia de esperanza. Un testigo como él podía revelar toda clase de ropa sucia.

Para cuando terminé de cruzar el cráter, mis tenis negros estaban cubiertos de lodo. Las chozas que se levantaban frente a mí estaban tan desvencijadas que daban la impresión de que se derrumbarían todas si te apoyabas contra una de las paredes. Un viento cálido y seco levantó una polvareda. Si la mugre fuera valiosa, la gente de Ojeras sería millonaria.

En medio del camino estaban echados cuatro perros, de colores que iban del gris mate al café con leche. La mamá de la jauría parecía cubierta de sarna y tenía alrededor de diecinueve tetas, todas infladas de leche. Sus hijos eran flacos. Podía verles las costillas, a través del pelaje que se alzaba y se comprimía con cada respiración que daban. Gruñeron cuando me dirigí hacia ellos. ¿Qué rayos estarían protegiendo? ¿acaso alguien guardaba un cargamento de algo ilegal dentro de alguno de esos jacales destartalados? no era algo que uno pudiera detenerse a preguntar en un arrabal mexicano.

Los perros gruñeron más fuerte cuando me aproximé. El más pequeño, un chucho gris y melenudo, se levantó y lanzó agudos ladridos con toda la fuerza de sus pulmones ¿Por qué siempre son los perros más insignificantes los que ladran como si se hubieran tragado un micrófono? Corrió hasta alcanzarme.

—Tranquilo —murmuré, con suavidad pero con un toque de firmeza. Siempre había creído que los perros se calmaban cuando uno les hablaba de esta manera, aunque en realidad nunca funcionaba. Sólo conseguí que ladrara más fuerte.

Pues que ladre, pensé. Lo ignoré y seguí andando. Yo le caía bien a los perros, o eso era lo que solía pensar, hasta que el hijo de puta ése me mordió la pierna a la altura del tobillo y me abrió la carne. Le lancé una patada para alejarlo. La mordida me dolió, aunque el susto fue más grande. Me quedé ahí de pie, mirándolo ladrar mientras le reprochaba en silencio: «¿Cómo pudiste?».

Me agaché y me bajé el calcetín. Estaba sangrando. No profusamente, sino más bien en forma de un hilillo constante. Los abogados de esperanza estarían encantados cuando se enteraran de aquello: ahí estaba la prueba de mi dedicación al trabajo, escrita en sangre. No sólo estaba yo dispuesto a arrastrarme por el polvo y el lodo, sino que incluso dejaba que los perros me mordieran con tal de salvar la vida de esperanza Morales. Miré al chucho con el ceño fruncido. el maldito seguía ladrando. Hice la pierna para atrás, como si estuviera a punto de patearlo de nuevo, pero el animal ni siquiera se movió.

Entonces me di cuenta de que tenía público, ahí afuera de la última casa de la derecha. Había una mujer sexagenaria, de robustas piernas clavadas en la tierra como dos robles. El resto de su cuerpo era una masa temblorosa bajo el sarape rayado que llevaba puesto a pesar del calor del mediodía. Las otras dos llevaban jeans y camisetas y tenían los vientres henchidos de las mujeres que han pasado por múltiples embarazos. Una sacaba piedrecillas de los frijoles que limpiaba en un tazón; la otra doblaba prendas harapientas que bajaba del tendedero. Una niña pequeña se me quedó viendo. Las tres adultas ignoraban la presencia del gringo, que inspeccionaba su mordida ahí en frente de ellas. Pensé que tal vez mi sufrimiento haría que las mujeres sintieran pena por mí y me ayudaran.

Cojeé directamente hacia la más vieja. si aquella no era la madre de Juventino, yo era Pancho villa.

—Buenas tardes —le dije—. ¿Es usted la señora Escobar?

La mujer sólo se me quedó viendo. ¿Quién carajos era yo? ¿Y cómo sabía su nombre?

—¿Es usted la mamá de Juventino? —pregunté.

No diría que sí ni que no, hasta que no supiera qué era lo que yo quería. simplemente se quedó mirándome, con los brazos cruzados sobre el pecho.

—¿Está Juventino? —le pregunté—. Tenemos amigos en común en los Estéits. Le traigo saludos de parte de esperanza Morales.

—Déjeme ver si está —dijo, y entró a la casa.

Me volví y les sonreí a las otras dos mujeres. eran las hermanas de Juventino, o tal vez sus cuñadas. una tenía clavados los ojos en el tazón de los frijoles; la otra había puesto un brazo en torno a los hombros de la niña que me miraba, con ojos enormes y castaños, como si yo fuera el Hombre Lobo.

—Hola, guapa —le dije, y la saludé con la mano. La niña enterró la cara en el pubis de su madre.

Juventino salió de la casa de adobe. era bajo, delgado, nervudo. Llevaba una maltratada gorra de los vaqueros de Dallas. Un grueso bigote oscuro, digno de un héroe de la revolución, y una barba de tres días. Tenía ojos negros y acuosos, y usaba una camiseta gris salpicada de infinidad de pequeños agujeros; imposible saber de qué color habría sido aquella prenda originalmente. También llevaba una medalla de la virgen de Guadalupe colgada del cuello. Le dije que me llamaba Richard, y le di la mano.

—Vengo de parte de Esperanza Morales —le dije—. ¿Podríamos hablar unos minutos?

—Seguro —dijo él.

Estábamos parados sobre el sendero que conducía a su casa.

—Gracias —le dije—. ¿Dónde podemos hablar?

—Aquí.

Eché un vistazo a mi tobillo. La sangre comenzaba a empapar la mugre y el lodo de mis tenis.

—¿Podríamos sentarnos en alguna parte? —le pregunté—. Uno de esos perros de allá abajo me mordió, y estoy sangrando.

Juventino echó un vistazo a su alrededor.

—Puedes sentarte ahí —dijo, y señaló una pila de rocas con la barbilla.

Yo podría llevar diez años viviendo en Ojeras y ni así me habría invitado a pasar al interior de su casa. Me senté en cuclillas sobre las piedras; saqué la libreta de taquigrafía de mi mochila, y un bolígrafo de mi bolsillo. Juventino me miraba desde arriba como Zeus.

—Sabes que Esperanza está en la cárcel, ¿verdad? —le pregunté.

Guardó silencio un momento, como si le hubiera hecho una pregunta capciosa.

—Creo que algo así escuché.

—Está encarcelada en Luisiana, en el gabacho. La acusan de asesinato —dije—. El fiscal quiere darle la pena de muerte, Juventino.

—Uf —dijo él, y alzó la barbilla, en una suerte de mohín ambiguo. No sabría decir si sintió pena por ella, o admiración por su logro.

Aquello de la pena de muerte era una versión simplificada del caso. a esperanza la acusaban de cometer homicidio en contra de un bebé, lo cual la calificaba para recibir la pena capital. La fiscalía había declarado que posiblemente pelearía por obtener la pena máxima, pero eso era lo que siempre decían cuando la víctima era menor de siete años. El fiscal podía cambiar de opinión en cualquier momento, incluso durante el juicio, e incluso aún mientras el jurado deliberaba. Y hasta que el fiscal del distrito no se decidiera a jugarse el todo por el todo o a aceptar un acuerdo de culpabilidad a cambio de una pena menor, el estado estaba obligado a pagar mis investigaciones.

Dejé que la idea de la pena de muerte le hiciera un poco de mella, antes de continuar:

—Yo trabajo para la abogada de esperanza. soy un investigador de circunstancias atenuantes. Mi trabajo consiste en averiguar su historia de vida, y así demostrarle a la fiscalía que Esperanza no es un monstruo, sino un ser humano que merece clemencia; alguien que no merece morir.

Dije todo esto muy despacio, en un tono de voz lo más bajo posible. La madre y las hermanas de Juventino estaban a menos de tres metros de distancia de nosotros y fingían no enterarse de nada.

—Tú estuviste casado con Marta, ¿no es verdad?

—Sí.

—¿Cuándo fue eso?

Juventino arrugó la cara, como si le hubiera pedido que resolviera un problema de cálculo multivariable. No respondió.

—¿Cuándo fue que tú y Marta se separaron?

—Fue hace mucho tiempo.

Okay, ¿pero hace cuánto?

Silencio.

—¿Hace un año? ¿Hace cinco? ¿Hace más tiempo?

Asintió.

—Sí —dijo.

El paso del tiempo, para los habitantes de los pueblos pequeños, es siempre algo vago. A veces era necesario seguir adelante con las preguntas, sin prestarle demasiada atención a la cronología. Esperaba que Marta pudiera ser más específica cuando fuera a buscarla a Morelia.

—Cuéntame de su familia —le pedí.

—Eran buena gente —respondió.

«Buena gente». Siempre todos eran «buena gente». La mayor parte los condenados a muerte provenían de familias en cuyo seno el abuso, el maltrato, la violencia, la pobreza y la desnutrición eran la norma. Y si dabas en el clavo encontrabas trastornos del aprendizaje, daño cerebral o incluso enfermedades mentales, lo cual era bueno porque según la Suprema Corte de Justicia de los Estados Unidos, no puedes condenar a muerte a una persona que padece discapacidades mentales. Pero lo que los testigos siempre te decían es que todos ellos eran «buena gente».

—¿Buena gente en qué sentido? —le pregunté.

—Buena gente —me respondió, de manera socarrona.

—¿Pero buena gente cómo? ¿Buena gente, por trabajadores? ¿O porque eran generosos y le regalaban su comida y su dinero a otras personas que lo necesitaban más? ¿O porque eran cariñosos con sus perros y sus gatos?

Proporcionar una lista de respuestas como esta es lo que se conoce como «dirigir al testigo», y se supone que no debes hacerlo. Se supone que durante las entrevistas debes sentarte ahí y guardar silencios tan largos como un convoy de camiones; esperar a que los testigos respondan solos, hasta que el pelo se te vuelva blanco y los dientes se te caigan; o hasta que un arqueólogo encuentre tu cuerpo fosilizado en el desierto tras la última glaciación. Pero en el mundo real, y especialmente con gente como Juventino, a veces había que proporcionarles un menú de respuestas de entre las cuáles pudieran elegir alguna.

—Eran muy trabajadores —dijo. Se quitó la gorra y se apartó el pelo negro de la frente—. Don Fernando, el papá de esperanza, me ayudó a encontrar trabajo.

Leyendo entre líneas: tal vez don Fernando golpeaba a su esposa y a sus hijos con la sartén todas las noches después de la cena; tal vez le robaba a sus vecinos, o violaba a sus nietas, o en una especie de mal viaje de reminiscencias aztecas, les arrancaba los corazones a sus contemporáneos y se los comía mientras aún latían. Pero como alguna vez ayudó a Juventino a encontrar trabajo de albañil o de jornalero, entonces ya era «buena gente».

—¿Y esperanza? ¿Cómo era ella?

—Tranquila —respondió.

Cómo llegué a odiar esa palabra. «Tranquila»: calmada, pacífica, callada. Todos y cada uno de los mexicanos presos en Estados Unidos son, ante todo, «tranquilos», por lo menos según los testimonios de sus parientes y sus amigos, sus colegas y compañeros de clase, sus profesores y médicos.

—¿Tranquila cómo, Juventino? —le pregunté. Y él me miró como si yo fuera idiota. ¿Cuántas maneras de ser tranquila podían haber?—. ¿Tranquila, como que era muy callada y no hablaba mucho? ¿Tranquila, como que era amable y ayudaba a la gente? ¿Tranquila, como que de haber un problema ella trataba de resolverlo?

Juventino se detuvo a considerar las opciones del menú, y entonces algo pareció ocurrirle a su rostro. Su ceño se relajó, y sus ojos adquirieron un lustre opaco, como el glaseado con que cubren la rosquillas de Krispy Kreme. Se había rendido. Todo aquello era demasiado complejo para él. Traté de traerlo de vuelta a la realidad:

—Recuerda, Juventino —le dije—, que el estado de Luisiana quiere matar a Esperanza. Estoy tratando de salvarle la vida.

Me bajé de nuevo el calcetín para echarle otra mirada a mi herida. Las marcas de colmillos y la sangre y la mugre comenzaban a verse como el boceto preliminar de una pintura abstracta. Iba a tener que comprar una botella de yodo de regreso a Puroaire; tal vez incluso tendría que acudir al médico. Me reembolsarían todos los gastos. aunque por el momento yo creía, contra todo pronóstico, que tal vez la visión de mi herida ayudaría a que Juventino recordara algún detalle notable de su cuñada o de la familia de esta.

—No hablaba mucho —dijo. Alzó las manos e inclinó la cabeza hacia un lado—. Al menos no hablaba conmigo. Pero era buena gente.

Por espacio de los siguientes veinte minutos traté, por todos los medios posibles, de sacarle algo, cualquier cosa. Le hice las mismas preguntas cinco veces seguidas, con ligeras variaciones, y le ofrecí todas las opciones que se me ocurrieron. Pero si acaso Juventino llegó a responderme más de tres palabras fue un milagro. Y llegamos al punto en el que ya no se me ocurría nada más qué decirle. Me le quedé mirando, impasible, esperando que el espejo de mi rostro le inspirara algún recuerdo.

Se dio cuenta de que yo estaba insatisfecho. Se encogió de hombros.

—¿Qué quieres que te diga? —preguntó, aunque en este caso era sólo una figura retórica. Pero yo ya le tenía preparada una respuesta.

—¿Qué es lo que quiero que me digas, Juventino? ¿Realmente quieres saberlo? Te lo diré: quiero que me cuentes una historia. Pero, por favor, tiene que ser una historia horrible. Una anécdota de pobreza y de miseria, de incesto y de abuso sexual, de hambre y de terror, una historia de violencia familiar tan espantosa y espeluznante que le provoque pesadillas para siempre a quien la escuche. Y si puedes incluir algo de retraso mental, ya ganamos.

«Pero tiene que ser una narrativa dramática aristotélica, que corresponda con el orden fundamental del universo. Tiene que ser justamente eso: una cadena de causas y efectos que inicia el preciso día en que esperanza vino a este mundo miserable, y que llega a su inevitable clímax en el momento en el que decide matar a su bebé, lo cual ineludiblemente conduce a su arresto, y como desenlace, mostrar que en la cárcel se portó siempre como una santa, que ya no constituye ningún peligro para la sociedad sino que se trata de una persona productiva y arrepentida.

«¿Me entiendes, Juventino? Pero lo más importante de todo es que la historia tiene que ser devastadoramente triste. El dolor, la aflicción y la desolación tienen que ser tan abrumadores, tan aplastantes, que hagan que hasta el fiscal de distrito más duro y vengativo de Luisiana rompa en llanto tras escucharla. Una historia que sea tan desgarradora que los jurados prefieran suicidarse antes que condenar a esperanza a la cámara de gases».

Pero claro que no le dije nada de esto realmente. Me di cuenta de que Juventino no tenía nada que contar, absolutamente nada que decir sobre esperanza y su familia. ¿Cómo podría ser de otro modo? En la media hora que llevaba ahí, yo lo había forzado a decir más de lo que seguramente había conversado en un mes entero. Le había pedido que reflexionara sobre cosas en las que jamás se había puesto a pensar, cosas que no tenían nada que ver ni con su existencia ni con su supervivencia. En Ojeras, Juventino se dedica a la siembra de maíz y frijol de temporada, y en los intervalos entre las tareas agrícolas, pone cemento y repella paredes. Eso cuando no se encuentra en California, en Ohio o en Carolina del norte, escondido entre las sombras y mendigando cualquier empleo que le proporcione un poco de dinero que enviar a casa, a su madre y a sus hermanas.

—Juventino —le dije—, cuando regrese a Estados Unidos lo que haré será preparar informes para los abogados de esperanza, donde les cuento las conversaciones que tuve con todas las personas con las que hablé. Como generalmente suelo hablar con un gran número de gente, a veces me doy cuenta de que se me pasó preguntar algo importante. Si eso pasa, ¿estás de acuerdo en que te hable?

—Claro —respondió.

—¿Cuál es tu número de teléfono?

Por un instante sólo escuchamos el trino de los pájaros sobre los árboles. Finalmente, respondió:

—No tengo teléfono.

—¿No tienes teléfono en tu casa? —Juventino negó con la cabeza—. ¿Celular?

—No.

Okay —dije—. ¿Cuál es tu dirección?

Juventino señaló la casita de adobe.

—Vivo ahí.

Asentí.

—¿Pero cómo se llama esta calle?

Otro largo silencio.

—¡Mamá! —gritó Juventino—. ¿Cómo se llama la calle donde vivimos?

La señora temblorosa envuelta en el sarape se encogió de hombros. Que no conocieran el nombre de la calle en donde vivían no es tan descabellado como podría parecer. En los pueblos como Ojeras la gente no suele localizar sus domicilios según el nombre de una calle o el número de una casa, sino que emplean una suerte de bitácora de viaje: «Bajando la panadería», dicen, o «subiendo hacia donde vive la abuelita de Lula», o «ahí junto a donde los perros mordieron al gringo». Juventino vivía en la última casa de la última calle al final de un pueblo remoto enclavado en el medio de la nada. Como dicen aquí: donde el diablo perdió el sombrero. Era muy posible que aquella calle ni siquiera tuviera nombre. De haber existido un letrero, la mitad de los residentes de aquel lugar no habrían sido capaces de leerlo.

—Nomás póngale Ojeras —dijo Juventino—, en el municipio de Puroaire, estado de Michoacán, México.

Me pasó por la mente que todo aquello podría ser una elaborada tomadura de pelo. Que Juventino me estaba ocultando cosas y que, malévolamente, se hacía el tonto porque algo se traía entre manos: recelo, obstinación malsana, una venganza mezquina contra Marta o esperanza. Pero cuando miré sus ojos opacos como glaseado de rosquilla mi instinto me dijo que aquel tipo no era ni lo bastante inteligente, ni lo bastante obstinado como para retener información importante. Simplemente no tenía ninguna información en absoluto. A veces sucedía que los testigos más prometedores resultaban ser tremendas decepciones, pero rara vez era culpa de ellos. Ellos te ayudarían, si tan sólo pudieran hacerlo.

Puse una mano sobre su hombro.

—Gracias por su ayuda —le dije.

—Para servirte —respondió.

Guardé mi libreta en la mochila, metí el bolígrafo en mi bolsillo y me incorporé para marcharme.

—¿Cómo dijiste que te llamabas? —preguntó Juventino.

—Richard —le contesté.

—¿Te puedo hacer una pregunta? —dijo él.

—La que quieras.

Se rascó la barriga.

—¿Es culpable?

Frecuentemente la gente me pregunta eso. Y la mayor parte de las veces la respuesta era: «a güevo que sí», aunque yo jamás les respondía eso.

—Honestamente no sabría decirte, Juventino —le dije—. Yo no estuve ahí cuando sucedió. Y, en este caso, hay un par de cosas que no tienen sentido. Por el momento estoy tratando de convencer al fiscal de que no la mate. Si logramos que descarten la pena de muerte, tendremos más opciones.

Como la cadena perpetua sin libertad condicional, por ejemplo. una vida entera mirando barras de metal y muros de concreto, incluso si esperanza llegaba a vivir doscientos años.

Juventino asintió.

—Yo no creo que ella mató a su bebé —dijo.

Contuve el aliento. Nunca sabes qué pequeño milagro guarda la gente bajo la manga.

—¿Por qué lo dices, Juventino?

Se encogió de hombros.

—Porque es buena gente —dijo.

Regresé cojeando hasta el taxi. El conductor arrancó el auto y emprendimos el viaje de regreso. Sentí un instante de júbilo al mirar por la ventana, salpicada de insectos muertos, y comprobar que el pueblo iba quedando atrás y que ingresábamos en la autopista. Nos llevó dos horas y media llegar hasta allá, y nos tomaría la misma cantidad de tiempo regresar. Más la hora que pasé en Ojeras, y la hora que me tomaría escribir el informe. Siete horas de trabajo: setecientos dólares. Nada mal, siempre y cuando no me contagiara de rabia.

en Sinembargo al Aire

Opinión

Opinión en video

más leídas

más leídas