Leopoldo Maldonado
06/10/2023 - 12:02 am
Tlatelolco y Ayotzinapa en la senda de la negación
Aun y cuando no niega la participación del Ejército en ambos hechos atroces es importante dilucidar cómo el actual Jefe del Poder Ejecutivo trata de disminuir, o de plano, diluir la responsabilidad histórica, política y legal de la institución castrense.
La semana cierra con dos declaraciones decepcionantes del Presidente Andrés Manuel López Obrador. Tomando en cuenta que su ejercicio de Gobierno tiene en la comunicación política su basamento central, no podemos dejarlas de lado. Por un lado, señala que el Ejército sólo recibió órdenes para cometer la masacre de estudiantes el 2 de octubre de 1968 en la Plaza de las Tres Culturas. Por otro lado, “exonera” al Ejército y relativiza su participación en el caso Ayotzinapa.
Aun y cuando no niega la participación del Ejército en ambos hechos atroces es importante dilucidar cómo el actual Jefe del Poder Ejecutivo trata de disminuir, o de plano, diluir la responsabilidad histórica, política y legal de la institución castrense.
En Tlatelolco encontramos un hito de la represión del Estado contra la disidencia que daría pie a la radicalización de las luchas cívicas-estudiantiles-populares por la democratización del país. La expresión armada de estas luchas durante las décadas subsecuentes, daría pie a una reacción todavía más violenta y desproporcionada en el episodio de Violencia de Estado que conocemos como la “Guerra Sucia”.
En efecto, tanto Tlatelolco como la denominada “Guerra Sucia”, con su estela de muerte, desapariciones forzadas y tortura, no fue autoría única de las fuerzas castrenses. Pero éstas tendrían un papel protagónico, y sobre todo, intencional, sistemático y consciente en el aniquilamiento de la disidencia, en coalición con el poder político central y local. Nada de esto exime de las responsabilidades individuales que recorren toda la cadena de mando, a la par de la responsabilidad institucional. La lógica de la “obediencia debida” (solamente acataban órdenes del mando civil) es incompatible con el marco internacional de derechos humanos del que México es parte.
Por otro lado, tenemos el caso Ayotzinapa que nos acerca a la complejidad del México contemporáneo, donde las responsabilidades y complicidades se entremezclan entre poderes legales e ilegales en contextos de normalidad democrática. No es el país de los 60, 70 y 80 donde ocurrieron las atrocidades antes descritas, sino el país donde el crimen organizado campea, y la alternancia partidista y los pactos político-criminales se renuevan y reconfiguran permanentemente.
Aun así hay un basamento de permisividad traducido en impunidad. Es decir, sea cual sea el partido político que gobierne una localidad o estado, sabe que hay que pactar con los grupos criminales que “dominan la plaza”, remover los obstáculos para una operación económica ilegal y evitar molestarlos con investigaciones y enjuiciamientos diligentes y eficaces. En ese pacto, se entreveran poderes locales y nacionales, así como fiscales, policías y militares.
En ese collage complejo es que el Presidente lanza con temeridad la declaración de que no fue el Ejército quien participó en la desaparición forzada de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa. Tampoco Peña Nieto. Quizás, eso sí, unos cuantos malos elementos castrenses que en contubernio con las policías municipales de Iguala y Cocula, operaron con Guerreros Unidos. Dice el Presidente que los altos mandos militares y políticos no dieron la orden de desaparecer a los estudiantes, cosa que nunca se denunció. Lo que se ha señalado, y sobre todo comprobado, es el encubrimiento, lo que los hace igualmente responsables.
Hay un elemento fáctico y otro normativo que refutan el discurso oficial. El fáctico es que, derivado de las escuchas telefónicas de la Agencia Antidrogas de Estados Unidos (DEA), se desprende algo más que la acción criminal de unas cuantas “manzanas podridas”. Es en realidad toda una operación del 27 batallón de infantería, que por cierto también es señalado de participar en las ejecuciones extrajudiciales y desapariciones durante la llamada Guerra Sucia en Guerrero. En una institución rígidamente jerarquizada y controlada, resulta difícil creer que no se sabía desde los altos mandos sobre esta complicidad previa a la tragedia.
El elemento normativo es que si el Presidente acepta que Peña Nieto y General Salvador Cienfuegos encubrieron -“pero no ordenaron”- la desaparición de los estudiantes, son igualmente responsables de la misma. El elemento central de la tipificación internacional de este crimen de lesa humanidad es la “aquiescencia” y “ocultamiento” de la información sobre el paradero de las víctimas. Ahí encuadra el proceder del Gobierno de Peña Nieto y por ello son corresponsables en estos crímenes.
Y de hecho, el ocultamiento no ha cesado, hoy día el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), las familias de los estudiantes y sus representantes denuncian que la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) se niega a aportar documentos esenciales y claves para el esclarecimiento de los hechos. Fiel a su estrategia discursiva, el Presidente lo niega rotundamente. Peor aún, niega agencia a las propias víctimas y las señala de estar “manipuladas” y “malinformadas”. A la par que carga contra la ONU, la CIDH y las organizaciones que acompañan el caso.
Así, se perfila un cierre lamentable del actual Gobierno en materia de verdad y justicia. Lo que parecía imposible para un Gobierno emanado de la izquierda, hoy es una realidad. El poder castrense aumentó exponencialmente y su responsabilidad en episodios determinantes de la historia moderna de México -como Tlatelolco y Ayotzinapa- ha sido diluida por la palabra presidencial que, además, tira en cascada la voluntad de otras instituciones y actores como la Fiscalía General de la República. En materia de derechos humanos, este no será el sexenio de las víctimas, sino el de la negación, el co-Gobierno militar y la continuidad de la impunidad.
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