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María Rivera

07/07/2021 - 12:00 am

Mañana

Anoche mismo pensaba, mientras llovía, qué hubiera pasado si el gobierno de López Obrador hubiese optado por un cambio institucional, como muchos imaginamos.

Andrés Manuel López Obrador. Foto: Cuartoscuro.

Mañana, cuando se publique esta columna, el segundo capítulo de la nueva sección de la mañanera “Quién es quién en las mentiras de la semana”, dedicado a la estigmatización de periodistas, se escenificará en Palacio Nacional, si es que el presidente se muestra ciego y sordo ante la reprobación generalizada que el ejercicio, antidemocrático y abusivo, causó la semana pasada.

Naturalmente, el gobierno tiene la obligación de proporcionar información a la ciudadanía, y de aclarar, si es que se requiere, la información que los medios producen. Para ello, hay canales institucionales que los gobiernos, todos, utilizan. No es necesario crear una sección de burla y escarnio de periodistas, obviamente, para contrarrestar información falsa. Para eso existen la oficina de comunicación social y los boletines de prensa. Pero el presidente no quiere aclarar, desmentir, lo que el gobierno considera información falsa, sino exhibir a sus creadores, a quienes considera sus enemigos políticos. Lo que busca es su estigmatización, el escarnio, y finalmente, la censura de la información que él considere inconveniente. Su sentido, pues, no tiene nada que ver con la información misma, sino con la intención de acallar a la crítica, mandar un mensaje intimidatorio muy claro para aquellos que lo critican, con o sin fundamento.

Es increíble, la verdad, parece un fragmento de una pesadilla, o una postal más, de todo lo que sucede últimamente. Varias imágenes recorren mi mente; las fotos de la celebración de Morena en el Auditorio Nacional, como si no hubiese pandemia, y el país estuviera para celebraciones; el infame show de la presidencia con periodistas y comunicadores en la picota; las inundaciones y granizadas en el norte de la Ciudad de México, hospitales públicos que, literalmente, hacen agua; bebés siendo evacuados de lo que parecen lagos; estaciones del metro donde llueve a cántaros; coches atrapados bajo el granizo. En el norte del país, en Mazatlán, peleas en albercas soleadas y atiborradas, como si no existiese el virus, viviéramos todavía en 2019, mientras corre la noticia de la variante del virus, Lambda, además de la Delta que dicen los científicos es más letal y contagiosa… Todo en una semana. El caso es que sigue lloviendo, querido lector, acá en la ciudad, diluviando todos los días.

A veces, nos acostamos mientras llueve, nos levantamos con la lluvia.  Ahora mismo, mientras escribo, el cielo se está cayendo, otra vez: ni caso tiene ya que corra a recoger la ropa que cándidamente tendí hace unas horas cuando parecía que no llovería nunca más; la veo, desde mi ventana, con resignación, escurriendo. Llueve, llueve, llueve sobre mojado. Así nos ha llovido, a los mexicanos, la verdad. No entiendo cómo Morena, el partido en el poder, encuentra cosas que celebrar a tres años de su triunfo electoral, cuando hemos perdido a tantos y tanto. Tampoco, cómo no les da vergüenza hacer un festejo mientras el país aún llora a casi medio millón de mexicanos desde que comenzó la pandemia. Es, por decir lo menos, falto de empatía y también, un síntoma muy ominoso que se repite, una y otra vez. Ni el presidente, ni la Jefa de Gobierno, ni sus funcionarios, ni sus propagandistas tienen el menor sentido, ya no digamos de responsabilidad, sino de sensibilidad social: cada vez más parecen vivir en una realidad privilegiada ajena a la mayoría, tal como sucedía antes.

Hay que reconocer, sin embargo, que desde que comenzó el sexenio, las muestras ya estaban allí: frente a las tragedias y las víctimas no ha habido sino menosprecio. Ya sean los muertos por el virus, las mujeres asesinadas, los desaparecidos, las víctimas de las masacres, o los niños sin medicamentos, el poder los encuentra irrelevantes, o llanamente materia propagandística de sus “adversarios”, mero “golpeteo” político, y no personas, con nombre y apellido, que han perdido la vida; tragedias personales y familiares que diariamente enlutan al país.

Todos estos muertos han sido tratados como “daños colaterales” de la llamada cuarta transformación, lo cual no deja de sorprenderme, porque justamente la crítica sobre los gobiernos anteriores, era esa: “los muertos no son daños colaterales”, decíamos, cuando ellos eran oposición y eran de izquierda.

Este desdén, casi sociopático, contrasta con las homilías religiosas que el presidente profiere cuando está especialmente inspirado y pondera, sobre todo, a los pobres, los de abajo; con la creación de una cartilla moral, con el discurso con el que llegaron al poder, es decir, con su supuesta “autoridad moral”.

Yo me pregunto, sin embargo, ahora que ha transcurrido la mitad de su gobierno ¿qué autoridad moral puede tener quien sacrifica la vida de niños y niñas en su lucha contra la corrupción? ¿en qué escala de valores morales puede concebirse siquiera semejante barbarie? ¿qué autoridad moral puede tener quien decidió sacrificar la vida de medio millón de mexicanos, mayoritariamente pobres, antes que gastar en una estrategia de salud que evitara esas muertes? ¿qué autoridad moral, quien prefirió no gastar, ni endeudarse, dejar a la gente a su suerte en la peor crisis económica de un siglo? ¿Qué autoridad moral quien exculpa al empresario responsable de que el metro de la Ciudad de México haya colapsado, matando a las personas, en lugar de fincarle responsabilidades?

Eso, por no hablar de la desafección, evidente, por la naturaleza misma de la democracia, sus libertades y su pluralismo, llevado a un punto realmente catastrófico con la inadmisible exhibición de comunicadores y columnistas.

Anoche mismo pensaba, mientras llovía, qué hubiera pasado si el gobierno de López Obrador hubiese optado por un cambio institucional, como muchos imaginamos, qué hubiera pasado si en lugar de atacar a los poderes fácticos desde su tribuna mañanera, hubiera fincado responsabilidades a los corruptos, hubiese terminado con estructuras que permiten privilegios discrecionales y hubiese creado una ley de medios, si hubiese aumentado el apoyo a las ciencias, la cultura y el arte realmente como un proyecto de Estado, creado instituciones estatales para atender a la mayoría pobre, en lugar de desparecerlas; si hubiese invertido en el sector salud en lugar de las fuerzas armadas; si hubiera democratizado las instituciones privatizadas de hecho; si hubiera aumentado el presupuesto y el gasto, en lugar de cometer el brutal austericidio; si hubiera privilegiado la vida y la estabilidad de los mexicanos a la hora de enfrentar la pandemia, creado más Estado en vez de destruirlo. Seguramente, los amigos de las privatizaciones neoliberales lo habrían atacado con furia y hasta con deslealtad democrática. Es política, pues, y son ellos, pero no habrían tenido razón, ni autoridad moral, ciertamente.

Al menos, el presidente tendría un muy honorable y honroso legado y, muchísimos mexicanos se hubieran salvado de la peste, no se encontrarían desvalidos, llorando a sus muertos. Muchos y muchas tendrían hoy derechos efectivos a la salud, al trabajo, a la cultura, no solo dádivas que no alcanzan a paliar la pobreza de nadie.

Me lo preguntaba con una nostálgica y amarga tristeza, la verdad, querido lector, debe ser la lluvia.

María Rivera
María Rivera es poeta, ensayista, cocinera, polemista. Nació en la ciudad de México, en los años setenta, todavía bajo la dictadura perfecta. Defiende la causa feminista, la pacificación, y la libertad. También es promotora y maestra de poesía. Es autora de los libros de poesía Traslación de dominio (FETA 2000) Hay batallas (Joaquín Mortiz, 2005), Los muertos (Calygramma, 2011) Casa de los Heridos (Parentalia, 2017). Obtuvo en 2005 el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes.

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