Las desapariciones de migrantes tienen un verdugo poco citado: el “coyote”

07/12/2014 - 12:02 am

Ciudad de México, 7 de diciembre (SinEmbargo).- Corina Montoya recuerda que la última vez que supo algo de su hijo Héctor Eduardo Rivas Montoya fue el 17 de mayo de 2012, exactamente 10 días después de que el joven, de entonces 19 años, saliera de Honduras rumbo a Estados Unidos.

Para aminorar los riesgos que implica para un migrante sin papeles cruzar por México y asegurar la entrada a Estados Unidos, la familia de Héctor Eduardo había contactado a un “coyote” -como se le conoce a los traficantes de migrantes- con el que negoció el traslado a cambio de 6 mil 500 dólares. La familia pagó 3 mil dólares por anticipado; el resto se pagaría cuando el muchacho hubiera llegado a su destino.

Al día siguiente de esa última llamada, Héctor Eduardo supuestamente iba a llegar a Estados Unidos, según le adelantó el “coyote” a su familia.

Héctor Eduardo estaba en Nuevo Laredo, Tamaulipas, cuando su familia le perdió el rastro.

Del “coyote” que lo llevaba, Corina sólo sabe que es hondureño y que le dicen “El Famoso”. Su familia llegó a él por recomendación, pues cruzó a Estados Unidos a una cuñada de Corina. Por eso confiaron en él.

“Yo no lo conocía, lo conocía el esposo de la cuñada que se llevó y fue él quien lo recomendó”, dice la hondureña.

La ausencia de Héctor Eduardo no fue una conclusión a la que su familia llegó tras un largo periodo sin recibir noticias suyas, sino que fue el mismo “coyote” quien les informó que había perdido rastro del muchacho.

Y no sólo de él, sino de otras 11 personas, casi todos jóvenes que no llegaban ni a los 20 años, igual que el hijo de Corina.

La versión que el “coyote” dio a las familias fue que había enviado al grupo de migrantes con otro “coyote”, quien supuestamente los dejó solos en un taxi y ahí habrían sido detenidos.

Ninguno de los familiares le creyó, dice Corina.

“Estaban todo mundo furioso porque se trajo a 12 personas de ahí y por ninguna dio respuesta, entonces los familiares exigimos mucho, y él se vio acorralado y tuvo que salir huyendo, prácticamente, con su familia”, relata Corina, quien fue una de las pocas madres que recibió la llamada del “coyote” para decirles que había perdido a sus hijos.

Pero ni Corina ni nadie de su familia tuvieron oportunidad de hablar en persona con “El Famoso”, de exigirle respuestas, como aún pudieron hacerlo familiares de los otros desaparecidos, antes de que se escabullera y se perdiera él también.

“No sé dónde vive, no sé qué fue de su familia, no sé nada”.

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Corina Montoya muestra la fotografía de su hijo Héctor Eduardo, desaparecido en Tamaulipas el 17 de mayo de 2012. Foto: Mayela Sánchez, SinEmbargo
Corina Montoya muestra la fotografía de su hijo Héctor Eduardo, desaparecido en Tamaulipas el 17 de mayo de 2012. Foto: Mayela Sánchez, SinEmbargo

De su hijo Corina tampoco supo nada hasta el año pasado, cuando a través de las integrantes de la Caravana de Madres Centroamericanas que buscan a sus hijos desaparecidos, la fotografía de Héctor Eduardo llegó a México, específicamente a Monterrey, Nuevo León, donde una persona reconoció al joven, quien el pasado 12 de noviembre cumplió 22 años.

Esperanzada en que esa pista la pudiera llevar a saber más sobre el paradero de su hijo, Corina se integró este año a la Caravana, que desde hace una década viaja anualmente desde Centroamérica y recorre México buscando a migrantes desaparecidos.

La Caravana lleva como estandarte a las madres de esos migrantes ausentes, pero con el paso del tiempo se han sumado a ella esposas, hermanas, hijas, padres, todos buscando a sus seres queridos, de quienes perdieron el rastro en su camino hacia Estados Unidos.

Este año, la décima Caravana de Madres Centroamericanas “Puentes de Esperanza” recurrió una decena de entidades del país, pero en esta ocasión la ruta no contempló la ciudad de Monterrey (de hecho no avanzó más allá de San Luis Potosí).

Iniciada desde el pasado 20 de noviembre, la Caravana concluye hoy su paso por México tras 18 días de visitar albergues para migrantes, reunirse con organizaciones y defensores de migrantes, indagar en plazas públicas, en poblados cercanos a las vías del tren, en cárceles, en zonas de prostitución… siempre con los retratos de los ausentes colgados sobre los pechos de sus familiares, quienes a la esperanza de encontrar a los suyos con vida suman la exigencia al Estado mexicano de que los busque.

La Caravana es organizada con el apoyo del Movimiento Migrante Mesoamericano. La organización ha referido que han encontrado a más de 200 personas.

A mitad del camino, mientras pasaban por la Ciudad de México, Corina hablaba sobre el regreso a Honduras sin su hijo. “Mi único varón”, recalcaba.

Con todo y la desazón por no haber llegado a Monterrey, donde pensaba ella misma iniciar la búsqueda de Héctor Eduardo, Corina dijo que encontró un posible indicio del paradero de su hijo.

No recuerda exactamente en qué lugar fue (la Caravana había recorrido para entonces algunos sitios en Tabasco, Chiapas, Veracruz, Tlaxcala, Hidalgo, San Luis Potosí, Jalisco y Guanajuato), pero dice que le pidió prestado el baño a una señora.

La mujer, al ver la foto de Héctor Eduardo colgada del pecho de su madre, le dijo a Corina: “Este niño durmió aquí”.

Héctor Eduardo, en efecto, parece todavía un niño en la imagen que carga su madre. Un niño de grandes ojos, cejas delineadas y cabello rizado -colocho, como dicen en Centroamérica.

“Madrecita, me puede regalar cafecito”, recordó la mujer que le dijo ese joven de rasgos infantiles. La cortesía del muchacho la disuadió para darle el café que le pedía y para permitirle dormir en el pórtico de su casa. La desconfianza normal ante los extraños no le permitió a la mujer dejarlo pasar a su casa, según le dijo a Corina a modo de disculpa.

Con esa pista, Corina regresará hoy a su país. Aunque se alegra de que algunas de sus compañeras de viaje sí lograron encontrar a sus familiares, ella sabe que no estará bien hasta que no dé con su hijo.

“Mientras yo no lo tenga de regreso en mi casa, yo no voy a ser completa”, dijo.

Las pistas sobre el paradero de Héctor Eduardo no son lo único que se quedará en México, pues al haber perdido el rastro del “coyote” en su país, quizás también aquí estén las claves para saber cómo y con quién llegó el joven hasta la frontera con Estados Unidos.

Corina no es la única integrante de la Caravana que perdió el rastro de su familiar cuando éste era conducido por un “coyote”.

Entre los 43 integrantes de la décima Caravana de Madres Centroamericanas que buscan a sus hijos, hay varias historias similares a la suya, de hijos, esposos o hermanos que desaparecieron, pese a que eran conducidos por “coyotes” o “polleros”, como se les suele llamar en México.

También están historias como la de Elsa Edith Ortiz, cuyo esposo, Ernesto Hernández Murillo, se encuentra desaparecido desde 2009, cuando salió de San Salvador, la capital de El Salvador, rumbo a Estados Unidos.

“El mismo día que él salió de El Salvador, de la casa, el mismo día él me habló que estaba en Tapachulas (sic). Él se reunió con el ‘coyote’ en Guatemala y él me habló de allá a las 8 de la noche de allá, que ya estaba en Tapachulas (sic) y que todo iba bien, que no me preocupara”, relata Elsa Edith, de 41 años y madre de dos hijos, una chica de 16 años y un niño de 8.

Del “coyote” sólo sabe que se llamaba Fernando y que es guatemalteco.

“Yo le hablo como a la semana, ochos días, para no estar preocupada. Yo esperé esa semana, no llamó. Llamé yo cuando iban como 10 días, yo llamé al ‘coyote’ y me dijo que todo iba bien, que no me preocupara”.

Pasados unos días más, fue el “coyote” quien le habló a Elsa Edith, para informarle que les habían tendido una trampa y habían agarrado a todo el grupo de migrantes donde iba su esposo, incluido al guía que los llevaba.

“Y luego de ahí de llamarle y llamarle, yo le pregunté dónde que lo habían agarrado, me dijo que no sabía, que le habían tendido una trampa y que le habían quitado los radiotransmisores y que no sabía”.

Elsa Edith insistió en las llamadas al “coyote” para obtener respuestas sobre el paradero de su esposo. Al final lo que el hombre le dijo fue: “Yo no soy Fernando. Háblele a este número, que este es Fernando”. Al marcar a ese otro número telefónico, una voz le contestaba: “No, no soy yo”.

“Y ahí jugando la bola, que nadie se hacía cargo, nadie se respondió (sic). Al final lo que me dijo que ni conocía a mi esposo cuando él lo tenía en sus manos”, narra Elsa Edith, quien tras más de un lustro lleva el conteo preciso, día a día, del tiempo que ha pasado sin saber nada de su esposo. Hoy se cumplen cinco años, cuatro meses y 18 días.

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Para Javier Urbano Reyes, coordinador del Programa de Asuntos Migratorios (Prami) de la Universidad Iberoamericana, la desaparición de migrantes no está  necesariamente vinculada con los traficantes de personas. Por el contrario, dice, “cuando hay una persona que es trasladada por otra, regularmente hay una experiencia en la negociación del traslado y por tanto, los riesgos de posibles agresiones o posibles desapariciones tienden a reducirse mucho”.

El especialista en migraciones internacionales refiere que el perfil de los migrantes que desaparecen correspondería más a aquellos que no tienen una red de acompañamiento y de información, que viajan en grupos muy pequeños o solos, que no tienen asistencia y que por su inexperiencia suelen tener una planificación de movilidad muy caótica. “Ese es el que está en altísimo riesgo de desaparición”, considera.

No obstante, hace un matiz: aquellos que son trasladados por un guía y que terminan siendo reclutados a la fuerza.

El coordinador del Prami explica que en esos casos si bien hay un traficante de migrantes involucrado, el objetivo final es la extorsión, el secuestro, el reclutamiento forzado para el crimen organizado, explotación sexual o laboral.

De modo que la desaparición vendría como consecuencia de una eventual negativa de los migrantes de someterse a alguno de esos destinos.

“El delito primario no es la desaparición, sino la consecuencia de que el migrante es reclutado para otros fines, y donde ante la falta de su voluntad o su familia no dio el dinero, o a final de cuentas no le fue útil al crimen organizado y fue asesinado. El delito primario no es la desaparición, es lo que pasa posterior al uso que se le da al propio migrante”, expone.

Cuando Urbano Reyes habla del “uso” que se le da al migrante, lo hace de forma literal, aunque sin afán peyorativo. Como él mismo explica, esa es la percepción de los migrantes que tienen quienes trafican con ellos.

“¿Cuántos diferentes usos se le puede dar a una mujer migrante?”, pregunta a modo de ejemplo.

“Tráfico, la trata, la venta como esclava, semi esclava, mercado sexual, tal vez incluso como sirvientas. Digamos que las diferentes formas de explotación son tan variadas al día de hoy que por supuesto que hay una enorme vulnerabilidad, esto sólo en el uso que se le da al cuerpo propio del migrante”.

A eso, dice, se le suman los actores que no participan directamente del tráfico de migrantes, pero sí se benefician de la movilidad humana: el crimen organizado que no trafica pero asalta migrantes,  policías que los extorsionan o funcionarios que les piden dinero para dejarlos pasar, o delincuentes no conectados al crimen organizado pero que también abusan de ellos.

“Los catálogos de delitos vinculados al tráfico son tan grandes y tan cuantiosos en términos de recursos, que por supuesto hay una diferencia muy sustancial respecto de épocas anteriores”, expone.

A decir del también investigador sobre temas migratorios, la imagen del “coyote” como aquel personaje que fungía sólo como un “gestor de movilidad”, que únicamente trasladaba a las personas de sus países de origen hacia Estados Unidos, y que incluso tenía un vínculo social, afectivo, cultural y lingüístico con las poblaciones de expulsión migratoria, ya no existe más.

En su lugar, refiere, los actuales traficantes de personas están integrados a redes globales del crimen organizado. “Si nos vamos hacia los [años] noventa y particularmente este inicio de siglo, estamos hablando de una industria, digamos una diferenciación muy distintiva, que se ha vuelto una industria global y que se ha integrado como un esquema diversificado de crimen organizado”, dice.

En ese esquema, los traficantes de migrantes o “coyotes” pueden estar integrados de manera formal, si forman parte de otras redes criminales, o informal, si actúan por cuenta propia pero sin poder evadir esas redes del crimen organizado.

“Digamos que hace unos 20 años para atrás hablamos de una forma monotemática de explotación que es el traslado. Hoy si usted explota de diferentes formas el traslado de una persona, por supuesto que el nivel de vulnerabilidad es mucho más alto, hoy es a lo que nos referimos con el tema de cuántos delitos, cuántos impactos de delito sufre el migrante en su tránsito”.

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La Oficina de Naciones Unidas para las Drogas y el Delito (UNODC, por su sigla en inglés) estimaba en 2010 que el tráfico de personas de América Latina a Estados Unidos dejaba ganancias anuales a los traficantes por 7 mil millones de dólares. Se trata del corredor con el mayor flujo migratorio del mundo, de acuerdo con la Organización Internacional para las Migraciones.

“Hace 30 años no se hablaba del tráfico masivo de personas y no se hablaba de una dimensión que al día de hoy puedes hablar de los 7 mil o 10 mil millones de dólares, es una barbaridad. Por lo tanto se ha vuelto un mercado para el crimen organizado, esa es la principal característica de lo que diferenciaríamos del ‘pollero tradicional’ respecto del traficante”, dice Urbano Reyes.

El multimillonario negocio del tráfico de personas se traduce, en su escala más ínfima, en tener que vender propiedades o endeudarse para pagar al “coyote” para que lleve a un familiar o para pagar la extorsión si ese familiar es secuestrado durante el trayecto a Estados Unidos.

Esos pagos suelen hacerse de forma escalonada, pero también puede ocurrir que se le tenga que pagar a más de un “ coyote”, conforme el migrante va pasando de mano en mano. El dinero tiene que fluir de la misma manera: pagarle a uno y luego a otro.

Martina León Macario, por ejemplo, tenía que pagarle 40 mil pesos al “coyote” que llevaría a su hijo Carlos González a Houston, Texas. La mujer guatemalteca del municipio de Chichicastenango, departamento de El Quiché, en Guatemala, dice que pagó la mitad de ese dinero, y todavía tenía que pagarle 5 mil pesos a un guía mexicano.

El “coyote” le dijo que hacía “cadena”: él trasladaría a su hijo hasta cierto punto, luego lo llevaría un mexicano, y luego terminaría la travesía con un estadounidense. La última vez que supo algo de Carlos fue el 28 de septiembre de 2011, cuando le habló para decirle que estaba en la frontera con Texas.

Juana Mejía Lastor, Martina León Macario y Lucía Macario Pérez buscan a sus familiares desaparecidos. Los tres viajaban con "coyote" hacia EU. Foto: Mayela Sánchez, SinEmbargo
Juana Mejía Lastor, Martina León Macario y Lucía Macario Pérez buscan a sus familiares desaparecidos. Los tres viajaban con “coyote” hacia EU. Foto: Mayela Sánchez, SinEmbargo

Lucía Macario Pérez hace las veces de traductora de Martina y de Juana Mejía Lastor, quienes apenas conocen algunas palabras en español. Las tres son indígenas quichés, las tres son de Chichicastenango y las tres comparten el dolor de tener a un familiar desaparecido.

“Al 10 de septiembre se fue de la casa. Primer llamado al 15 de septiembre. Segunda llamado al 20 de septiembre, frontera México. Último llamado Altar, Sonora”.

En un monólogo quizá memorizado, Juana enuncia la información que considera esencial sobre la desaparición de su hermana María Mejía Lastor, de 30 años, a quien le perdió la pista desde septiembre de 2010. La última llamada que recibió de ella fue el 24 de septiembre.

Ella también emprendió el viaje con un “coyote”, de quien Juana no tiene ningún dato. Lo único que sabe es que el traficante le dijo a María que cambiara sus apellidos y se pusiera “María Xon Chan”. Por eso es que en la imagen que Juana lleva colgada de su hermana, lleva escritos ambos nombres.

En la foto que Lucía carga consigo, sobre su pecho, también se leen dos nombres:  Mateo José Luis Macario Chocoj y Mateo José Luis Cuterez Chicoj. Se trata de su esposo, desaparecido desde julio de 2011.

Lucía explica que el primero es el nombre que su marido usaba, pero decidió anotar también el que tendría si usara su apellido paterno (Cuterez), pensando en la posibilidad de que quizá sea ese el nombre que use su esposo en el trayecto.

De él, lo último que supo fue que llegó a Tamaulipas.

“La última llamada que hizo fue el 29 de julio. El 3 de agosto llamaron los ‘coyotes’ [para decir] que había desaparecido”, cuenta.

Lucía recuerda que el “coyote” le dijo más o menos lo siguiente: “Ah fíjese que su esposo no aparece, tal vez que se fue con otro ‘coyote’ o se quedó en el camino. De todas maneras lo vamos a averiguar, voy a buscar en las cárceles. Te voy a dar la respuesta entre tres días”.

Cumplido el plazo, ella le llamó a los traficantes. De ellos, Lucía sólo sabe que su esposo contactó a uno en Guatemala, pero que también trabajaban “encadenados”, de modo que habría cuando menos dos: uno guatemalteco y otro mexicano.

“A los tres días me dijeron: ‘Mirá, tu esposo se perdió, a saber qué se hizo, ya no lo encontramos’”.

El esposo de Lucía iba para Washington, DC, de modo que el pago pactado con los “coyotes” se haría en tres tandas: 10 mil quetzales (casi 18 mil 800 pesos) por adelantado, 20 mil más (alrededor de 37 mil 600 pesos) cuando llegaran a Houston, Texas, y una cantidad igual cuando Mateo José Luis estuviera en su destino.

Urbano Reyes no cree que el sistema de traficantes “en cadena” dificulte o sea un impedimento para investigar las redes de tráfico de personas. La razón es sencilla, y quizá hasta obvia: el dinero no se mueve de mano en mano, sino que se mueve a través de un sistema financiero y circula en una sola dirección, sin importar el número de manos que lo reciban.

“El dinero se mueve por redes financieras […] El flujo financiero tiene una dirección concreta, si hubiera voluntad y no hubiera corrupción, las autoridades podrían corroborar dónde está la constante en transferencia de recursos financieros vinculados al a ruta del tráfico de personas”, apunta. “Si hubiera un esquema armonizado de detención de transferencias en las zonas de tráfico, de tránsito y de llegada [de migrantes], podría haber un esquema de cooperación internacional para quitarle oxígeno a los traficantes, que es evidentemente el dinero”.

El especialista dice que desde las organizaciones defensoras de migrantes se ha señalado reiteradamente la necesidad de fiscalizar las transferencias monetarias sospechosas vinculadas a las compañías de envío de remesas, como MoneyGram o Western Union.

Propone un ejemplo para ilustrar la obviedad de la medida: “Una: es muy raro que de una zona pobre de Honduras pueda salir un recurso de mil dólares o dos mil dólares, es de una rareza grande. Otra: si la transferencia grande es de Honduras a un sitio de la ruta migratoria, evidentemente estamos hablando de un vínculo muy lógico de elaborar: están siendo extorsionados porque quieren enviar dinero a un punto de la ruta migratoria”.

Urbano señala que esta medida no ha sido incluida en los mecanismos gubernamentales de protección a migrantes.

El coordinador del Prami habla de una zona pobre de Honduras, como pudo haberse referido a un lugar igual en El Salvador, o en Nicaragua, o en Guatemala. Como Chichicastenango, por ejemplo.

Desde hace ocho años, Tomasa Pacajoj Cipriano busca a su esposo, Pedro González Morales. Ella tiene hoy 33 años, él 38. Ellos también son de Chichicastenango.

Pedro salió de su casa el 8 de marzo de 2007, iba a Houston, Texas, y para llegar allá contactó a un “coyote” en la frontera entre Guatemala y México que le habían recomendado sus dos hermanos, a quienes el traficante había llevado a Estados Unidos, cuenta su esposa. “Por eso teníamos mucha confianza, pero lamentablemente  que así nos pasó a nosotros”.

El “coyote” al que su esposo contactó se llama Chaín, dice Tomasa, pero le apodan “El Nico”. Para cuando Pedro desapareció, ya no estaba con “El Nico”, sino con “El Flaco”, que es su empleado. O al menos eso fue lo que le dijo Chaín a Tomasa.

Antes de que Tomasa perdiera el rastro de Pedro, el “coyote” ya lo había perdido una vez.

La mujer recuerda que un día el “coyote” le habló para decirle que al grupo de migrantes en el que llevaba a su esposo lo había agarrado la migra, pero que antes de eso Pedro había ido al baño y ahí le habían perdido la pista.

A los dos días, Pedro llamó por teléfono a Tomasa y le dijo que se había quedado perdido en un bosque y que tuvo que caminar una noche y un día enteros solo. El “coyote” había mentido.

Solo, Pedro cruzó el Río Bravo y llegó al condado de Zapata, Texas, donde un “coyote” supuestamente iría a recogerlo para llevarlo hasta la ciudad de San Antonio.

Pedro pasó 15 días esperando al “coyote” y durante ese tiempo se resguardó en casa de una mujer que le permitió quedarse, cuenta Tomasa.

Un día, la hija de la mujer con la que vivía ofreció a Pedro llevarlo en su automóvil a San Antonio, a cambio de mil 800 dólares. Tomasa mandó el dinero a través de un depósito bancario. Pedro le dijo a la chica que el dinero ya estaba en su cuenta bancaria y ella le respondió que saldrían ese mismo día por la tarde. Pero no regresó.

Al cabo de tres días, Pedro preguntó a la madre de la muchacha por su hija y ésta, molesta, lo corrió de su casa.

Pedro buscó refugio en una iglesia cercana, donde le sugirieron regresar a su casa. Pedro emprendió el camino de vuelta pero sólo hasta Nuevo Laredo, Tamaulipas, donde de nueva cuenta contactó a un “coyote” para intentar cruzar.

La última vez que Tomasa habló con su marido, éste le dijo que estaba en un hotel llamado Camargo, que llevaba cinco días ahí esperando que se juntara un grupo de 20 migrantes para que el “coyote” los cruzara. Tomasa dice que Pedro estaba nervioso porque tenía que volver a cruzar el Río Bravo.

“Tenía pena, tenía mucho miedo”, recuerda.

Pedro le dijo a su esposa que se cuidara y que cuidara también al hijo de ambos, quien entonces tenía unos seis meses de nacido.

Y no se volvió a comunicar con su esposa.

A los tres meses, dice Tomasa, un hombre le llamó por teléfono para pedirle dinero. A cambio, le dijo la voz al otro lado de la línea, podría tener una llamada con su esposo. Tomasa no dudó que fuera verdad, pues quien le llamó le refirió los datos personales de Pedro. Además, estaba asustada, pues el hombre la amenazó.

“Si lográs juntar el dinero lo voy a llevar a tu esposo; ‘ora si no, ya sabés, se queda aquí con nosotros”, le dijo.

Tras depositarle el dinero -a través de una transferencia por el sistema Western Union-, el extorsionador le dijo que le llamaría en 20 minutos para comunicarle a su esposo. Pero ya no volvió a marcar. Tampoco le contestó las llamadas a Tomasa.

La mujer pidió a un familiar suyo que vive en Los Angeles, California, que marcara al número telefónico del que había recibido la llamada. A él sí le contestaron, pero no le dieron información sobre Pedro.

En las horas siguientes, el dinero que Tomasa depositó fue retirado, como ella pudo constatar.

Más tarde ese mismo día, finalmente alguien le contestó el teléfono. Pidió por su esposo y la voz al otro lado del teléfono le dijo: “Pinche cabrona, sos muy lista”.

Tomasa cuenta que el hombre le dijo que si quería más información entrara a una “cuenta de correo” que él le dictó, pero ella no alcanzó a escribirla. Intentó comunicarse nuevamente, pero ya nadie contestó el teléfono.

Para Urbano Reyes es claro que las transferencias monetarias deberían ser vigiladas por las autoridades, pues eso ayudaría a aprehender a los extorsionadores y traficantes de personas en la ruta migratoria.

“¿Por qué no se ha hecho?” se pregunta. “¿Por qué las remesadoras no emiten alertas [sobre transferencias inusuales]?”.

Él mismo se contesta: “Es que es un negocio tan grande, que por supuesto tiene la capacidad de corromper muchas cosas”.

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