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Jorge Javier Romero Vadillo

08/02/2024 - 12:02 am

Bukele: seguridad a cambio de derechos y libertades

Hijo de una familia acomodada de comerciantes de origen libanés, Bukele empezó en la política local como Alcalde, en las filas del FMLN y supo aprovechar el desprestigio y la inepcia de los políticos de los partidos tradicionales para construir su caudillaje.

Nayib Bukele, Presidente de El Salvador.
“Hijo de una familia acomodada de comerciantes de origen libanés, Bukele empezó en la política local como Alcalde, en las filas del FMLN y supo aprovechar el desprestigio y la inepcia de los políticos de los partidos tradicionales para construir su caudillaje”. Foto: Salvador Meléndez, AP

Lo ocurrido en El Salvador es desalentador para quienes aspiramos a construir sociedades justas y libres. Es la muestra más descarnada del fracaso de las elites políticas que protagonizaron los procesos de transición a la democracia en América Latina en los últimos 40 años. El optimismo con el que vivimos los procesos de pacto político que pusieron fin tanto a las dictaduras militares, como a las guerras fratricidas que asolaron Centroamérica y al autoritarismo priista resultó mera ilusión, que se ha enfrentado con la persistencia de trayectorias institucionales refractarias al pluralismo, pero también con la torpeza y la ambición descarada de las elites políticas y económicas que se han aferrado el sistema de privilegios arraigado en nuestras sociedades.

El resultado del fracaso de los pactos democratizadores ha sido catastrófico. En buena parte de la región, los Estados se están desbaratando, hundidos por su incapacidad para generar bienestar, prosperidad y, sobre todo, seguridad. Por supuesto que las diferencias entre países son enormes: el problema de Argentina es, sobre todo, de manejo económico, mientras que en México es de control de la violencia, ante el reto planteado por organizaciones que compiten con el Estado incluso por el control territorial y por la exacción. 

El caso de El Salvador es especialmente triste. Después de una sangrienta guerra, que enfrentó a una derecha de tintes fascistoides con la izquierda revolucionaria que aspiraba a un régimen al estilo cubano, se abrió paso un pacto político entonces considerado ejemplar. Antes de la guerra de la década de 1980, el Estado salvadoreño era esencialmente la policía de la oligarquía terrateniente. La rebelión popular, con toda su carga ideológica, surgió como un reclamo justiciero. Por supuesto, eran los tiempos finales de la Guerra Fría, con el Gobierno de Reagan empeñado en destruir al Gobierno sandinista de Nicaragua y en impedir a toda costa que El Salvador siguiera el mismo derrotero. 

Al final, la paz se alcanzó gracias al acuerdo democratizador, tras un proceso de negociación con intermediación internacional en el que México jugó un papel medular. De pacto surgió un régimen democrático en torno a dos polos que se moderaron mutuamente en sus pretensiones maximalistas, pero que no fueron capaces de reconstruir al Estado con base en un orden legal racional. 

Ni la derecha de ARENA, ni la izquierda del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional pudieron liderear un proceso de construcción institucional, que sentase las bases para la existencia de una democracia duradera. La corrupción de sus liderazgos y, sobre todo, el control territorial de las bandas vinculadas a los mercados clandestinos de drogas, formadas por jóvenes sin otra perspectiva de futuro que la marginalidad y la violencia, en un país sin otra oportunidad que la emigración o la depredación, provocaron un crecimiento exponencial de la violencia y la inseguridad, en un país pobre y desigual, con poco territorio, pero densamente poblado y sin muchas ventajas competitivas para insertarse en el mercado global.

Los partidos que pactaron la democratización se alternaron en el Gobierno, pero su competencia no fue por brindar mejores políticas, ni sus acuerdos fueron más allá de las reglas electorales. Cada alternancia política no fue otra cosa que una rebatiña por el botín de rentas controlado por el precario Estado, mientras no mejoraron las infraestructuras, ni la educación, ni la sanidad. Sólo concentración de la riqueza en unos cuantos y pobreza para la mayoría.

Y entonces apareció Bukele. A quienes quieran informarse con detalle sobre la trayectoria del personaje y sobre sus resultados de Gobierno reales, más allá de su eficaz propaganda, les recomiendo mucho el potcast Bukele, el señor de los sueños, producido por Radio Ambulante gracias al trabajo de investigación de periodistas de El Faro, medio denostado por el tiranuelo, autocalificado como “el dictador más cool del mundo”.

Hijo de una familia acomodada de comerciantes de origen libanés, Bukele empezó en la política local como Alcalde, en las filas del FMLN y supo aprovechar el desprestigio y la inepcia de los políticos de los partidos tradicionales para construir su caudillaje. Frente al hartazgo de la población con la inseguridad vendió la vieja fórmula de la mano dura contra las llamadas maras y, simplemente, desató una persecución despiadada, sin consideración alguna por los derechos, una auténtica guerra contra los jóvenes varones pobres. Con el pretexto de que necesitaba vía libre para detener la violencia, se fue cargando el endeble sistema de contrapesos y división de poderes, y llevó adelante su plan de convertirse en un autócrata por elección, fenómeno que, de manera escalofriante, se está reproduciendo en distintos lugares del mundo, como falso sucedáneo de las democracias pluralistas.

La reelección inconstitucional de Bukele ha enterrado a la democracia salvadoreña, por más que lo haya logrado con un apoyo electoral abrumador. El voto popular le ha dado el poder absoluto a un autócrata que no tiene limitación ética alguna a la hora de usar la fuerza del Estado. Ahora la ha usado sin respeto alguno por el derecho humanitario, con costos altísimos para cientos de inocentes, pero nada le impedirá usar la misma estrategia contra sus opositores o contra movimientos sociales de protesta. La ciudadanía salvadoreña ha votado contra sí misma, como ha ocurrido muchas veces en regímenes democráticos que acaban implosionando.

La lección de El Salvador debe ser entendida con cuidado en México. Mientras la competencia electoral sea por controlar el botín y no se realice un gran pacto institucional para reconstruir al Estado sobre bases legales–racionales, de manera que tenga capacidad de poner las reglas y hacerlas respetar sin tener que recurrir a la mano dura, el riesgo autocrático estará latente. Ahora mismo el Presidente de la República está impulsando un cambio constitucional para concentrar poder en el Ejecutivo. No va a pasar, pero el proyecto de concentración de poder es todo un programa electoral impuesto a su sucesora designada. Lo lamentable es que, frente a ello, el resto de los políticos, viejos o pretendidamente nuevos, no hacen otra cosa que papar moscas.

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.

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