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Alejandro Páez Varela

08/04/2024 - 12:08 am

El debate está en otra parte

Los votantes queremos que suceda algo que cambie para bien nuestras vidas. Y nos gustaría que sucediera allí, frente a nosotros, en la tele; que la persona que se dirige a las mayorías dé en el clavo y diga: “Estás curado de tu enfermedad”, y que realmente estés curado de todos tus males: las deudas, la falta de oportunidades para tus hijos, la injusticia, la inseguridad. Y sí es posible que suceda, claro. Sí es posible que tus males o los males de nuestras sociedades se curen, pero no depende de un debate. Depende del tiempo, y de creer en un proyecto y apostarle.

Xóchitl estaba nerviosa. Mucho, creo. Soltaba un ataque y luego, insegura, volteaba a ver a Claudia como si esperara una cachetada. Hurgaba obsesiva en sus papeles; a releer lo que, se supone, ya había leído y ensayado. Nunca se pudo relajar, responder, proponer. Se fue a los temas que todo mundo esperaba: Rébsamen, Línea 12, los hijos del Presidente. Y luego a los ataques personales: “la dama de hielo”, “fría y sin corazón”. Nunca pudo conectar un golpe. Su papel en el debate fue como su campaña: sin solidez, sin programa, ocurrencias. “No se pudo, pero lo intenté”, dijo al hablar de la supuesta demolición de construcciones ilegales mientras era Delegada. Justamente eso define su participación en el debate y eso mismo define, en general, su campaña.

Claudia fue como ha sido en campaña: sobria, muy orientada a presentar propuestas y defensiva. Trajo en la mano fólderes que Xóchitl volteaba a ver como esperando un golpe con ellos; como el perrito que ve de reojo el papel periódico enrollado. La candidata de la derecha fue tan previsible que permitió a la de la izquierda prepararse para responder punto por punto. Se guardó respuestas, fue claro. Lo de los contratos de Xóchitl con los órganos autónomos lo soltó en la mesa, pero no lo desarrolló; me imagino que para sacarlo más adelante. Xóchitl lo escuchó y se puso nerviosa.

Máynez, francamente, sobró. Estaba sentado en medio de las dos, literal. Su tiempo bien se pudo distribuir entre ellas. Le cortó dinamismo al debate. Fue como las y los traductores de lenguaje de señas: sólo atiendes el cuadrito abajo en la pantalla si perteneces al grupo que los necesita. Me imagino los tremendos aplausos en el edificio de Movimiento Ciudadano y las lágrimas de Dante Delgado, orgulloso de su muchacho. Y nada más.

Francamente, el debate me aburrió.

Muchos tienen exceso de confianza en los debates. En 2018, recuerdo, algunos creían que Andrés Manuel López Obrador caería en un tobogán apenas se le atravesara Ricardo Anaya, un fajador que daba vueltas en el aire al tiempo que lanzaba dardos de fuego por la boca. El panista era una mezcla de José María Aznar sin cachetes con verborrea de rapero y carisma para quien no lo conociera. Y resultó como la guapa (o el guapo) que apenas se te acerca y le descubres un aliento de animal muerto. Anaya sería muy masca-rieles para debatir, pero el otro tenía un proyecto. Y se impuso el proyecto.

En los debates, de manera involuntaria, muchos esperamos que nuestra candidata o candidato gane con un espectacular gancho al hígado. Queremos momentos épicos: un estatequieto o un resbalón o la idea más brillante (aunque sea irrealizable) que resetee las encuestas o que las deje como están, dependiendo a quién le vayas. Pero eso no pasa siempre. Puede pasar, en una elección cerrada, que una candidata o candidato hábil someta a su contendiente (Kennedy versus Nixon), pero una mayoría de los votantes llega con una definición y quiere que su candidato o candidata asiente un golpe porque quieres sentirlo como propio.

En una sociedad polarizada como la nuestra, sin embargo, la señora de cabello pintado de güero, a la que vimos gritarle “¡indio patas rajadas!” a AMLO, no va a cambiar su voto aunque Xóchitl dijera, en vivo, que odia a las mujeres que se pintan el cabello de güero. Y el que ha caminado con AMLO elección tras elección no modificará sus preferencias aunque Claudia anunciara el fin de los programas sociales. No digo que sea imposible un cambio de bando. Puede pasar. Pero para que pase se necesitan condiciones extremas.

Eso no quita que queramos lo que queremos. Y lo que queremos es que pase algo. Votantes mexicanos o votantes del mundo queremos que realmente suceda algo que cambie para bien nuestras vidas. Y nos gustaría que sucediera allí, frente a nosotros, en la tele; que la persona que se dirige a las mayorías dé en el clavo y diga: “Estás curado de tu enfermedad”, y que realmente estés curado de todos tus males: las deudas, la falta de oportunidades para tus hijos, la injusticia, la inseguridad. Y sí es posible que suceda, claro. Sí es posible que tus males o los males de nuestras sociedades se curen, pero no depende de un debate. Depende del tiempo, y de creer en un proyecto y apostarle.

Ejemplo: El abrazos-no-balazos. ¿Funciona? Parece que sí, pero no en todas partes porque algo así toma tiempo. Muchos olvidan a conveniencia el tipo de ciudad que era la capital mexicana en las décadas de los ochenta y los noventa. Era una urbe violenta; sombría y gris de techo a suelo; agresiva con los extraños e inhóspita para sus propios habitantes. Donde quiera te asaltaban y aunque le duela a muchos, hoy no sucede así. Hoy no es Viena, pero tampoco es Celaya, Guanajuato. La capital se movió a la izquierda en 1997 y aunque el Gobierno de Cuauhtémoc Cárdenas fue ineficiente y muy menor, allí se empezó a transitar hacia una ciudad de derechos y programas sociales.

En cambio, las ciudades de Guanajuato que tienen en manos de la derecha desde 1991 vivieron un proceso a la inversa. Primero se volvieron lo que la capital mexicana era décadas atrás, luego se pusieron peor.

Pienso que un debate no debería cambiar el voto de nadie. Quizás el de un puñado de desorientados, pero no el de masas de electores. Según yo, candidatas y candidatos no deberían depender de la oratoria para convencer a alguien; estrictamente deberían promoverse a partir de un proyecto de Nación, no con la palabrería. Pero, bueno, la palabrería (la oratoria) es parte de nosotros desde la antigüedad; desde los griegos o desde que convertimos los gruñidos en palabras y frases acabadas.

Entre más avanzadas sean las sociedades –y por lo tanto más educadas– deberían ser muy pocos los que se deciden a votar por alguien a partir de un puñado de palabras. Pongo un ejemplo extremo: vamos a elegir Presidente, sin conocer programas y perfiles previamente, entre Gandhi y Hitler. Pues resulta que el segundo, el genocida alemán, era mucho más bueno en la oratoria que el humanista indio. Entonces elegimos al genocida sobre el humanista porque fue mejor en un debate. Por eso debería uno llegar a los debates con una decisión y sí, con ganas de que la candidata o candidato presente un gran proyecto que humille a su contrincante.

Me parece, sin embargo, que el ejercicio está bien. Es mejor que existan debates a que no existan. Pero tampoco cambian mucho las cosas. Dudo que mañana Xóchitl traiga 10 puntos más o Claudia suba otros 10 puntos. Pasará poco después de anoche. La disputa y el debate están en otra parte. A ver si en la próxima cita del INE alguno de los tres conecta y a ver si en la próxima Xóchitl puede, al menos, mostrar la Bandera Nacional del lado correcto. 

Alejandro Páez Varela
Periodista, escritor. Es autor de las novelas Corazón de Kaláshnikov (Alfaguara 2014, Planeta 2008), Música para Perros (Alfaguara 2013), El Reino de las Moscas (Alfaguara 2012) y Oriundo Laredo (Alfaguara 2017). También de los libros de relatos No Incluye Baterías (Cal y Arena 2009) y Paracaídas que no abre (2007). Escribió Presidente en Espera (Planeta 2011) y es coautor de otros libros de periodismo como La Guerra por Juárez (Planeta, 2008), Los Suspirantes 2006 (Planeta 2005) Los Suspirantes 2012 (Planeta 2011), Los Amos de México (2007), Los Intocables (2008) y Los Suspirantes 2018 (Planeta 2017). Fue subdirector editorial de El Universal, subdirector de la revista Día Siete y editor en Reforma y El Economista. Actualmente es director general de SinEmbargo.mx

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