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Melvin Cantarell Gamboa

10/05/2022 - 12:05 am

El TM tramo 7. Historia y vivencias

En 1931 llegó al kilómetro 47, hoy Escárcega, un grupo de ingenieros encargados de abrir la brecha del tendido de vía del ferrocarril del Sureste, que uniría a Coatzacoalcos con la ciudad de Campeche.

Supervisión de obra del Tramo 2 (Dzitbalché-Calkini, Campeche) del Tren Maya.
“Puedo decir con pleno conocimiento y certeza que aquella selva en la que viví y disfruté los mejores años de mi infancia, me la han jodido”. Foto: Presidencia/Cuartoscuro

Marx escribió que la historia no es nada ni hace nada. Quien es y hace es el hombre; por eso, cuando decidimos construir el futuro es necesario volver la mirada hacia atrás pues del pasado de las acciones humanas puede aprenderse, y mucho. Los problemas comienzan cuando se desprecian la realidad y las experiencias para substituirlas por palabras; aun cuando quienes las usen digan contar con el sustento de argumentos, por ejemplo, de carácter ecfológico y afirmen apoyarse en trabajo de campo, pues lo que digan, sin mostrar evidencias suficientes, sólo oscurece, despedaza y acaba por perjudicar lo concreto. La descripción que sigue sobre el territorio que atravesará el tramo siete del Tren Maya expone un material que debe valorarse en torno a esta parte del proyecto.

El estado de Campeche es de los estados con menor densidad de población en la República. La poca población se concentra en la costa y en el Camino real, al norte de la identidad. El enorme territorio que ocupaban, a principios del siglo XX, los municipios El Carmen, Champotón y Hopelchén estaba prácticamente deshabitado desde el año 950 de nuestra era cuando sus pobladores originales, los mayas del periodo preclásico y clásico lo abandonaron por causas aún no suficientemente investigadas; quizás por agotamiento de las tierras de cultivo debido al crecimiento demográfico. En esa área que comprendía el Petén guatemalteco y el Petén campechano se calcula que vivía más de un millón de personas. En sucesivas migraciones grupos numerosos de pobladores se desplazaron al norte hacia el territorio de los Itzaes, cuya ciudad más importante es Edzná. La selva de la región abandonada se regeneró, prosperó y floreció durante los siguientes mil años. 

En 1908, Porfirio Díaz concesionó a The Laguna Corporation los territorios comprendidos desde la ribera de Laguna de Términos hasta lo que hoy es el municipio de Calakmul. En 1914 la empresa inició la invasión capitalista del territorio que hoy atravesará el tramo siete del Tren Maya que comprende los actuales municipios de Escárcega y Calakmul. El permiso de explotación incluía el palo de tinte, maderas preciosas y la resina del chicozapote.

El palo de tinte declinaba como mercancía en la industria textil europea desplazado por los colorantes químicos, de ahí que el interés de los recién llegados se centrara especialmente en la resina del zapote. La explotación del chicle en gran escala la emprendió en 1860 en Veracruz la Cía. Adams. En Campeche, según documentos del Archivo del estado, arrancó en 1894. 

El privilegio de invadir la milenaria selva virgen empezó con el traslado desde Ciudad del Carmen de personal, maquinaria y aperos adecuados para su colonización. Los recién llegados remontaron el río Mamantel hasta el poblado de Pital, de aquí hacia el interior se hizo un tendido ferroviario de vía angosta de 57 kilómetros de extensión, por el que correría un pequeño tren de vapor hasta su cede en el poblado de Matamoros; desde este punto, el trenecito trasladaba los productos hasta Pital y de ahí a Ciudad del Carmen con destino a los Estados Unidos.

Durante más de 30 años la compañía explotó los generosos frutos de la naturaleza arrebatados a nuestro suelo; los encargados de la tarea eran peones de la región del Carmen (expulsados de las viejas haciendas que fueron abandonadas por sus dueños al desaparecer la explotación de el palo de Campeche), otros provenían de los estados de Tabasco, Veracruz y Yucatán; unos mil 500 hombres, algunos con sus familias, fueron diseminados en cuadrillas de diez en numerosos campamentos chicleros y madereros por toda la zona.

La extracción de chicle se hacía durante la temporada de lluvias (de julio a enero) y la de la madera en la seca (de febrero a junio). El chiclero don Trinidad Salvatierra Gutiérrez escribió en sus impactantes memorias (publicadas por el Gobierno del estado de Campeche. 2003) “Todas esas explotaciones llevaron a la ruina a las grandes montañas, al zapote se le sacaba la resina, vive, pero no da fruto, eso sí no se muere, pero no se reproduce. Los animales mueren de hambre porque no hay fruto que coman, las grandes parvadas de pájaros ya no existen por la excesiva matanza sin provecho, el hombre mata y mata por gusto.

“La tala inmoderada de montes es lo más malo, ya que produce carencia de lluvias, porque donde no hay vegetación no hay lluvias… Las grandes riquezas que tenía nuestro estado se han quemado por falta de atención del Gobierno, aunque ya prohibió la extracción del chicle, se acordó muy tarde… Los que trabajaban en el corte de madera de cedro y caoba tenían que procurar que el árbol sea de primera, pues de verdad había árboles floridos en aquel tiempo… Escárcega, estaba asentada en medio de una inmensa selva donde habitaban miles de animales silvestres, su floración estaba compuesta de muchas riquezas maderables… Sus riquezas eran superiores. De esa gloria silvestre, no queda nada”, concluye don Trinidad.

En 1931 llegó al kilómetro 47, hoy Escárcega, un grupo de ingenieros encargados de abrir la brecha del tendido de vía del ferrocarril del Sureste, que uniría a Coatzacoalcos con la ciudad de Campeche. Los acompañó un batallón de soldados. El encargado de los trabajos preliminares, ingeniero en jefe, Eduardo L. Dubot instó a los lugareños para que solicitaran al Gobierno federal tierras para un ejido. Los campesinos se quejaban de que la compañía foránea los denunciaba ante las autoridades del estado por invasión de sus tierras cuando intentaban sembrar milpa. Cuenta don Trinidad, en sus memorias, que él y otros vecinos fueron detenidos por orden del Gobernador cuando los representantes de la Co. los acusaron de invasores; para resolver el conflicto la autoridad pidió al ejército su intervención. El sargento encargado de ejecutar la orden de desalojo, formado como soldado en la Revolución de 1910, escuchó las razones de los lugareños y simplemente les dijo: “sigan trabajando, nadie los molestará”. 

En los años 1932 y 1933 el lugar se convirtió en el centro del tendido de vías hacia Tenosique y Campeche. Ese año, el General Francisco Mújica llegó a supervisar los trabajos, los campesinos le solicitaron tierras y le piden acelerar los trámites para la creación del ejido. En 1934 pasó por el lugar el candidato a la Presidencia de la República Lázaro Cárdenas, quien se comprometió a dotarlos de tierras; ese mismo año se conforma el ejido Mariano Matamoros con 17 mil hectáreas; un año más tarde, 1935, Escárcega recibió el mismo reconocimiento y 14 mil hectáreas de territorio.

La actividad chiclera y maderera se extendió hasta alcanzar los límites con el territorio de Quintana Roo; a lo largo de su desplazamiento se formó el ejido de Silvituc y, poco tiempo después, el de Xpujil.

Durante el Gobierno cardenista se impulsó la creación de cooperativas chicleras y algunas madereras que no progresaron. Para los años cuarenta La Laguna Co. abandonó las tierras que tenía concesionadas; desde entonces, estos permisos se autorizaron a nacionales con influencias y dinero. Con los nuevos patrones llegaron, además de los habitantes de estados vecinos, extranjeros que se dedicaron a comerciar herramientas, machetes, hachas, botas, principalmente chicleras, espolones de metal para trepar a los árboles de zapote, cuerdas y otros artículos; desafortunadamente introdujeron, de contrabando, bebidas alcohólicas como habanero y aguardiente de caña que envilecieron a muchos trabajadores y, fuera de la ley, comercializaron el chicle y maderas hacia el vecino protectorado británico de Belice. 

Los particulares beneficiados con las concesiones forestales, a cambio de cada árbol talado debían, por obligación, reforestar con diez nuevas plantas los campos. Ninguno lo hizo. La tala continuó desaforadamente; en ocasiones los permisos se vencían y se abandonaban miles de pies cúbico de troncos que se pudrían, pues las “trozas” no podían moverse de los “tumbos”.

Mi familia es originaria de Campeche, por tradición dedicada a la marinería y a la carpintería de ribera, por lo que conocían muy bien el significado y el valor de la madera para la construcción de embarcaciones. Mi padre rompió esa vocación cuando decidió dedicarse a la mecánica; al final terminó su vida activa como motorista en los barcos pesqueros de la flota camaronera campechana. En 1945 se desempañaba como operador de maquinaria en las tres fábricas de hielo de la ciudad de Campeche y fue secretario general del Sindicato de Hieleros; la madurez gremial de los trabajadores permitió a este sindicato reclamar los derechos que le otorgaba la ley. Ese año (1945), se firmó el armisticio que puso fin a la Segunda Guerra Mundial; en 1942 México había declarado la guerra a las potencias del eje, el Presidente de México General Manuel Ávila, como medida de protección al ingreso de los trabajadores, expidió un decreto que obligaba a los patrones a pagar un excedente al salario; mi padre, asesorado por el joven abogado Carlos Pérez Cámara obtuvo un laudo laboral en favor del sindicato de hieleros y los dueños de las fábricas hubieron de abonar ese adeudo a sus obreros. En una asamblea extraordinaria del sindicato, se hizo entrega equitativa de los fondos recuperados; para festejar mi padre y yo nos fuimos a Mérida a ver torear en un mano a mano a Lorenzo Garza, el “Ave de las tempestades”, con el mazatleco Ramón Tirado. El compañero que cubriría sus turnos no se presentó a trabajar, enterados los dueños de las hieleras le levantaron acta por abandono de empleo y lo despidieron. Nadie lo defendió.

Los hermanos de mi madre, Manuel y Rubén Gamboa le ofrecieron el puesto de operador del tractor que arrastraba la madera de un campamento propiedad de Manuel Rosado, situado en el kilómetro 192 de la línea del ferrocarril de Sureste que unía a Campeche con Tenosique. Siete años vivimos en la selva; cuatro temporadas en diferentes instalaciones temporales y tres en Escárcega. Después del 192, nos cambiaron a Paicabí; la seca siguiente estuvimos en Cantemó, sobre el recién construido trazo de la futura carretera Escárcega-Chetumal y, de ahí, a Chac-ché, “montaña” adentro, a unos kilómetros de Zoh Laguna, un enorme aserradero que empezó a operar en 1945; el permiso de explotación forestal fue otorgada al yucateco Alfredo Molina y operado por trabajadores indígenas mayas provenientes del sur del estado de Yucatán; la bella laguna, en cuya ribera se estableció la población, es ahora un atractivo destino turístico.

Paicabí estaba situado a unos diez kilómetros de Silvituc y Chac-ché, en el actual municipio de Calakmul, veinte kilómetros selva adentro. El Cantemó al que me refiero, no es el actual sobre la carretera Escárcega- Campeche, estaba a unos kilómetros al oeste de El Lechugal.

En estos lugares, pese a mi corta edad, tenía por encargo pequeñas tareas: cortar leña, acarrear agua y vigilar a mis hermanitos; el resto del tiempo sin Dios, sin amo y sin escuela vagaba por los alrededores como todo un personaje roussoniano. La selva se convirtió en parte de mi vida, observaba los pájaros, construía trampas para atraparlos o intentaba, con la ayuda de una palangana, pescar en las aguadas y otras trabasuras.

Regresamos al puerto de Campeche en 1952. En el viaje de vuelta por ferrocarril, comparaba mi selva con la vegetación del trayecto y la selva mediana me pareció enana; poco después una tía me invitó a visitar Mérida, la selva baja del trayecto me pareció insignificante. En diferentes ocasiones regresé a Escárcega, y muy pocas a Xpujil, cada vez que lo hacía observaba cambios; la vegetación era cada vez más baja y abundaban los matorrales; en 1983, en una visita a Xpujil, vi grandes árboles secos de chicozapote que sobresalían en la baja maleza, parecían cadáveres leñosos en pie; pregunté a mi tío Manuel Gamboa qué había sucedido y me contestó: los aires calientes provenientes de la erupción del volcán Chichonal fueron arrastrados por los vientos y los quemaron. Estuve de nuevo la zona seis años después y volví a notar el deterioro: una selva baja se extendía por los cuatro puntos cardinales. Cuando ahora veo las fotografías y videos que difunden los medios de comunicación y muestran su estado actual, con tristeza observo arbolitos de cuatro o cinco pulgadas de grosor que no tienen comparación con aquellos que guarda mi memoria, gigantes con troncos de 20 y hasta 30 pulgadas de diámetro; puedo decir con pleno conocimiento y certeza que aquella selva en la que viví y disfruté los mejores años de mi infancia, me la han jodido. (Continuará) 

Melvin Cantarell Gamboa
Nació en Campeche, Campeche, en 1940. Estudió Filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Es excatedrático universitario (Universidad Iberoamericana y Universidad Autónoma de Sinaloa). También es autor de dos textos sobre Ética. Es exdirector de Programas de Radio y TV. Actualmente radica en Mazatlán, Sinaloa.

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