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Susan Crowley

12/11/2022 - 12:04 am

Icono, el silencio de Dios

“El ícono es un espejo en el que, en todo caso, somos nosotros los que añoramos la presencia de lo sagrado. Esa ausencia que no debe ser evidente, que no se reduce a nuestros designios, sino al contrario, nos obliga a elevarnos a las más altas exigencias de fe”.

Originado en las tumbas egipcias coptas, fusión de la herencia faraónica y el cristianismo temprano, elevado a su condición de arte gracias a la escuela de El Fayum, el ícono se convirtió en la posibilidad de plasmar una idea, la de Dios. Acorde con los tiempos de revelación, el rostro de la divinidad, entidad irrepresentable, por fin encarnada, adquiría un cuerpo. El ícono sería el vehículo en el cual la omnipotencia se manifestaría, pero nunca sería atrapada. Si el Dios de Moisés, aquel que exigía al pueblo elegido jamás ser visto se había materializado en el cuerpo del Cristo, habría que ser sumamente cuidadosos en la manera de plasmarlo. Muchas fueron las discusiones iconoclastas que dirimieron el fin último de la representación, ¿cómo asumir la materia de lo sagrado?, ¿cómo asegurarse de que no fuera idolatría?

Cualquier presunción de estilo condenaría al omnipotente a devenir en ídolo. Ajeno a las concepciones estéticas clásicas, el ícono marca un hito en la historia de la pintura. Sello de fe de un pueblo, alejado de cualquier culto pagano, es una de las expresiones más sublimes y al mismo tiempo misteriosas del arte. Imagen inaccesible, es el umbral a un sinnúmero de cuestionamientos no solo religiosos, también filosóficos y estéticos.

A diferencia del retrato occidental, que tiene por condición crear un parecido lo más fiel posible a la realidad, que contenga los atributos del personaje representado, su vida, trayectoria, incluso acumulación de bienes, el objetivo del ícono es exaltar lo inconmensurable, lo que no se ve, la ausencia. En el ícono “la imagen de Cristo está vaciada de su presencia, pero llena de su ausencia”, de esta manera enuncia Jose-Marie Baudinet, la metafísica de la imagen. Se trata de una idea que, no por ser palpable, rompe con la invisibilidad. Lo que vemos en una imagen icónica es el misterio que asoma desde lo que no se ve. Eso irrepresentable que subyace más allá de lo que se mira. El ícono es un espejo en el que, en todo caso, somos nosotros los que añoramos la presencia de lo sagrado. Esa ausencia que no debe ser evidente, que no se reduce a nuestros designios, sino al contrario, nos obliga a elevarnos a las más altas exigencias de fe.

El icono de “La Trinidad” del Antiguo Testamento. Foto: Galería Tretiakov de Moscú.

Como un esfuerzo por conjugar de una manera eficaz los preceptos de la Iglesia, aquella en la que la Idea triunfó y finalmente pudo ser plasmada; el primer acuerdo de representación se dio con el Cristo Pantocrátor. Emperador de la eternidad, más parecido a un guerrero bárbaro que al Buen Pastor, que hasta entonces se había presentado en las catacumbas romanas. Centro del universo, fue colocado en los ábsides de las primeras iglesias, en calidad de juez de las almas. Se convirtió rápidamente en la figura socorrida por el proselitismo cristiano. Alegoría del Juicio Final y del reinado de Dios en la Tierra, es el principio de la complejidad que irá adquiriendo la incipiente iconografía. Debemos recordar que el cristianismo era una religión nueva y debía constituir sus símbolos partiendo de una creación inédita.

El proceso técnico de este arte evolucionó al mismo tiempo que el poder de la Iglesia Ortodoxa, que muy pronto dejó atrás el arte de los íconos del Egipto Copto. La proliferación de monasterios por toda Europa y Medio Oriente permitió que se abrieran escuelas en las que se elaboraban imágenes respetando el canon establecido como una disciplina teológica. La meticulosa forma en la que debía pintarse un ícono se convirtió en una ley. Su producción estaba supervisada por las más altas instancias eclesiásticas. Las imágenes representadas serían únicamente las autorizadas: Cristo, Espíritu Santo, la Virgen y los mártires; los temas: la Deesis (Cristo, San Juan y la Virgen María), la Crucifixión, la Resurrección. Poco se dejaba a la imaginación del iconografista, cualquier acto de libertad o presunción de estilo era duramente castigado. Como prueba del dogma que imperó en su elaboración, podemos ver que la evolución de la imagen de la Virgen en Oriente, es prácticamente nula durante siglos: hierático, frontal y esquemático. Mientras que en Occidente las variaciones proliferan, al grado de que Caravaggio utilizó el cadáver hinchado por ahogamiento de una prostituta en el cuadro la Muerte de la Virgen.

El proceso de preparación de un ócono es tan importante como pintarlo. Tiene por condición albergar el Rostro Sagrado en cualquiera de sus manifestaciones. Por esta razón debe utilizarse un trozo de madera que recuerde la humildad con la que Cristo fue sacrificado en la Cruz.  En trazos sucesivos, se coloca desde el más oscuro hasta el más translúcido para evocar la redención de la carne. Cada color tiene un significado específico y no debe variar, una especie de develación que en sucesivas capas nos recuerda que estamos delante de una idea, no de una imagen humana.

El graphein (en griego) tiene la función de inscribir la imagen sin circunscribirla; no la encierra, la apunta al infinito. El término EIKONOMIA o la economía del padre es la forma en la que se administra la imagen del gestor supremo, el gran ecónomo, que “dispensó su esencia para distribuirla” dice Baudinet. La mirada es el centro de energía, por eso la mayoría de las veces los ojos se muestran estrábicos, generando una perspectiva invertida, es decir, la mirada sale del espacio físico para dirigirse en una serie interminable de rombos al infinito. Lo visible en la imagen tiene por condición recordar que no es aquí donde se encuentra la divinidad, nosotros habitamos un espacio profano. El ícono habita en lo sagrado, es una presencia instantánea que tiene por condición captar el absoluto. Pero en sí, no es un fin, es tan solo un medio para acceder a lo sagrado.

Cristo Redentor de Andréi Rubliov, c. 1410. Foto: Galería Tretiakov, Moscú

Si el retrato refleja una existencia humana, el ícono plasma la esencia sagrada. Es la revelación de eso que jamás podremos volver aprehensible porque no cabe en un espacio determinado. El ícono es el arte del tiempo y de la exigencia última, un acto de fe, tan grande y elevado como el que sufrió el pueblo elegido siguiendo a Moisés en su exilio. Por eso la imagen icónica guarda en sí el orden del deseo, es esa alianza que establecemos con la divinidad hasta las últimas consecuencias. Lo sagrado como el misterio que jamás se desentrañará porque implica el deseo perenne, el que nunca se cumplirá para poder ser.

En su ópera, oratorio, Moses und Aron, el compositor Arnold Schöemberg crea una dialéctica en la que los personajes bíblicos ponen a prueba sus intenciones. Moisés representa la imposibilidad de llevar una idea a cobrar forma, mientras que Aarón, su hermano, brega la dificultad de propagar un culto sin ofrecer una imagen de la cual asirse y termina entregando al pueblo de Israel el becerro de oro. Dentro de una cosmogonía dodecafónica arrasadora, que nos lleva a vivir una de las experiencias estéticas, filosóficas y religiosas más elevadas y estremecedoras que de la música se tenga memoria, la discusión entre estos dos personajes bíblicos se ve violentada por la ausencia de Moisés y la resignación de Aarón ante la demanda de sacrificio pagano de su gente. En un arranque de ira, Moisés destruye las tablas de la ley y opta por el silencio. No hay palabras que puedan describir su decepción.

Al arribo del cristianismo, el trazo icónico se convierte en la figura de lo sagrado asumiendo que no es lo sagrado. Su condición es elevar las formas a lo indecible, establecer un intervalo entre lo visible y lo invisible. Es la síntesis que contiene el vacío, memoria de una promesa. Tan compleja es la tensión entre lo sagrado y su representación, que la historia del cristianismo está cruzada por este desafío y será motivo de las más violentas polarizaciones, entre conservadores y progresistas. Es la historia del cristianismo. La división de las iglesias de Oriente y Occidente y siglos después el movimiento de Reforma es en parte es en parte la imposibilidad de esclarecer la dialéctica emprendida por Moisés y Aarón: lo sagrado como idea contra la forma, su representación.  @Suscrowley

Susan Crowley
Nació en México el 5 de marzo de 1965 y estudió Historia del Arte con especialidad en Arte Ruso, Medieval y Contemporáneo. Ha coordinado y curado exposiciones de arte y es investigadora independiente. Ha asesorado y catalogado colecciones privadas de arte contemporáneo y emergente y es conferencista y profesora de grupos privados y universitarios. Ha publicado diversos ensayos y de crítica en diversas publicaciones especializadas. Conductora del programa Gabinete en TV UNAM de 2014 a 2016.

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