ADELANTO | Las heridas que dejó el Muro de Berlín en Antes de septiembre, de Mario Escobar

16/03/2019 - 12:00 am

Antes de septiembre es un homenaje a las personas comunes, cuyos nombres no suelen salir en los libros de historia, pero que se rebelaron a un sistema injusto y cruel. Albañiles, amas de casa, mecánicos o estudiantes, se enfrentaron al sistema y, en cierto sentido, lo derrotaron, aunque su victoria tardó varias décadas en hacerse efectiva.

Ciudad de México, 16 de marzo (SinEmbargo).– Antes de septiembre guarda la conmovedora historia de una familia separada por el Muro de Berlín y su lucha por reunirse de nuevo.

El 13 de agosto de 1961, los berlineses se despiertan con la amarga noticia de la construcción del muro. Alzada por sorpresa y ante la indignación de medio mundo, la pared no solamente divide la ciudad en dos, sino que también separa a numerosas familias como la de Stefan, que se ve alejado de su mujer y su hija.

SinEmbargo comparte un fragmento del libro Antes de septiembre, de Mario Escobar, por cortesía otorgada bajo el permiso de Ediciones B.

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Las heridas más profundas tardan en sanar y siempre duelen. El frío las reaviva y nos ayudan a identificar los cambios. El Muro de Berlín fue una de las más grandes y duraderas de Europa. Los Países Aliados querían infringir un castigo ejemplar a los alemanes, dividieron su país, y la capital en cuatro sectores. Aquella división artificial se mantuvo, al menos en dos sectores, durante treinta y cuatro años.

Me acerqué a la historia del Muro de Berlín con recelo, no quería hablar de los grandes conflictos políticos o la tensión política, necesitaba reflejar la vida y sufrimiento de los millones de berlineses corrientes, que sufrieron las políticas de sus respectivos gobiernos.

Antes de septiembre es un homenaje a las personas comunes, cuyos nombres no suelen salir en los libros de historia, pero que se rebelaron a un sistema injusto y cruel. Albañiles, amas de casa, mecánicos o estudiantes, se enfrentaron al sistema y, en cierto sentido, lo derrotaron, aunque su victoria tardó varias décadas en hacerse efectiva.

Europa logró estrechar lazos gracias a la Unión Europea, que convirtió a enemigos irreconciliables en socios y países amigos. Hoy esa construcción se encuentra en peligro, de nuevo los ciudadanos tendrán que unirse para frenar las olas de capitalismo extremo, populismo y neofascismo que amenazan el continente.

La historia de los protagonistas, un albañil y un contrabandista, nos mostrará que más allá de los obstáculos y los impedimentos, la verdadera fuerza que mueve al ser humano es el amor. Esta es la historia de uno de aquellos túneles, pero sobre todo es la historia de nuestro pasado colectivo y de cómo las decisiones de los políticos nos afectan en nuestra vida cotidiana.

El destino de los hombres es la historia de Stefan, Derek, Johann, Volker, Zelinda, Ilse y Giselle, los protagonistas de esta novela, que se convertirán en héroes a pesar suyo, por el simple hecho de no renunciar a las personas que amaban y a enfrentarse a un sistema injusto.

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Nota a los lectores

Algunos nombres y situaciones han sido cambiados, pero la historia está inspirada en la dramática vida y en los acontecimientos protagonizados por Siegfried Noffke, un albañil de veintidós años, ciudadano de la zona soviética en Berlín, pero que a finales de 1950 decidió emprender una nueva vida en la zona occidental y se trasladó al barrio berlinés de Kreuzberg. Se casó con Hannelore en mayo de 1961, con la que tuvo un hijo, mientras ella seguía viviendo en el Berlín Oriental. Siegfried esperaba la autorización para trasladar a su familia al Berlín Occidental cuando comenzó la construcción del muro, pero las autoridades denegaron la salida de su esposa y su hijo. Su amigo Dieter Hoetger, que se encontraba en una situación similar, decidió ayudarle a construir un túnel para rescatar a sus familias y llevarlas al otro lado del muro. Los dos hombres arriesgarán sus vidas para tratar de reunirse con sus esposas e hijos y llevarlos a la zona libre. Este libro es un homenaje a las más de seiscientas personas que murieron al intentar cruzar aquella terrible barrera y a los millones que sufrieron durante más de veintisiete años aquella división humana de Europa.

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Juntos estuvimos frente al Muro, nos sentamos a orillas del río Spree y observamos las heridas más viejas de Europa. Lloramos escuchando las historias de los supervivientes y decidimos ser felices. Gracias por compartir toda una vida conmigo.

A las generaciones que no conocieron la Guerra Fría y el Telón de Acero, para que sean más sabias que la nuestra.

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Hace dos mil años el alarde más orgulloso era civis romanus sum. Hoy, en el mundo libre, el mayor orgullo es decir: Ich bin ein Berliner. ¡Agradezco a mi intérprete la traducción de mi alemán! Hay mucha gente en el mundo que realmente no comprende, o dice que no comprende, cuál es la gran diferencia entre el mundo libre y el mundo comunista. Decidles que vengan a Berlín. Hay algunos que dicen que el comunismo es el movimiento del futuro. Decidles que vengan a Berlín. Y hay algunos pocos que dicen que es verdad que el comunismo es un sistema diabólico, pero que permite nuestro progreso económico. Lasst sie nach Berlin kommen (Decidles que vengan a Berlín).

Discurso en Berlín de John F. Kennedy, 25 de julio de 1961

Nosotros somos el pueblo (Wir sind das Volk).

Mensaje de casi un millón de personas que se manifestaron en 1989 en Leipzig, para que Alemania Oriental abriera las puertas del Muro de Berlín.

No olvides la tiranía de este muro… ni el amor a la libertad que lo hizo caer…

Autor desconocido de un grafiti en el Muro de Berlín

¡Berlín espera algo más que palabras! ¡Espera acciones políticas!

Willy Brandt, alcalde de Berlín en 1961

No es una solución bonita, pero un muro es muchísimo mejor que una guerra.

Declaraciones de John F. Kennedy a sus colaboradores el 14 de agosto de 1961

El Muro seguirá existiendo dentro de cincuenta y de cien años si las condiciones que se dieron para que se erigiera no se combaten.

Erich Honecker, 19 de enero de 1989

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Prólogo

«Cuando el odio crea muros, el amor construye túneles.» Al menos eso fue lo que me dijo Hanna Reber la primera vez que nos conocimos. Yo era un joven periodista de Der Spiegel interesado en historias del Muro de Berlín y ella una señora de algo más de sesenta años, con una belleza marmórea y melancólica que me recordaba a las estatuas clásicas sumergidas en el fondo del océano. Sus ojos grises parecían sufrir un eterno invierno, petrificados en los muros que dividieron el mundo en dos durante algo más de veintiocho años; sus cabellos grises con tonos dorados se asemejaban a los campos secos del verano, cuando comienzan a cubrirse con las primeras heladas otoñales. Sus modales eran delicados; pero sus manos delataban una existencia difícil, una vida ajena, extraña, impuesta por el destino.

—¿Por qué dice eso? —me atreví a preguntar como si estuviera profanando el lugar más sagrado de la memoria.

Hanna me miró con indiferencia, como lo hacen los sabios ante las palabras inoportunas de los indoctos, pero, antes de que sus ojos me escrutaran de nuevo, su sonrisa infantil le dulcificó el gesto.

—Éramos muy jóvenes, creíamos que teníamos derecho a cambiar el futuro. Nos sentíamos libres a pesar de la realidad. Berlín se asemejaba a un patio de recreo repleto de descampados cubiertos de musgo que apenas disimulaban las cicatrices de la guerra. Nuestro país no nos pertenecía, parecíamos ermitaños, huérfanos en búsqueda constante de un pasado triste y deshonroso, como las familias que ocultan una afrenta o un hecho vergonzoso, pero no cambiaría mi juventud por nada del mundo. La juventud significa el asombroso descubrimiento de uno mismo, el espejo de la consciencia que nos permite convertirnos en adultos. Por eso un túnel escondido bajo el Muro de Berlín en el fondo es como el Bifröst, el puente del arcoíris ardiente que une Midgard y Asgard, el reino de los hombres y el reino de los dioses. Nosotros, querido Roland, nacimos y vivimos al Este del paraíso, pero soñábamos con regresar de nuevo al Edén.

Al oírla pronunciar mi nombre sentí un escalofrío, el mismo que siento hoy cada vez que intuyo una buena historia. Saqué mi lapicero y el bloc de notas y me quedé observándola durante horas, mientras su voz suave, afinada por las lágrimas y las risas de la vida, fue transportándome al verano de 1961, cuando el Telón de Acero se transformó en un tosco muro de ladrillos y mortero, convirtiendo a Berlín en la cárcel más grande del mundo.

Primera parte

EL PARAÍSO SOVIÉTICO

Stefan Neisser era el hombre más apuesto de Berlín. Había heredado la profesión de su padre, la albañilería, pero, a pesar de sus manos trabajadas y la piel reseca por el yeso y el cemento, siempre vestía trajes cruzados, corbatas de nudo pequeño y lustrosos zapatos de color negro. Con treinta y tres años aún conservaba el inocente rostro de un niño, con el pelo rizado, los rasgos suavizados y unos ojos verdes aceitunados que a veces parecían marrones. Su familia había sobrevivido al nazismo con la misma naturalidad como en la actualidad se enfrentaba al comunismo; los Neisser no suponían una amenaza, eran gente humilde que llevaban algo más de doscientos años levantando paredes, alicatando baños y solando salones de las vetustas mansiones de la zona noble de Pankow; para ellos el paso del tiempo y la política apenas significaban nada. Los edificios de Pankow habían sobrevivido sin sufrir apenas los bombardeos aliados y se encontraban ocupados por los llamados «moscovitas», comunistas alemanes que habían regresado de la Unión Soviética. También las mansiones de la lujosa zona de Karlshorst daban cobijo a los oficiales rusos de alta graduación.

Stefan había abandonado en 1950 la parte este de la ciudad, para irse a vivir a Kreuzberg y convertirse en conductor de tranvía. Ahora Stefan era padre de familia y acababa de casarse con Giselle, reconociendo a su hija en común Frida, por lo que esperaba que unas semanas más tarde las dos pudieran trasladarse a su apartamento en Berlín Occidental.

Desde el final de la guerra la vida había sido muy difícil. Sobrevivir a las bombas había supuesto casi un milagro, pero la llegada de los rusos había empeorado aún más las cosas. Violaciones, hambre, miseria y terror se habían constituido en parte de la cotidianidad en los primeros meses de ocupación. Por eso todos deseaban la llegada de los norteamericanos y a pesar de la división de la ciudad y la llegada de alimentos, las cosas cambiaron muy poco a poco. El padre de Stefan siempre comparaba el saqueo soviético con el saqueo de Roma de 1527, al parecer lo había leído en un periódico clandestino que se repartía por Berlín. Nunca habían sido conscientes de lo ricos y afortunados que eran hasta que les habían quitado hasta la más pequeña pertenencia. Bicicletas, gramófonos, radios y todo tipo de comida caía en manos de los soldados soviéticos, que recorrían las calles cargados de las pertenencias de los berlineses.

El hombre aún recordaba una canción que se popularizó al final de la guerra y que hablaba de los precios altos, las tiendas cerradas y el hambre desfilando por las calles. Los berlineses se hartaron de comer nabos, brezas, grelos y algunas alubias estofadas. Ya no había hambre, pero la tristeza parecía la segunda piel de los alemanes y todos deseaban marcharse al Oeste.

Mientras se aproximaba al edificio del registro no podía dejar de observar las profundas heridas que aún se veían en la parte Este de la ciudad. En el lado occidental muchos de los solares vacíos habían sido edificados y la prosperidad parecía invadirlo todo; en la parte soviética aún crecían las hierbas y los matorrales sobre los escombros de la guerra, intentando tapizar de vida aquel escenario de muerte y sufrimiento.

Stefan caminaba como hipnotizado mientras se dirigía al registro para comprobar cómo marchaba su solicitud de traslado; aquel mundo congelado en el tiempo pronto pasaría a formar parte de la historia. Miró la entrada del edificio y sintió un breve escalofrío. La burocracia de la RDA era casi tan retorcida y compleja como la de la Unión Soviética, pero con la rigurosidad alemana.

En la entrada Stefan enseñó su documentación y subió las escaleras del desvencijado edificio de dos en dos. Aún se veían en algunas paredes las marcas de los antiguos símbolos nazis, como unas heridas abiertas que no terminaban de curar por completo, pero la hoz y el martillo ocupaban ahora cada rincón de Alemania Oriental, recordándoles a cada momento que eran esclavos y pertenecían al Imperio soviético. En unos pocos días todo aquello quedaría atrás, cuando su esposa estuviera en Berlín Occidental ya no tendría que regresar más a aquella parte oscura de la ciudad. Echaría de menos a sus padres, que eran demasiado ancianos para ir a vivir con ellos y pertenecían al mundo que estaba desapareciendo; él formaba parte del futuro de una Alemania nueva y fuerte.

Al llegar a la primera planta observó la larguísima fila, pero aquello no le afectó lo más mínimo, la Alemania del Este era una interminable estancia en una sala de espera. Las personas que le precedían en la fila parecían tan aburridas y resignadas como él. Podía ver reflejado en sus caras la desidia de los que se sentían vigilados las veinticuatro horas del día. El régimen tenía dos confidentes por cada cien habitantes, muchos más de los que el nazismo había desplegado en toda su historia. Cuando le tocó el turno apenas quedaba media hora para que cerraran la oficina, los funcionarios parecían ansiosos por terminar su corta jornada y eran aún menos agradables de lo que solían ser el resto del día.

Stefan se aproximó con una sonrisa en los labios, lo que para muchos empleados públicos era un verdadero insulto, dejó los papeles en el mostrador de madera astillada y miró a los pequeños ojos azules del hombre. Sus lentes aumentaban ridículamente sus pupilas frías e inexpresivas. El funcionario miró el documento de mala gana, esperando encontrar alguna anomalía que le permitiera rechazar la solicitud y no tener que moverse de la silla. En la sala hacía un calor horrible a pesar de que a mediados de agosto el verano comenzaba a desfallecer. El hombre pasó los papeles con los dedos entumecidos, enfundados en unos guantes de lana a pesar de estar en plena canícula, y después caminó lentamente hasta el archivador.

—Su solicitud ha sido denegada —dijo el funcionario con un tono tan indiferente que Stefan no logró entenderle del todo.

—¿Denegada? —preguntó entre incrédulo y preocupado. Sus grandes ojos color aceituna parecían desprender chispas, pero intentó tranquilizarse.

—¡Denegada! No puede apelar; si quiere vivir con su esposa y su hija tendrá que ser en nuestra amada República Democrática de Alemania —comentó el hombre con una sonrisa maliciosa. Para muchos berlineses del Este el compartir la maldición del Gobierno comunista era el único consuelo que les quedaba. En los últimos meses miles de ciudadanos se habían escapado a Occidente y Alemania del Este había perdido en su corta historia a dos millones ochocientos mil habitantes, la mayoría profesionales y trabajadores cualificados.

—No puede ser, tengo todos los papeles en regla —reclamó Stefan, apretando los puños y mirando por primera vez de manera desafiante al burócrata. Siempre intentaba aplacar sus sentimientos y no perder el control, cualquier acción violenta o queja era respondida de manera contundente por la Stasi, la policía secreta del Estado.

—El problema no está en sus papeles, todas las solicitudes han sido denegadas —dijo el funcionario lacónicamente, como si esperase que el mal común fuera suficiente para consolar al hombre, pero no lo era. Él tenía un proyecto de vida en el Berlín Occidental. Llevaba más de un año como conductor de tranvías y, aunque no era el trabajo de su vida, la paga era mucho mejor que la de albañil en un estado comunista.

Respiró hondo, después tomó los documentos y salió cabizbajo de la sala, bajó los escalones lentamente, como si tuviera plomo en los zapatos, y se dirigió a las calurosas calles del centro.

No sabía qué hacer. ¿Cómo le explicaría a su esposa lo sucedido? Deseaba que la niña y ella tuvieran una vida mejor, no le importaba tanto la libertad. No era un idealista, los obreros no podían permitirse ese lujo. La libertad a la que aspiraba era la de no tener que buscar desesperado algo que llevar a la mesa, comprar un coche humilde y pasar los veranos en el campo, al lado de algún lago o río cercano a la ciudad. Sus padres habían tenido una vida difícil; dos guerras mundiales, la crisis económica más grave de la historia y la ocupación rusa. Stefan quería algo mejor para su familia, pero no había excepciones en el paraíso soviético, donde el Estado te aseguraba techo, trabajo y seguridad a cambio de que le entregases tu alma.

Stefan pensó de inmediato en un chiste de mal gusto que circulaba por la ciudad: «¿Sabía que Adán y Eva en realidad eran de Alemania del Este? No tenían ropa, debían compartir una sola manzana, y encima les hacían creer que estaban en el paraíso.»

No cogió el tranvía, como acostumbraba, caminó hasta la casa de su esposa, tenía que aclarar sus pensamientos y pensar en una solución alternativa. Entonces reparó en la alambrada que unos hombres extendían por la calle y se los quedó mirando un rato, como si no comprendiera qué hacían. Después comenzó a seguir las alambradas para buscar una salida como si fuera el ovillo de hilo de Ariadna, aunque no le sirvió de nada; unos cientos de metros más adelante, la alambrada estaba siendo sustituida por un muro de ladrillos viejos, seguramente reciclados de los descampados de algunos edificios en ruina. Los soldados del Ejército Popular Nacional protegían con sus armas a los obreros que sudaban bajo el imponente sol del verano.

«¿Qué es esto?» Se preguntó angustiado, aunque en cierta manera conocía la respuesta. La cárcel en la que se había convertido Alemania del Este simplemente se materializaba de una vez por todas. El famoso Berliner Blockade del verano de 1948, en el que los soviéticos cortaron todos los accesos a la parte occidental de la ciudad y casi había asfixiado a sus habitantes, se repetía trece años después, pero en forma de muro y alambrada de púas.

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