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Susan Crowley

17/02/2024 - 12:04 am

Pompidou, un asilo para el chamán

El Pompidou de Richard Rogers y Renzo Piano recibe a Beuys como una de sus obras más preciadas, un relato que, dentro del espacio, nos lleva a otros espacios múltiples comparables a lo que solo la religión, tal vez el amor y, desde luego, el arte nos puede brindar.

Cuando los dos amigos Richard Rogers y Renzo Piano, ambos arquitectos, concursaron por el contrato del Centro Pompidou, también conocido como Beaubourg, eran los tiempos del jipismo. Su intención, en pleno centro de París, hacer escándalo. Un sistema de engranes transparentes, de estructuras en forma de tubos multicolores por los que se transitaría a las distintas áreas. Un edificio que fuera modelo del tiempo más allá de los tiempos. Atrevido en medio del avejentado entorno, lleno de imaginación. El espacio ganado por ellos contaría con un museo para el arte moderno y el arte del futuro, una biblioteca, una cineteca y la explanada de usos múltiples que daría amplitud a esta zona de edificios antiguos amontonados, lastimada por el abandono y la ineficiencia de servicios públicos. De una manera divertida, si es que podemos hablar de humor en la arquitectura, arrancó uno de los proyectos más ambiciosos de la época. Aún hoy, que tras cuarenta y siete años, su inauguración fue el 31 de enero de 1977, ya puede ser considerado una reliquia sigue fascinando debido a su vigorosa y ligera estructura. Las vistas de la ciudad, que solo en su terraza se consiguen, desde el Sacré- Coeur a la Défense y de ahí a los Invalides, lo convierten en un mirador en el que los visitantes se dejan envolver por la belleza de la ciudad.

Pasados los años y habiéndose considerado el espacio de la modernidad, cuando el arte contemporáneo era una especie de emergente que buscaba abrirse paso en los grandes salones del arte, Pompidou ha sabido mantenerse a la vanguardia con un programa de adquisiciones inteligente y calculado. ¿Quiénes son los artistas que deben colgar de sus muros?  En su colección podemos encontrar con enorme detalle el camino que tomó el arte desde los inicios del siglo XX hasta nuestros días. Un cinturón del tiempo que narra ese advenimiento de las nuevas ideas, con los grandes genios, los clásicos de la modernidad que hoy son las piedras filosofales de las siguientes generaciones.

Las vanguardias y las siguientes manifestaciones, desde la Bauhaus, el minimalismo, conceptualismo, el pop hasta los artistas más recientes del siglo XXI, que aún están definiendo su cuerpo de obra, y que se encuentran ordenados por temas y por intenciones, nos permiten hacer una visita exhaustiva y comprender el avance del proceso artístico durante estos dos siglos.

Entre todos ellos vale la pena destacar una de las piezas más valiosas del museo, la sala dedicada a Joseph Beuys. Igual que el edificio que lo acoge, a pesar de los años que han pasado, el artista aparece delante nuestro como una propuesta fresca, desafiante sin ser provocadora o gratuita. No olvidemos que, incluso hoy, muchas instituciones no alcanzan a comprender la importancia del trabajo del artista alemán.

En un completo silencio, el espacio de Plight (1985), algo así como Situación en español, es una habitación cerrada cubierta por rollos de felpa gris, utilizados en muchas de las obras del artista por el carácter mítico que les confiere, de inmediato despide una sensación de calor, que a la vez es de aislamiento y recogimiento. Un piano cerrado, una pizarra con un pentagrama sin notas y un termómetro, que nos invitan a pensar en forma poética. Metáfora de la necesidad de sanar la cultura; recordemos que Beuys es un chamán que intenta recuperar y resarcir los daños ocasionados por la vorágine occidental y su obra se ofrece ante nosotros como un asilo, en el mejor de los sentidos. Fueron unos tártaros quienes lo salvaron en medio de la guerra, según le gustaba contar, no sabemos si es real del todo, pero es el fundamento de su proceso artístico. Para Beuys reconstruir el espíritu europeo se convirtió en una cruzada para llevar el arte más allá de la pintura y la escultura.

“En 1943 mi junkers 87 fue derribado en Crimea por los rusos. Fui rescatado por un grupo de nómadas tártaros que con grasa y felpas cubrieron mi cuerpo y curaron mis heridas”. El joven combatiente regresó a una patria devastada por las bombas. No había un edificio en pie. No quedaba un rastro de esperanza para nadie. Beuys pasó un largo periodo de encierro y depresión, el mismo que vivía Düsseldorf, su ciudad natal. Se obsesionó con el dolor y tuvo que lamer sus heridas y aceptar la responsabilidad histórica como alemán frente al mundo. Así fue como surgió la esencia de su pensamiento (no era un objeto, era una idea): “Todo hombre es un artista”. Si el ser humano había podido construir Europa, cada impronta era una pronunciación de su arte. La voluntad de destrucción era también la obra personal de cada ciudadano. Esto lo convertía en artífice de la nueva arquitectura de Europa y del mundo.

Con esto y una voluntad férrea, la del artista, se dio a la tarea de enseñar en la universidad de Düsseldorf. Con el tiempo aglutinó una enorme cantidad de jóvenes seguidores; sus performances llenaban auditorios completos, generaban nuevas vías de pensamiento. Con la misma voluntad fundó el partido verde, Die Grünen, cuya estrategia era justamente proclamar los derechos de la naturaleza a través del arte.

Recordemos cómo su cuerpo de obra consiste en apenas “residuos”: grasa, miel, pedazos de felpas en un tono gris, una liebre muerta, linternas, un coyote salvaje dentro de una galería, pizarrones llenos de discursos escritos, elaborados durante días enteros en los que pasaba dialogando con sus alumnos y seguidores.

Esa era la manera en la que Beuys iba constituyendo el legado que dejaría a las próximas generaciones. Un legado cargado de arqueología primitiva; de Vesalio y su física; de Nietzsche, Schopenhauer y su filosofía; de la poesía de Novalis y de la extraordinaria música de Wagner. Con todo esto rescató mitos ancestrales, prácticas mágicas en las que el arte devenía un ritual iniciático permanente y el artista adquiría proporciones de chamán; con cada una de sus acciones, algo mágicas y alquímicas, se podría rescatar a Europa de su propia traición histórica.

Supo convertir el arte anquilosado y convencional en un proceso de crecimiento mutuo, lo llamó Escultura Social. Al igual que un panal de abejas, sistema que le parecía fascinante, Beuys concebía a la nueva sociedad como una colectividad que era capaz de conformar una urdimbre perfecta; sus redes permitían el crecimiento espiritual y artístico en bien de la comunidad. Con esa misma pasión rechazó al racismo y la desigualdad del imperio estadounidense y lo representó en uno de los performances más significativos de su trabajo: “Me gusta América y a América le gusto yo”, que encontramos a un lado de Plight. Contrario a lo que se acostumbraba en la época, reverenciar al centro de los mercados mundiales, entró a Nueva York sin tocar el suelo, penetró en la galería René Block de Soho y convivió durante tres días con un coyote salvaje. Con esto buscaba resarcir el daño a las culturas ancestrales y curar las heridas infringidas a quienes vivían aislados de los sistemas imperialistas.

Beuys hizo del arte, no un fin, sino un medio con el cual se podía recuperar el tejido social que la guerra y la violencia habían destruido. Ahora que nos hemos vuelto testigos mudos de la violencia y la pérdida, su pensamiento cobra sentido.

Es un privilegio saber que Joseph Beuys existe y que nos brinda la posibilidad de vivir el arte desde otro lugar, no el de la belleza aparente que solo nos da satisfacciones banales, no el de los mercados y la ambición humana que siempre será pasajero. Beuys nos muestra cómo el proceso más profundo y responsable del ser, es más bien el privilegio de ser artista.

La Escultura Social de Beuys es una trama que se teje en el mito como principio de encuentro, religar con lo que somos y que a veces olvidamos. Las ciencias exactas no son para el arte, si no son capaces de guiarse por la intuición. La arquitectura de un museo debe ser intuitiva, por aproximación, un continente que pueda abrazar todas las formas de expresión posible. Una buena arquitectura nos lleva a un tiempo sin tiempo, a un sitio donde la imaginación transcurre libremente. Esa es la adecuación de un museo pensado para trascender modas, épocas y mentalidades temporales. El Pompidou de Richard Rogers y Renzo Piano recibe a Beuys como una de sus obras más preciadas, un relato que, dentro del espacio, nos lleva a otros espacios múltiples comparables a lo que solo la religión, tal vez el amor y, desde luego, el arte nos puede brindar.

Susan Crowley
Nació en México el 5 de marzo de 1965 y estudió Historia del Arte con especialidad en Arte Ruso, Medieval y Contemporáneo. Ha coordinado y curado exposiciones de arte y es investigadora independiente. Ha asesorado y catalogado colecciones privadas de arte contemporáneo y emergente y es conferencista y profesora de grupos privados y universitarios. Ha publicado diversos ensayos y de crítica en diversas publicaciones especializadas. Conductora del programa Gabinete en TV UNAM de 2014 a 2016.

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