LECTURAS | “La Pasajera”: El horror de la violencia política y su efecto al interior de las personas

19/11/2016 - 12:00 am

El escritor peruano Alonso Cueto utiliza en su más reciente novela, La Pasajera, dos herramientas que maneja a la perfección: el suspenso propio del thriller y la profundidad psicológica de la novela realista.

Ciudad de México, 19 de noviembre (SinEmbargo).– En La pasajera, Alonso Cueto continúa la búsqueda que inició en su novela La hora azul: explorar el horror de la violencia política no frontalmente, sino por los efectos que ésta deja en el mundo interior de las personas.

La historia gira en torno a la guerra con Sendero Luminoso y las marcas que ha dejado en Arturo y Delia.

Ambos desean olvidar lo que fueron obligados a hacer en Ayacucho, mientras tratan de recomponer sus vidas en Lima, una ciudad empeñada en recordarles que sus heridas aún siguen abiertas.

Ahora él es taxista y ella peluquera, pero lo que en verdad son está signado por sus destinos y sueños, por cómo conviven con la culpa y cómo buscan el perdón.

Alonso Cueto nació en Lima, en 1954, y estudió literatura en la Universidad Católica del Perú y en la Universidad de Texas, en Austin, donde se doctoró con una tesis sobre Juan Carlos Onetti.

Ha escrito una docena de libros de narrativa, entre cuentos y novelas. Algunas de sus obras más destacadas son La batalla del pasado (1983), El tigre blanco (1985, Premio Viracocha del Grupo Editorial Planeta), Amores de invierno (1994), El vuelo de la ceniza (1995), Demonio del mediodía (1999) y Grandes miradas (2003), la cual fue llevada al cine por Francisco Lombardi.

La hora azul (2005), con la que ganó el Premio Herralde ese año, fue elegida por la Casa Editorial de Literatura Popular, de China, como la mejor novela del bienio 2004–2005 escrita en lengua castellana.

También ha recibido el premio alemán Anna Seghers por el conjunto de su obra y la beca para escritores de la Fundación Guggenheim en 2002.

Con la autorización de Grupo Planeta, llevamos a los lectores de Puntos y Comas el primer capítulo de la novela La pasajera.

Portada Foto: Grupo Planeta
Portada de la novela La pasajera, del escritor peruano Alonso Cueto. Foto: Grupo Planeta

I

El capitán Arturo Olea entró al baño, se miró en el espejo y se puso la mano a la altura de la sien. El corto, displicente saludo militar era lo primero que hacía al despertarse, todos los días. Se quedó un momento de pie. Tenía la cabeza ovalada, los labios duros, la mirada fija de muñeco.

Una línea se abría paso en la mejilla, creando su propio reglamento. Las ojeras se habían hundido un poco más desde el día anterior. La pequeña red de las comisuras grababa para siempre una intrincada pregunta.

En ese momento sintió el silencio de la habitación. una sentencia que llegaba desde afuera cubría las paredes desnudas, le traspasaba los hombros con un manto invisible de cenizas. El silencio del pasado, como una premonición de lo que había ocurrido, las imágenes que flotaban, la voz de esa mujer una tarde de hielo.

Arturo se asomó a la ventana. Las gentes avanzaban con esfuerzo. Era como si estuvieran abriéndose paso en la calle, luchando contra un enemigo invisible que les impedía continuar. Algunos parecían empujar una barrera.

Todos los cuerpos que podía ver estaban cubiertos de chompas y casacas oscuras. Marchaban lentamente, como militares en retirada. El aire era frío y extraño. Algunos puntos de lluvia navegaban en círculos, dispersos en la nada.

Se alejó de la ventana. Entró al baño otra vez. Se sentó. Debía quedarse allí todo el tiempo que pudiera. El baño era el único lugar donde podía ser él mismo. El único verdadero hogar de un hombre, sí, señor. Estar consigo mismo, hablarse, tatarear algo, preguntarse qué iba a pasar más tarde. Pensar un poco más, a ver qué olvidaba. Todo eso en el baño.

Se quedó un rato. Un hombre nunca debía hacer una promesa que su vejiga no pudiera cumplir. No sabía dónde lo había leído.

Se puso de pie. Había que irse lo antes posible.

Prendió la televisión. Quizá el ruido le haría bien. Juntó su ropa, entró a la ducha, se sometió a la ráfaga con los ojos cerrados, sintió el largo momento de oscuridad y salió a las losetas chorreando, con la piel helada.

Cogió la camisa negra, el blue jean, las zapatillas rotas. Su uniforme de trabajo, se dijo.

Al otro lado de la puerta, con variaciones ligeras, la televisión parecía emitir siempre el mismo ruido. Un montón de voces, una tonada rápida, un montón de voces otra vez. La tenía prendida todo el tiempo que podía. No lo hacía por escuchar las noticias o ver una serie, sino sólo para crearse la ilusión de que había algo vivo allí. La televisión era como un animal furioso, atrapado en una caja, que lo acompañaba siempre fiel.

Bajó a la calle. Los puntos húmedos se iban convirtiendo en líneas de agua que le corrían por las mejillas. Llegó al puesto de Toto. Se sentó, habló del desayuno y se quedó mirando la licuadora. Unos trozos de papaya entraban en un envase. Toto echaba agua, una cucharada de azúcar y apretaba un botón. La hélice enloquecía, pulverizaba los trozos en una ráfaga, el mundo daba vueltas con un aullido mecánico, y de pronto un vaso se estaba llenando de un líquido espeso de colores. Lo terminó de dos tragos. Cambió de postura. La banca de fierro le horadaba el cuerpo.

Siguió con el resto, la taza de café negro, el pan francés, el trozo de jamonada. Con eso bastaba. Se llevaría una botella de agua para el camino.

Arturo lo había hecho todos los días desde hacía varios meses y era siempre distinto. Después de desayunar jugo de papaya, un sándwich y café negro en el quiosco de Toto, llegaba al garaje donde guardaba el auto, ponía su rollo de papel en la guantera, prendía la radio para escuchar alguna salsa y entraba a la pista. Su perrito colgante se movía, era algo que entretenía a algunos de los pasajeros. Pero lo más importante del auto para él era su crucifijo. Lo tocaba de vez en cuando y se sentía mejor.

La pista lucía llena esa mañana. Había cada vez más autos en Lima. Esa hora era la mejor para él, porque toda esa gente tenía que llegar al trabajo pronto. Algunos se bajaban de los ómnibus atascados. Él estaba listo para pescarlos allí. Durante dos o tres horas estuvo dando vueltas, recogiendo pasajeros y dejándolos en Surquillo, Jesús María y La Molina. Felizmente ninguno le habló demasiado.

No sabía qué hora era cuando se enfrentó a la calle vacía. Una lluvia lenta, de puntos flotantes. Se sentía bien acompañado.

***

Delia caminaba con los brazos apretados en el cuerpo. Iba por la calle de paredes de yeso y puertas pequeñas. Los puntos de agua le humedecían el pelo. Su figura atravesó una pared llena de letras rojas. Los zapatos chatos sonaban como breves tambores en la acera.

Era el último día y tenía que ir a pagar su recibo. Pero esa no era la única razón por la que se movía tan aprisa.

Llegó a la puerta. tocó el timbre. nadie contestaba. —Señora Liz —dijo—. Soy yo, Delia.

La señora Liz salió a la puerta. Una mujer ancha, con un mandil celeste, ojos grandes y amables, un mechón generoso en la frente. Su cara tenía una sonrisa rápida y entera, siempre cerca de ella. Desde que había llegado a ese barrio, Delia se había refugiado con frecuencia en esa cara.

La señora Liz se estaba secando las manos con un trapo. —¿Cómo estás, Delita?

—Un favorcito venía a pedirle, señora Liz.

—Claro. Dime, hijita.

—Tengo que salir a pagar. ¿Puede estar un ratito en la peluquería por si viene alguien? usted ya sabe lo que hay que hacer.

—No hay problema.

Delia le sonrió.

—Y una cosita más, por favor. A la una, ¿puede recoger a Viviana del nido, por favor?

—Claro, hijita. Pero te veo muy preocupada. ¿Pasa algo? —no es nada, señora Liz. Es que tengo que ir a Surquillo, a pagar la cuenta de luz. Es que me van a cortar si no pago ahora. Ay, es que una clienta se me apareció a última hora y la tuve que atender, pues.

—No te preocupes. Yo siempre voy a pagar allí también, en Surquillo. Hay horario corrido allí. Más bien, mejor espérate un ratito porque ya van a dar las doce. A esta hora todos van allí y hay mucha cola.

—¿De verdad?

—Claro. no te preocupes. Pero pasa, tómate algo conmigo. Seguro que ni desayuno has tomado, Delita.

Delia miró hacia la calle. un microbús dio un soplido, se detuvo. La gente bajó atropellándose y el vehículo siguió su camino. No le haría mal beber algo caliente antes de salir a tomar uno de esos buses.

—¿No está ocupada?

—No. Ven, pasa.

Delia entró al cuarto. Se sentía tan en casa allí.

—Un ratito nomás —explicó.

Había una mesita de fórmica, sillas de fierro, un lavatorio de loza blanca. Algunos pomos de colores junto a la ventana. un retrato del Corazón de Jesús, fotos de laderas verdes, una pintura con cisnes distraídos. Una réplica del cuadro de la plaza de Huanta, firmada por José Sabogal, en el centro de la pared.

A un costado una cafetera despedía humo.

—Justo iba a tomarme un cafecito para el frío. ¿no quieres? Ya está listo, mira. Además, unos bizcochitos también tengo.

—Ya, pues, señora Liz. Le acepto.

La veía maniobrar la taza, el platito, el azucarero de metal. La señora Liz sacó las cucharitas y el cuchillo. Fue cortando los bizcochos en rodajas grandes. La luz blanca de la ventana la iluminaba más que a otras personas que Delia conocía.

—Aquí tienes —dijo la señora Liz, mientras le iba poniendo un plato con una rodaja.

Delia sintió el sabor dulce y fuerte del café. La sangre empezaba a correr por su cuerpo. El sabor y la textura de los bizcochos la confortaban.

—Gracias, señora Liz. No sé cómo los hace tan ricos, señora.

Delia terminó la taza. Daba mordiscos grandes y rápidos. De pronto el plato estaba lleno de mendrugos.

—Voy a preparar unas cositas también para este domingo. —¿Por qué el domingo?

—El domingo después de misa hacen una pequeña reunión en la comunidad pastoral aquí nomás —dijo señalando un punto—. Van a poner sandwichitos, empanadas y chicha. Yo voy a llevar algo también. Es para celebrar el aniversario de la comunidad. Vamos juntas, si quieres. Allí puedes conocer a algunos hombres buenos y honrados, como los que a mí me gustan.

—¿Hombres honrados? No creo que pueda, señora Liz. —¿Pero por qué, hijita?

—No sé. nunca voy a poder hacer eso.

—Ay, hijita. Yo sé que lo que pasó fue terrible. Algo que tenemos que olvidar. Pero eso ya pasó. tienes que salir adelante. Si quieres, yo voy a hacer una fiesta aquí y a invitar a unos cuantos amigos. Lo malo es que hay pocos hombres que van a tu peluquería. Así, nunca vas a conocer a nadie.

Delia se quedó en silencio. El humo salía de la taza y le inundaba el rostro, como un manto benefactor.

—Más bien quisiera regresar a Huanta un día de estos. Eso quisiera. Todavía tengo amigos allí. Y tengo a mis tíos. Hay malos recuerdos, pero también tantas cosas lindas que pasaron. Tengo que pensar en eso. Tengo que aprender a recordar mejor.

—Bueno, pero quédate aquí por ahora. Aquí puedes conocer a mucha gente. Y tu peluquería puede prosperar. Tienes que escoger a un buen hombre. Un hombre a la antigua, Delita.

—¿Cómo es eso? —sonrió Delia.

—A la antigua, pues. Sano, fuerte, trabajador y tener la cabeza y el corazón bien puestos. No como esos mequetrefes que hay ahora. Hay hombres que no dejan a una mujer envejecer tranquila.

Delia sonreía. Estaba moviendo la taza de un lado a otro, como si fuera un juguete.

—Un hombre así. Usted pide mucho, señora.

La señora Liz se quitó el mandil. Delia sabía que lo usaba todo el día. Aun así, siempre parecía estar limpio. Delia la vio ponerlo en la silla y sentarse otra vez a su lado.

La señora Liz la apuntó con el índice.

—Hoy he tenido un presentimiento, ¿sabes? Creo que vas a conocer a un hombre pronto.

—Qué cosas dice, señora Liz. ¿Dónde lo voy a conocer?

—Por eso te digo. Tienes que ir a la reunión de la comunidad el domingo. Allí hay hombres buenos.

—Demasiado buenos, creo —bromeó.

—Es que hay que tener cuidado con los hombres sinvergüenzas que andan por allí.

—Si usted lo dice, señora Liz.

Delia terminó el café. Era su segunda taza y debía parar.

—Bueno, gracias, señora Liz. Le agradezco muchísimo. Me voy ahora con sus consejos. Y regreso rápido. Vivianita sale a la una, no se olvide.

Ella se levantó. La señora Liz se puso a su lado. Le estaba abotonando el saco.

—Pero abrígate, Delia. Abrígate que a lo mejor la cola está muy larga.

***

Aferrado al timón, Arturo sintió algo extraño. Le parecía que la calle avanzaba en su contra. Los microbuses, los postes, la gente que caminaba. Todo iba gravitando hacia él. Tomó otros dos pasajeros que hicieron la charla habitual. Cuánto me cobra, voy al centro, tengo un billete de veinte, ¿tiene vuelto?, apúrese, señor, que llego tarde.

Llegar tarde, llegar temprano. A veces transportaba a gente apurada, pero él nunca tenía prisa. Él vivía en el mismo lugar. Sólo la oscuridad, el grito de las mujeres, el silencio de los cerros, los truenos en sus oídos. Ese era el tiempo verdadero.

Pasó cerca de la iglesia de Lince y detuvo el auto. Entró, se arrodilló frente al altar. Pensó en su madre, luego vio la cara de su esposa y su hija. Se quedó murmurando en voz baja.

Salió al auto otra vez. Fue avanzando, mirando a los peatones. El ruido del tráfico no podía competir con ese otro ruido. Los cuerpos amontonados en el silencio.

Frenó, extendió la mano y sintió un bulto. Uno de estos días iba a dispararse sola. Guardaba una pistola debajo del asiento. Era para cuidarse de los asaltos. Su Glock nueve milímetros estaba siempre cargada. Le gustaba la forma, un cañón corto y negro, la agarradera oblicua, la dureza y el peso. La había usado alguna vez para defenderse de unos pasajeros gangsteriles (así le gustaba llamarlos) que primero lo habían amenazado y tras ver el arma habían salido huyendo.

Le hacía bien sentir que la tenía allí. Tenía su cacerina. Estaba cargada. Pero no la había disparado en un buen tiempo. Ese día no parecía distinto a todos los otros. La procesión de autos, los bocinazos, el atasco. Algunos miraban el reloj. Otros estaban mirando por la ventana, perdidos en el aire.

Lo normal.

Un pasajero alzó la mano. Al Mercado de Surquillo, le dijo. Ricardo Palma y Zanjón. Poco después estaban frente a las letras grandes del mercado. El hombre se quedó observándolo cuando él se detuvo. Era algo extraño. Luego le pagó y se bajó. Arturo vio una fila de microbuses.

Debía esperar. A lo mejor alguno de los pasajeros que estaban llegando tarde a algún lugar se salía de la fila del ómnibus y buscaba un taxi. Podía pedir algo más de dinero si los veía con la cara muy ansiosa. Esperar detrás de un ómnibus. A veces daba buen resultado.

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