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Jorge Alberto Gudiño Hernández

22/12/2018 - 12:03 am

Roma, la película

No me gustó, tampoco, el diseño de los personajes. Tal vez se deba a que su verbalidad no es del todo convincente o a que sus personalidades parten de lugares comunes, demasiado comunes. El caso es que me mantuvieron en una línea paralela a la de la verosimilitud: había algo de impostura en su devenir personaje, algo que yo no me acababa de comprar. Quizá por eso, la escena más dramática de la película no conmueve por dolorosa sino por burocrática. De nuevo, el asunto social termina opacando a los individuos, a sus sentimientos.

“Para no meterme en problemas, debo decir que, desde mi desconocimiento de los asuntos técnicos, me parece que la película está muy bien lograda. A mí no me molestaron las tomas largas ni cierto minimalismo tanto en lo visual como en lo sonoro. Lo disfruté bastante, de hecho”. Foto: Carlos Somonte/Netflix vía AP

Un amigo mío, que estudió cine, suele decirme, cuando discutimos sobre películas en las que difieren nuestras percepciones, que yo no tengo los elementos suficientes para argumentar en su contra pues desconozco todos los matices del lenguaje cinematográfico. Él tiene tanta razón como carece de ella. Cuando veo una película suelo ser capaz de abarcar pocos elementos para su análisis: la trama, los personajes, algún asunto particular que consigo pescar y lo que me hizo sentir o mi opinión directa. Se me escapan, en cambio, asuntos técnicos en los que sólo suelo reparar cuando tienen claros errores o proponen algo que yo nunca antes había visto. Me concentro, pues, en lo poco que sé: sobre la historia y sus protagonistas.

Empiezo, pues, con una confesión: no me encantó Roma. Y esto no significa, como podría leerse eufemísticamente, que no me gustó. Tan sólo no me parece la obra maestra que muchos sostienen. Ya explicaré por qué.

Para no meterme en problemas, debo decir que, desde mi desconocimiento de los asuntos técnicos, me parece que la película está muy bien lograda. A mí no me molestaron las tomas largas ni cierto minimalismo tanto en lo visual como en lo sonoro. Lo disfruté bastante, de hecho.

Para sí meterme en problemas, sostengo que mi falta de encantamiento no obedece a asuntos morales. Esto lo digo pues, a lo largo de las últimas semanas, he notado una profunda polarización en torno a la película (por favor, dejemos de polarizar por todo). Me da la impresión de que estos bandos se configuran a partir de una postura moral. Sobre todo, el de quienes sostienen que la película es mala, argumentando a partir del retrato de una sociedad desigual, de esa peculiar forma de esclavismo que es la servidumbre doméstica, de que no se le da voz a la protagonista. Disiento con ellos no porque carezcan de razón a la hora de hacer su diagnóstico de esa sociedad, sino porque siempre he estado en contra (ya he escrito sobre eso en este mismo medio) de los juicios morales respecto a obras de arte.

No me gustó, entonces, porque me parece que la historia de la película no acaba de cuajar. Y esto se debe a que quien narra intenta contar dos cosas al mismo tiempo: la historia de Cleo y la de una colonia que ya no existe. Esto no es del todo infrecuente, hay quien lo ha hecho con maestría. En esta película, sin embargo, no consiguen articularse bien los dos planos. Esto se puede notar a partir de un experimento sencillo: imaginar cómo sucedería esta historia veinte años más tarde o en un contexto diferente. La respuesta es que, salvo por algunas marcas ambientales, todo sería muy parecido. Esto no demerita, por supuesto, ciertos elementos narrativos muy poderosos como el halconazo o la impresionante recreación de una época. Sin embargo, eso va más allá de la propia historia de Cleo, aunque la involucre.

No me gustó, tampoco, el diseño de los personajes. Tal vez se deba a que su verbalidad no es del todo convincente o a que sus personalidades parten de lugares comunes, demasiado comunes. El caso es que me mantuvieron en una línea paralela a la de la verosimilitud: había algo de impostura en su devenir personaje, algo que yo no me acababa de comprar. Quizá por eso, la escena más dramática de la película no conmueve por dolorosa sino por burocrática. De nuevo, el asunto social termina opacando a los individuos, a sus sentimientos.

Que a mí no me haya gustado Roma es lo de menos. De nuevo, muchos la detestaron, otros aseguran que es una obra maestra. Deleuze, un filósofo del lenguaje, sostenía que una gran obra literaria era tal cuando se podían tomar piezas disímiles y hacerlas funcionar en su conjunto. Así, uno puede tener el motor de un Ferrari, la carrocería de un Ford y las llantas de un Vochito. Cualquiera podría hacer andar ese armatoste y se quedaría en eso, en un remedo de coche. Sólo un genio podría reunir esos bloques para hacer un coche aún mejor que cualquiera de los originales. No es lo que sucede en Roma. Se notan las piezas provenientes de uno y otro lado. Se nota que la historia avanzaría mejor si no se contaran diferentes cosas. Se nota que el Ferrari es mejor que el armatoste.

Sólo para concluir aclaro: no tengo nada en contra de Cuarón, no lo conozco y no me molesta el éxito de un mexicano. Baste como prueba que yo considere que Los niños del hombre sí es una gran película. Roma, insisto, no me encantó.

Jorge Alberto Gudiño Hernández
Jorge Alberto Gudiño Hernández es escritor. Recientemente ha publicado la serie policiaca del excomandante Zuzunaga: “Tus dos muertos”, “Siete son tus razones” y “La velocidad de tu sombra”. Estas novelas se suman a “Los trenes nunca van hacia el este”, “Con amor, tu hija”, “Instrucciones para mudar un pueblo” y “Justo después del miedo”.

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