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Fabrizio Mejía Madrid

24/03/2022 - 12:05 am

La señora de las tlayudas

De acuerdo con esta fracción de los mexicanos, el nuevo aeropuerto simboliza una guerra de razas y clases sociales en la que el ejército lépero “se infiltra” en un espacio que no les corresponde, que no usará, ni entiende, porque no viaja en avión ni conoce otros aeropuertos, es decir, no sabe más que de “basura”

“Una señora se filtró a sala de llegadas del AIFA y comenzó a vender tlayudas”, anunció en Twitter la conductora de televisión Azucena Uresti.

“No podían faltar las tlayudas en el AIFA”, escribió en su cuenta de Twitter, Linda Dimitrov, que se autodescribe como consultora en imagen política. “Me da tristeza que nunca vamos a ser un país de Primer Mundo. Somos la cultura del tianguis y la garnacha”.

Lilly Téllez, la Senadora de Acción Nacional y firmante de la Carta de Madrid del partido fascista de España, Vox, escribió: “El NAIM” —es decir, el anegado aeropuerto de Texcoco— “será realidad en cuanto saquemos a estos léperos del poder. El primer vuelo será a Canadá, como símbolo de la aspiración de los ciudadanos por un país seguro, con Estado de Derecho, educación, salud, educación, prosperidad y libertad”, enlistó.

“No es clasisimo”, inteligió otro usuario de Twitter. “Sucede que nosotros sí entendemos qué es un aeropuerto internacional. No todas las obras de un Gobierno deben ser para el pueblo”.

“Aeropuerto chafa del Gobierno chafa”, balbuceó el vocero del exgobernador de Tabasco, Carlos Loret de Mola.

Y, haciendo alarde de talentos poéticos, otra usuaria escribió: “Por más que la abeja le explique a la mosca que la flor es mejor, la mosca no lo entenderá porque sólo conoce la basura”.

Aunque todos estos comentarios se refirieron a la entrega en tiempo, forma, y sin deuda del nuevo Aeropuerto Felipe Ángeles, lo que revelan es algo muy podrido de una parte de la sociedad mexicana. Me refiero, por supuesto, al clasisimo racializado; una forma de justificar las jerarquías sociales como naturales, debido al color de piel, las castas y los merecimientos. De acuerdo con esta fracción de los mexicanos, el nuevo aeropuerto simboliza una guerra de razas y clases sociales en la que el ejército lépero “se infiltra” en un espacio que no les corresponde, que no usará, ni entiende, porque no viaja en avión ni conoce otros aeropuertos, es decir, no sabe más que de “basura”. Penetran con sus “tlayudas” —que, los que saben, dijeron que, en realidad, son doradas toluqueñas—, introducen sin disimulo sus cuerpos morenos, sus apetitos desbordados, su politización que celebra, no el aeropuerto, sino el que haya sido construido sin corrupción. Se introducen e impregnan con sus olores léperos, nacos, chairos, morenos, de cuarta, lo que debió ser un oasis canadiense en medio de tanta mexicanidad.

El clasismo racializado es la forma que la derecha tiene de afirmarse a través de excluir, no sólo a los que se ven o se comportan distintos, sino a la disparidad que existe en ella misma. Los clasistas racializados se niegan a sí mismos para obtener el reconocimiento de quienes admiran. En el caso de la Senadora Téllez, me parece que busca el aprecio de los canadienses o de la monarquía española. En el caso de la usuaria poética, de una distinción que la aleje de las moscas y la haga más abeja; es decir, que la convierta completamente en otra especie biológica. Así, los pobres son un estereotipo que agrupa todo lo que niego en mí mismo: que estoy debajo de otros en la escala social, que me juzgan por mi apariencia, que ignoro mucho y que, dadas ciertas condiciones, podría infringir las leyes; es decir, que puedo ser igual a quien desprecio si reconozco mi cuerpo, mis resultados, y mis condiciones. Lo que se “infiltra” o “impregna” viene de muy adentro de la derecha, es su otro yo, que no reconoce: el que aspira a que su valor como ser humano sea el mismo que su precio en el mercado; que el valor de su nación sea porque lo aprueban los canadienses o los países que nos miran desde lo alto de una escalera, el Primer Mundo; que está dispuesta a negar una parte de sí misma para lograr el reconocimiento de sus superiores jarárquicos. Como en el caso del género, se nos obliga a esconder la clase social, nuestros orígenes, para poder sobrevivir al régimen de terror de las apariencias.

No es casual que ese ocultamiento y negación de la interioridad no euro-centrada, hayan explotado con un nuevo aeropuerto. Se trata de poner en juego un “nosotros” y un “ellos”, donde lo que reivindica la derecha de casta es tener más ingresos, ser menos prietos, menos ignorantes o, como escribió el exprocurador de Carlos Salinas de Gortari, Ignacio Morales Lechuga, “tener más mundo”, es decir, la superioridad que aparentemente le dan a uno las millas gratis. El neoliberalismo fue dañino para la democracia precisamente porque no propició el reconocimiento de los iguales, sino que redujo la condición humana a ganar o perder, al éxito o al fracaso, que eran consecuencia de una forma errónea de ser, y no de las circunstancias y el azar. A tal grado fue perniciosa la cultura neoliberal, que sus entusiastas terminaron por odiar a los pobres como si fueran contagiosos. A eso, la filósofa Adela Cortina lo llamó “aporofobia” en 2017: el asco, la furia, la aversión a los pobres. Desde Salinas de Gortari hasta Peña Nieta sufrimos un sistema aporofóbico que pensaba que ciertas instituciones eran generadoras de pobres racializados: las universidades públicas, los servicios gubernamentales, el empleo informal, salvo el outsourcing. Lo que desata la rabia es justo una señora que, sin entrar en el área de pasaje —como falsamente aseguró la conductora Uresti— vende comida ambulante en un aeropuerto hecho por el Estado, ese ente ineficiente y corrupto señalado por los aspirantes a gerentes del año. La derecha se indigna en el cruce de todo lo que le dio coherencia durante tres décadas: la idea de que las jerarquías estaban basadas en el esfuerzo y el talento; que el valor de un ser humano se mide en qué tantas mercancías con marcas exclusivas puede comprar; en que la superioridad se explica por haber estudiado en Harvard o Londres y en pensar que el nombre “Zumpango” es, en sí mismo, deleznable o chistoso.

Desde Salinas de Gortari hasta Peña Nieto, la discriminación se fue volviendo odio. Dejó de ser solamente de color de piel, una clase subordinada, una educación pública, y empezó a ser una identidad de la modernidad a la que se aspiraba: la europea, o su copia más a la mano, la de Miami o Nueva York. Para lograr esa identidad, la mayoría de los mexicanos estorbaba, debía ser ocultada, negada. Se inventó una identidad neo-colonial, ya no centrada en el lugar de origen de la metrópoli, sino en las marcas. Así, por ejemplo, hubo una guerra de marcas por las vacunas, donde Pfizer y Moderna eran más deseables que Sputnik, Cansino o Astra Zeneca. También, en plena pandemia, estos mismos odiadores de la pobreza, pidieron que se vacunaran, primero, a los que podían pagarlo. Esa fue la primera vez que vimos el odio como una salida a la frustración que le dejó el neoliberalismo en todos aquellos que creyeron en la auto-ayuda y la superación personal. Si no existieran “ellos”, los pobres, “nosotros”, los que no somos tan pobres, tendríamos los aparatos de marca, nuestra ropa de marca, nuestros millas y puntos gratis, nuestra vida de Instagram. Ese fiasco lo deben pagar los pobres, los prietos, los de educación pública, porque no se esforzaron, porque no tuvieron el talento de aprovechar las oportunidades que nos brindaba la modernidad global. Debe pagarlo un grupo monolítico en su sumisión y estereotipado en su aspecto que se agrupa bajo la denominación de “pobre”. Deben pagarlo la señora de las tlayudas y su Presidente.

El filósofo Bolívar Echeverría explicó en sus últimos ensayos que la llamada “blanquitud” había dejado de estar vinculada a la apariencia y se había vuelto un sistema de creencias que guiaba la vida de las personas de las antes colonias americanas. Se podía no ser blanco por pigmentación y, de todas formas, ser emblema de la “blanquitud”. El neoliberalismo se interiorizó como un negar y ocultar a lo que me ataba a la Nación y sentir vergüenza de no haber nacido extranjero. La modernidad neoliberal no inventó un modo de ser mexicano sino de no serlo. El obradorismo está en camino de construir una nueva forma de pertenencia a la Nación que es la política. Eso estalló en la inauguración del nuevo aeropuerto: la exhibición de un arraigo popular que no tiene como sustento el nacionalismo revolucionario sino la república de los plebeyos, de los antes excluidos de la vida pública, de los invisibles para los medios de comunicación, salvo cuando son delincuentes, ambulantes, menesterosos. No era el odio a la señora de las tlayudas sino la turbación, el bochorno, de que ella habita nuestra parte más oculta. Que ellos mismos serían discriminados en Canadá. Los que odiaron a la señora de las tlayudas no han advertido que, antes que nada, están en guerra consigo mismos.

Fabrizio Mejía Madrid
Es escritor y periodista. Colabora en La Jornada y Aristégui Noticias. Ha publicado más de 20 libros entre los que se encuentran las novelas Disparos en la oscuridad, El rencor, Tequila DF, Un hombre de confianza, Esa luz que nos deslumbra, Vida digital, y Hombre al agua que recibió en 2004 el Premio Antonin Artaud.

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