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Susan Crowley

25/03/2023 - 12:04 am

Gregorio y el poder de la música

“Las notaciones musicales creadas en la Edad Media, primero sobre una sencilla línea, luego en cuatro y poco después en cinco, el pentagrama, permitieron que esos sonidos inaprensibles quedaran establecidos”.

El poder de la música queda ahí, como un presente eterno cada vez que se interpreta. A diferencia de la pintura, semejante a la poesía, la música solo se puede aprehender cuando se escucha. Siglos de sonidos quedaron atrapados en el tiempo, entre las ruinas de las más antiguas civilizaciones, esperando a ser rescatados. No existe la música ancestral porque no se le puede escuchar. Artistas contemporáneos tratan de imaginar y crear música similar a la que algún día habrán escuchado los egipcios, los sumerios, los griegos y los romanos.

Las notaciones musicales creadas en la Edad Media, primero sobre una sencilla línea, luego en cuatro y poco después en cinco, el pentagrama, permitieron que esos sonidos inaprensibles quedaran establecidos. Con métrica, ritmo, texturas y armonía se entendió que, no solo existían imágenes representando ideas, también había ideas sonoras.

Contrario a la falsa idea de que se cerró al conocimiento, el periodo medieval lo resguardó en los monasterios. En cada paraje de la geografía europea existe un legado de la labor totémica realizada por monjes y monjas, quienes cultivaron las ideas que se convertirían en sabiduría de la humanidad. La organización de estos espacios equivale a ejércitos armados con ciencia, filosofía, religión y arte. En los scriptorum se iba tomando nota de las voces sagradas. Un acto de consciencia sobre la nueva era, ese momento del cambio inaplazable, aquél en el que los dioses fueron exilados y el Dios único se hizo materia.

El canto mostraría cómo esa memoria debía prolongarse, ser contagiada a hombres y mujeres que, asombrados por su belleza y sentido, la cultivarían y compartirían. Así se estableció la red gigantesca de centros culturales activos. Monasterios, conventos, abadías, catedrales fueron concebidos como monumentales construcciones en las que floreció el arte; y a través de él la posibilidad de resguardar la memoria.

Goliardos, siglo XIII. Foto: Especial.

Esa memoria era un sonido melancólico, un eco de la caída que sin cesar se propagaba. La primera noción del tiempo. Era la salida del paraíso. Las voces del canto llano, una forma de alabar a Dios, en apariencia simple, pero que entrañaba el misterio, la pasión, la redención y el amor a Dios. Poco a poco se fueron entrecruzando para crear himnos. Muy pronto se incorporó a la mediadora universal, la Virgen María, madre de Dios. Las voces se elevaban en un éxtasis colectivo, reparando la sensación de falta.

Cada palabra era dividida en sílabas para dar la fuerza y la dulzura necesarias. Los cantos silábicos permitían intuir la dimensión angélica en la tierra. Las voces se comunicaban la una con la otra. Así, por generaciones, se construiría algo tan grande como las catedrales: el arte de la música. La necesidad de expresar la belleza permitió que una voz se convirtiera en muchas. La polifonía, especie de entre cruzamientos similares a las crucerías góticas, ya cantando a Dios en griego el kirie, ya traduciendo la poesía sagrada al latín. La transmisión de la palabra era más fácil si se cantaba. Podemos imaginar una primera ola de sonidos en los que las voces se armonizaban inundando Europa.

“Artistas contemporáneos tratan de imaginar y crear música similar a la que algún día habrán escuchado los egipcios, los sumerios, los griegos y los romanos”. Foto: Especial.

Guido Darezzo, un personaje peculiar, monje benedictino, tenía que ser; hábil y decidido a guardar más allá de la memoria los textos cantados, utilizó los avances de Pitágoras para sustentar ciertas intuiciones. Con los dedos de la mano y una gran imaginación colocó las primeras notas que concretaban los sonidos por escrito. Ut, que luego sería Do, re mi fa sol. Es decir, el inicio de cada línea de un rezo a San Juan:

Ut queant laxis  Para que puedan

Resonare fibris  exaltar a pleno pulmón

Mira gestorum   las maravillas

Famuli tuorum   estos siervos tuyos

Solve pollu         perdona la falta

Labil reatum       de nuestros labios impuros

Sancte Ioannes San Juan

Por primera vez no habría que hablar de las voces en pasado, se hacían presentes en las notas escritas. Un avance que, sin duda, contribuye a la obsesión de almacenar datos precisos y deja atrás la capacidad de soñar con los sonidos originales. Aun así, ¿quién tenía acceso a los primeros escritos? Eran muy pocos los que entendían una abstracción de ese tamaño, ¿cómo debían sonar esos signos anotados en el papel? Pasaría mucho tiempo para que se pusieran de acuerdo de cómo interpretarlos. Por eso toda esta música recibe el nombre de Canto Gregoriano. Fue el papa Gregorio VI, quien creó la primera gran revolución medieval. Aprovechando la difusión de los centros religiosos, obligó a respetar las reglas creada por el gran Benito de Murcia, San Benito. “Ora y labora”, sería el canon. Nada de observar a dios en el ocio; había que poner manos a trabajar.

Así se ordenaron y crecieron los monasterios y se enriquecieron con espacios cada vez más ambiciosos. ¿Hasta dónde podía llegar la reverberación de las voces? Pues hasta ahí crecerían los arcos espigados. Los escritos de música, pergaminos con notas cuadradas llamadas neumas y con imágenes fascinantes se llenaron de luz. Cada vez más sofisticados técnicamente, llenaron las iglesias y les permitieron crecer sin medida.

“Esa memoria era un sonido melancólico, un eco de la caída que sin cesar se propagaba”. Foto: Especial.

La polifonía se convirtió en una moda con reglas establecidas y respetadas. Los órganos alcanzaron proporciones y sonidos asombrosos. Los concilios llevados a cabo por las más altas jerarquías eclesiásticas censuraron y prohibieron cualquier acto de interpretación como no fuera el aceptado. La libertad de los primeros años, ese sueño de algunos se convirtió en la fuente de conocimiento de muchos y en un rígido sistema.

El poder del clero tomó por completo a Europa negociando y otorgando privilegios a la clase más alta. La nobleza, como siempre, usó y abusó del pueblo. Esclavizó y extendió su poder a las colonias, esos nuevos territorios en los que pisó con la bota de conquistador destruyendo sociedades completas con el pretexto de civilizarlas. Gran compañera de dominio sería la iglesia. Institución corrupta, no por naturaleza sino por las conveniencias del momento, se engrandeció a golpe de diezmos que guardó en esos primeros museos; tesoros de papas y cardenales encerrados en las sacristías. Relicarios, custodias, trajes, esculturas, pinturas, se convirtieron en los símbolos de poder.

En un rincón oculto, la voz del pasado se fue perdiendo y cediendo su lugar a la elegancia y el refinamiento. La armonía de la música fue construida con melodías de una belleza exultante, texturas y ritmos sin iguales. Coros gigantes con distintas voces, desde las más graves hasta las agudas. La vibración de la voz humana ceñida por cualquier cantidad de reglas precisas trascendió a la memoria y a la tradición oral para convertirse en un almacén más de información. Cada vez menos libertad de generar improvisaciones en la interpretación, quienes creían que el canto debía ser eso, la belleza de Dios como lo dijera San Agustín, fueron callados.

Lejos de los monasterios grupos de jóvenes rebeldes, estudiantes irreverentes, crearon sus propios cantos. Sin notas escritas, al calor de las tabernas en las que libaban, cantaban contra la injusticia, los privilegios y la depravación del clero. Proponían un gozo de la carne y la abolición del celibato, que la iglesia regresara a sus principios e ideales. Cantaban a las vírgenes y a los placeres, al deleite por la vida. Vivían huyendo de la censura y pronto fueron perseguidos. Queda algo de sus voces, ellos eran los goliardos, en la obra Carmina Burana, la original.

“¿Hasta dónde podía llegar la reverberación de las voces?”. Foto: Especial.

Las ansias de libertad se acallaron. Re ligare, principio con el que se creó la Iglesia, es decir, ligarse al origen, se aniquiló. El deseo por lo material, el instinto por el dominio, la riqueza sin límite de los miembros del clero, eran demasiado apetecedores. No hubo San Francisco de Asís que cambiara las cosas; si bien es un santo muy amado y admirado, no es precisamente el reflejo de lo que se ve en los centros de poder como el Vaticano. La tradición oral, la poesía de las primeras voces, quedó soterrada. Pero aún hoy, en ciertas iglesias, existen momentos sorprendentes. Se escucha el canto gregoriano que nos llena el alma de ese “no sé qué”, como diría san Juan de la Cruz.

Twitter @suscrowley

Susan Crowley
Nació en México el 5 de marzo de 1965 y estudió Historia del Arte con especialidad en Arte Ruso, Medieval y Contemporáneo. Ha coordinado y curado exposiciones de arte y es investigadora independiente. Ha asesorado y catalogado colecciones privadas de arte contemporáneo y emergente y es conferencista y profesora de grupos privados y universitarios. Ha publicado diversos ensayos y de crítica en diversas publicaciones especializadas. Conductora del programa Gabinete en TV UNAM de 2014 a 2016.

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