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Gisela Pérez de Acha

25/05/2014 - 12:01 am

“Revoluciones” viscerales y dogmáticas

Todos los activistas tenemos pretensiones revolucionarias en alguna medida. Derrocar al sistema, denunciar al tirano, demoler las reformas estructurales, cambiar al mundo y al país… Los Beatles, con la voz de John Lennon, lo dicen mejor que nadie: You say you want a revolution Well, you know We all want to change the world You […]

Todos los activistas tenemos pretensiones revolucionarias en alguna medida. Derrocar al sistema, denunciar al tirano, demoler las reformas estructurales, cambiar al mundo y al país…

Los Beatles, con la voz de John Lennon, lo dicen mejor que nadie:

You say you want a revolution
Well, you know
We all want to change the world
You tell me that it’s evolution
Well, you know
We all want to change the world

Y sí, el mundo está bastante jodido. Todos en alguna medida, y con un poco de consciencia, queremos que evolucione. Pero en serio banda: ¿cuál es el mejor método para lograr el “cambio”?

Inmersos en una historia política que ha usado la revolución como pretexto para legitimarse, en que “el cambio” fue una estrategia de marketing opositor, y ahora las reformas estructurales son la salvaguarda constitucional, ¿qué hacemos los activistas?

Gritamos “¡¡Tiranía!!”. Vociferamos “¡¡Dictador!!”. Acusamos “¡¡Fascistas!!”. Incriminamos “¡¡Patriarcado Criminal!!.” Yo soy la primera en hacerlo. Siempre con mayúsculas y de manera absolutista, como si estuviéramos invocando a un Dios, creyendo que mediante plegarias colectivas se va a debilitar. Son rezos que, como cualquier religión, están protegidos por la libertad de expresión y que al radicalizarse logran tener efectos potentes en la sociedad… mi único punto es que la pretensión revolucionaria es evangelizante.

Nuestro problema es el dogma: una creencia que fragmenta la realidad y construye visiones absolutistas de las pequeñas parcelas de la misma. Nos volvemos ciegos a todo lo demás. Si algo no encaja en la ¡¡Tiranía-Dictadura-Fascismo-PatriarcadoCriminal!!, optamos por no verlo y nos olvidamos de lo cambiante y multifacética de nuestra realidad política y social. Si el mundo lo conocemos por interpretaciones y percepciones, el peligro dogmático se da cuando el mecanismo interpretativo se confunde con el criterio último de Verdad.

Es mucho más fácil ponerle una etiqueta al régimen y sus acciones en lugar de hacer un análisis detallado de lo que pasa. Es mucho más fácil decir que la Ley Telecom es tiránica sin reconocer sus aciertos y estudiar sus debilidades; descalificar las #LeyesAntimarchas sin ver que tal vez sea necesario algún tipo mínimo de regulación; denunciar el despojo de nuestra soberanía por la Reforma Energética y el robo de nuestros impuestos en la nueva Ley Fiscal; tachar campañas por sexistas y misóginas; o de plano incriminar al Patriarcado-Criminal-que-vive-en-todos-nosotros-por-los-siglos-de-los-siglos-amén. En este contexto, no es necesario si quiera leer las leyes y reformas, basta repetir lo que los demás han dicho.

Arturo Pérez Reverte lo decía la semana pasada en el País: “Todo asunto polémico se transforma, no en debate razonado, sino en un pugilato visceral del que está ausente, no ya el rigor, sino el sentido común.”

Esto empeora si consideramos que nuestro modo de intercambiar información es vía las redes sociales. Twitter no es el parangón de la libertad de expresión y la democracia. No digo que no sea un recurso valioso, pero es falsamente libre. La regulación discursiva que impone es que los mensajes se dirigen a todos, a un Gran Otro, y no a otro en particular. Es como hablar con una persona por teléfono y poner la llamada en altavoz para que todos escuchen. La mayoría visible en Twitter, el “todo el mundo” perceptible”, regula el discurso revistiéndose de una fuerza material y moral que actúa sobre la voluntad y las acciones.

¡¡Ya quisiera la tiranía tener esta especie de poder!! La individualidad es permitida –y querida– siempre y cuando el discurso encaje dentro de ciertos estándares.

El truco activista entonces, es hacer que las opiniones parezcan mayoritarias. Opinamos, y en base a esas opiniones queremos contagiar la revolución. Ya no escribimos gruesos manifiestos llenos de ideas subversivas: hoy prevalecen las explicaciones reduccionistas en cárceles de 140 caracteres. Cada vez hay menos ideas y más flashazos de opiniones. Cada vez más superficialidad para explicar fenómenos complejos. Cada vez más información, pero menos curada, analizada y corroborada. La aventamos al espacio digital para consumo inmediato, dejando atrás su aportación valiosa. Nuestros métodos son el pop y los chismes: lo desechable, lo rápido, lo consumible y superficial.

Con tanta información que pasea en nuestros timelines, no podemos cuestionar todo. Y entonces el nuevo dogma es lo que creen todos los demás: “Si dicen que la Ley es tiránica, debe serlo. Si dicen que la Ley es anti-marchas, seguro es verdad. Si dicen que la campaña de lactancia es sexista, prácticamente es cierto.” No tenemos tiempo para rebatirlo. ¿Qué es el retuit sino la evidencia de un nuevo criterio de “veracidad”? En el mundo de las oraciones cortas y simples, importa más el ingenio que el contenido ideológico.

Evidentemente “todo el mundo” tiene derecho a decir lo que se le antoje, y las redes sociales son un espacio de horizontalidad para lo mismo. Pero ante la pretensión de querer cambiar mentes, sistemas y Leyes ¿todas las ideas hacen “revolución”? ¿Repetir dogmas mayoritarios, y retuitearlos, nos llevará a la transformación social?

Nuestro afán revolucionario (empezando por el mío que escoge slogans publicitarios que parecen salidos de Palacio de Hierro) es tan efímero como la vida de un tuit. No modifica nada más que por los segundos en que se dice y está en boca de todos, para luego desaparecer. Somos religiosos, en religiones que duran tan sólo unos minutos. Será que por eso brincamos de causa en causa sin un plan a largo plazo. Es la moda de la indignación del momento.

Lo paradójico del asunto es que seguimos creyendo fervientemente en la revolución del tuit y el activismo de la opinionitis. Podemos pretender no ser creyentes, pero repetimos nuestras creencias como quien recita una novena en el ánimo de crear un nuevo hashtag.

Nuestra prensa, en vez de ser el aparato que mantiene a raya a los poderosos y el mediador entre ciudadanía y gobierno, desinforma y adoctrina. A esto le sumamos que por flojera, toman las redes sociales como fuente, con todas sus reglas y recovecos en cuanto al trato de la información. Si la oposición es un juego contra-informativo, creo que en nuestro país no existe.

El resultado es que el debate se ha polarizado de una manera ridícula: Peña Nieto no dice nada (y cuando lo hace se equivoca en alguna estupidez) mientras los activistas lanzamos adjetivos descalificatorios, sin rigor, ni ideología (como por ejemplo, precisamente, decirle estúpido a Peña Nieto).

Me lo digo a mí misma también: nos hacen falta ideas, y menos dogmas. Nos faltan críticas anatómicas y dardos bien afilados. Nos faltan contenidos y menos histerias. Menos slogans publicitarios y menos leyes resumidas en un tuit.

Ortega y Gasset tiene una frase que me encanta: “La idea es un jaque a la verdad”. Es meter en problemas a las interpretaciones dogmáticas que se construyen como realidades. Tanto las del régimen, como las de nosotros mismos, y las de la “revolución.” Sólo las ideas son la verdadera subversión. Tal vez algo de razón tengan los Beatles:

You say you’ll change the constitution
Well, you know
We all want to change your head
You tell me it’s the institution
Well, you know
You’d better free your mind instead

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