Pablo Neruda: El llamado del poeta en nueva biografía

25/08/2018 - 12:03 am

Un convincente retrato biográfico de una de las figuras más fascinantes e influyentes en la historia de América Latina, Pablo Neruda.

Ciudad de México, 25 de agosto (SinEmbargo).-Pocos poetas han capturado la imaginación mundial como Pablo Neruda. En su país natal, Chile, como en toda América Latina y en muchas otras partes del mundo, su nombre y su legado se han convertido casi en un sinónimo de movimientos de liberación y con el lenguaje del amor erótico.

Este libro es el producto de quince años de investigación por Mark Eisner, escritor, traductor y director de documentales. El libro describe vívidamente su vida, prosa intensa y creencias fervientes en la “obligación del poeta” de usar la poesía para el bien social. Combina tres ámbitos principales de la vida de Neruda: su poesía aclamada mundialmente; su participación política; y su tumultuosa e incluso controversial vida personal, formando una narrativa coherente de intimidad y amplitud.

Es un libro que trae a la luz la fascinante historia de la vida de Neruda de una manera nueva, que ofrece una atractiva versión narrativa de la vida y las obras de Neruda, apoyada en una investigación exhaustiva, diseñada para presentar esta colosal figura literaria a un público más amplio.

Fragmento de Neruda: El llamado del poeta, de Mark Eisner, con autorización de HarpersCollins México

INTRODUCCIÓN

Nació la palabra en la sangre,

creció en el cuerpo oscuro, palpitando,

y voló con los labios y la boca.

—”La palabra”

En la madrugada del 11 de septiembre de 1973, algunos generales de las fuerzas armadas chilenas llevaron a cabo un golpe de Estado contra el gobierno del presidente Salvador Allende, elegido democráticamente y de ideología marxista-socialista. Las fuerzas aéreas bombardearon el palacio presidencial, mientras las tropas de infantería tomaban masivamente el territorio. Allende se suicidó para evitar ser capturado.

Doce días más tarde, y tras padecer un grave cáncer de próstata, Pablo Neruda, figura central de la izquierda chilena y amado poeta, moría en un hospital de Santiago. Muchos dicen que se le partió el corazón al ver a su querido país arrollado por el terror; a sus amigos, torturados; y el progreso social por el que tanto habían luchado, destruido en un momento. Mientras él yacía en el hospital, los militares saquearon su casa.

El funeral de Neruda se convirtió en el primer acto público de resistencia contra la dictadura militar de Augusto Pinochet. Mientras miles de chilenos eran arrestados por el régimen y muchos más sufrían la violencia militar o “desaparecían”, los amigos y seguidores de Neruda, su pueblo —aquellos que todavía no habían sido forzados a esconderse— marcharon por las calles de Santiago con su féretro gritando su nombre. Durante toda su vida, Neruda había luchado por la paz y la justicia de su pueblo, con su pluma y con su quehacer. Ahora que los militares les habían arrebatado sus libertades, Neruda —aun muerto— hablaba una vez más por ellos.

Sus amigos más íntimos y algunos embajadores extranjeros escoltaron su féretro desde el hogar de su poesía hasta el cementerio. Aquella mañana corrió por todo Santiago, como un reguero de pólvora, que una gran multitud se estaba uniendo a la comitiva del funeral de Neruda. A pesar de los soldados apostados en las calles, armados con rifles automáticos, cientos de personas iban llegando de todas partes para proclamarlo como valeroso defensor de la verdad y para expresar su dolor por las cosas que habían sucedido en los trece días transcurridos desde el golpe. Lloraban la muerte de su poeta, la muerte y desaparición de sus amigos y familiares, y la muerte de su democracia.

Neruda se había convertido en un símbolo. A lo largo de su vida, se había posicionado activamente para desempeñar este papel. Desde su llegada a Santiago en 1922, siendo un joven y tímido anarquista, su súbita elección por el movimiento estudiantil para que fuera la voz de su generación, su elección por Allende y la turbulenta transición de Chile hacia el socialismo, Neruda fue fiel a lo que creía ser el llamado del poeta. Su sentido del deber como poeta entrañaba una obligación social, una vocación y un impulso. Por su parte, muchos trabajadores y activistas progresistas —no solo en Chile o en América Latina, sino por todo el mundo— lo adoptaron como héroe y lo reivindicaron como propio. Neruda fue “el poeta del pueblo” por antonomasia.

Procedentes de todos los ámbitos sociales y de todos los rincones de la dispersa ciudad de Santiago, los ciudadanos se iban uniendo a la larga procesión. Expresaban su dolor y cantaban por las calles, mostrando su resistencia y solidaridad con sus puños alzados. Su tristeza compartida produjo una fuerza unificadora. Aunque los soldados empuñaban sus armas y se mostraban preparados, solo podían mirar. Pinochet no se atrevió a hacer nada porque, tratándose de Pablo Neruda, las cámaras de los medios internacionales cubrían lo que estaba sucediendo en las calles. El mundo observaba.

Los asistentes andaban junto al vehículo fúnebre y llenaban las callejuelas. El ataúd cubierto de flores no estaba en el interior del vehículo, sino en su parte superior, para que el pueblo pudiera ver, por última vez, a su poeta. Con solemnidad, de forma desafiante, las gentes cantaban la Internacional, con los puños levantados: “Arriba los pobres del mundo, en pie los esclavos sin pan, alcémonos todos al grito: ¡Viva la Internacional!”.

Y por encima del dolor se elevaban los cantos: “¡No ha muerto! ¡No ha muerto! ¡Solo se quedó dormido! ¡Como duermen las flores cuando el sol se reclina! ¡No ha muerto, no ha muerto! ¡Solo se quedó dormido!”.

Cuando la procesión llegó al cementerio principal de Santiago, el féretro fue llevado hasta la tumba, envuelto en el rojo, blanco y azul de la bandera chilena. Con las manos alrededor de la boca, como si de un megáfono se tratara, una mujer gritó sin temor: “¡Jota! ¡Jota! ¡Juventudes Comunistas de Chile!”. Y a continuación: “¡Compañero Pablo Neruda!”.

La multitud respondió: “¡Presente! ¡Está presente!”.

“Compañero Pablo Neruda!”.

En el documento filmado de este momento histórico, su intensa emoción se plasma en la imagen de un hombre consternado, de rostro curtido y cabellos bien peinados al que le faltan algunos dientes, quien, con ojos llenos de lágrimas y un nudo en la garganta, lucha por decir “¡Presente!”. Este hombre encarna el amor que Chile sentía por Neruda: no solo los intelectuales o los militantes comunistas, sino los hombres y mujeres de a pie. Más allá de la política, para muchos, aquella marcha fue una expresión del alma de Chile, la esperanza y el orgullo del pueblo y Neruda fue su catalizador.

Esta biografía nació veintiún años más tarde, en 1994, el año en que yo cumplí los veintiuno. Fascinado por América Latina, estudié en Centroamérica durante el penúltimo año de mis estudios en la Universidad de Michigan, donde me especialicé en Ciencias Políticas y Literatura Inglesa.

Había comenzado a interesarme por Neruda antes de aquel viaje y me llevé una edición bilingüe de sus poemas selectos que, en el futuro, me acompañarían en un espectacular recorrido.

Aquel año me encontré haciendo trabajo de campo en las tierras altas de El Salvador, observando la labor de la Asociación Nacional de Trabajadores del Campo, que ayudaba a la formación de cooperativas de café entre los campesinos. Esto fue tras las primeras rondas de reformas del territorio, dos años después de los acuerdos de paz que habían puesto fin a la horrible guerra civil que sufrió el país. La poesía de Neruda, que leía aquellas noches, hacía palpable y real la experiencia humana relacionada con la historia. La profunda y sencilla descripción de la humanidad que encontraba en los poemas de Neruda calaba en lo más hondo de mi ser.

Pocos años después de graduarme, me dirigí de nuevo al sur, con aquel mismo libro gastado en mi ajada mochila verde. Finalmente, llegué a Chile, ese país que se extiende como una delgada franja hacia la Antártida. Diferentes circunstancias me llevaron a trabajar en un rancho de su Valle Central, escondido entre los Andes y el mar. Aquel era sin duda parte del territorio de Neruda, su tierra: allí crecían los racimos de su vino tinto aterciopelado y las amapolas rojas que florecen en su poesía.

El rancho estaba cerca de la costa del Pacífico, fuente de tantas de sus metáforas. Su legendaria casa de Isla Negra no estaba demasiado lejos, al norte de la costa rocosa. Se extendía como el casco de un barco, porque Neruda era, como a él le gustaba decir, “un marinero en tierra”; aquella fue la nave desde la que escribió la mayor parte de su poesía durante la segunda mitad de su vida. Sus muros, a menudo curvos, estaban cubiertos de sus interminables colecciones, desde mascarones de proa hasta mariposas, todo ello mirando hacia la playa.

Pasé también un tiempo en la casa que Neruda tenía en Santiago, la capital de Chile. Como Isla Negra y La Sebastiana —otra casita que tenía en la preciosa ciudad portuaria de Valparaíso— se ha preservado como una casa museo. La Chascona se llamaba así por el indomable pelo rizado de su tercera esposa, Matilde Urrutia. Construyeron la casa como un refugio mientras su segunda esposa, Delia del Carril, aún estaba en vida.

Mar Eisner renueva la personalidad y el interés de Pablo Neruda. El libro es precioso. Foto: Especial

Cuando me acerqué a la Chascona por primera vez, sentí una subida de adrenalina por todo el cuerpo. En medio de la espesa vegetación verde, vi que la casa estaba pintada de una especie de azul francés y descansaba en la parte superior de un muro de cálidas piedras grises y doradas que arrancaba de la calle. Tras la casa se elevaba una empinada colina, con lo que parecían habitaciones y protuberancias de piedra que surgían de un camino escalonado.

Entré en una habitación cerrada por pesadas puertas marrones. Para mi asombro, era una tienda de souvenirs. Resignado a las limitaciones del momento, compré una entrada.

Después entré en un patio abierto con una pérgola de madera cubierta de parras entrelazadas. Desde el patio, unas escaleras subían hasta el salón y otras habitaciones situadas a ambos lados. Su biblioteca y su sala de escritura estaban en la parte superior del alto, encima del dormitorio. En los suelos se alternaban las losas azules y amarillas, como los pisos de una extraña tarta de boda multicolor; el suelo amarillo tenía paredes circulares, mientras que el azul de arriba era una caja encantadora que se encaramaba entre las copas de los árboles. Una puerta blanca en una pared blanca presentaba un desigual mosaico de piedra. Aquella era sin duda la casa de un artista.

Había marcos de metal modelados en dos ventanas que daban a una de las habitaciones del patio; una de ellas tenía una P de Pablo, y la otra una M de Matilde, ambas sobre un patrón de olas blancas de hierro. Quería pasar los dedos por ellas, pero tal intimidad estaba prohibida dentro de los límites del recorrido guiado.

Al pasar de una habitación a otra, me di cuenta de que Neruda había decorado su casa de tal forma que vivía, realmente, dentro de un intrincado poema visual: una pintura de Matilde con dos rostros, realizada por su amigo Diego Rivera, junto a las escaleras que llevan a su pequeño dormitorio; antiguos mapas del mundo y muchos de Chile en una habitación y una colección de estatuas de Extremo Oriente en otra; muebles art déco en el salón; una grandiosa foto de Walt Whitman en uno de los dos bares de la casa; varios fascinantes mascarones de proa con figuras de mujeres procedentes de barcos antiguos; y una colección de libros que iban desde la historia marítima de Chile hasta la poesía de Allen Ginsberg en su biblioteca, junto a la medalla de su Premio Nobel.

Al salir de la biblioteca de Neruda hacia su pequeña sala de trabajo, el atardecer convirtió las distantes elevaciones de los Andes en una rígida y resplandeciente cortina de un naranja impresionante que se fundía con el blanco de la nieve de las cimas.

Volví al patio para interiorizar todo aquello. Allí conocí a Verónica, que trabajaba para la Fundación Pablo Neruda mientras estudiaba para una licenciatura sobre la literatura feminista latinoamericana en la Universidad de Chile, alma mater de Neruda. Iniciamos una conversación, que se convirtió en amistad. Aquella misma semana almorzamos juntos en uno de los antiguos rincones bohemios cerca de la casa de Neruda. Después, me permitió sentarme en el escritorio de Pablo, con su fotografía enmarcada de Walt Whitman.

Neruda parecía estar por todas partes. Mi vida se saturó de su poesía, hasta un punto que nunca he experimentado con otra literatura. Ahora que mi español era mucho más ágil, fluido y preciso, me sentía más cerca que nunca de sus palabras y, por la noche, en mi pequeña cabaña de aquel rancho, comencé a traducir su poesía. Aunque se habían publicado muchas traducciones preciosas, y yo me había ido enamorando de la obra de Neruda a través de las traducciones del libro de Ann Arbor, ahora comenzaba a darme cuenta de que muchas de aquellas traducciones no fluían como debían y mi interpretación era a menudo distinta.

Se lo comenté a Verónica y ella me presentó a dos de sus profesores y al director ejecutivo de la fundación. Tras debatir este asunto hubo un consenso a favor de la máxima que Edmund Keeley, destacado traductor de poesía griega, expresó tan acertadamente: “La traducción es un festín […] siempre debe haber espacio para retocar y perfilar la imagen de forma más precisa cuando así lo indiquen los nuevos gustos y percepciones”. Estas conversaciones, combinadas con otras que tuve en Estados Unidos a mi regreso, me llevaron a la redacción de un nuevo libro con traducciones dinámicas que representaría una nueva voz de Neruda en inglés, a partir de una colaboración sin precedentes con académicos para capacitar mejor a los traductores-poetas. Este libro se tituló, The Essential Neruda: Selected Poems [El Neruda esencial: poemas escogidos], con prefacio de Lawrence Ferlinghetti, uno de mis héroes literarios, publicado por City Lights Books en abril de 2004 con motivo de la celebración del centenario de Neruda.

Aquella experiencia fue un puente fácil hasta esta biografía, porque su precepto era la colaboración. Trabajé estrechamente con especialistas en Neruda —nerudianos— así como con célebres poetas y traductores, tanto en Chile como en Estados Unidos. Tengo con ellos una deuda inmensa, como atestiguan con más detalle los reconocimientos expresados al final de este volumen. Estas mentes destacadas y almas generosas no solo hicieron posible The Essential Neruda, sino que también ayudaron a allanar el terreno para esta biografía.

Con el trabajo de todos aquellos que se implicaron en The Essential Neruda, nos acercamos más a la esencia de sus palabras, permitiendo que vieran la luz nuevas traducciones, fieles por igual al sentido original de sus poemas y a su inherente belleza. La familiaridad que obtuve con las palabras de Neruda, con su carácter y con su mundo me permitió acercarme más a su esencia.

El éxito de The Essential Neruda hizo que se me pidiera la redacción de este libro. Al principio pensé: “¿por qué otro libro?”. Ya se había escrito mucho sobre Neruda y buena parte de ello merecía mi admiración. ¿Qué novedad podía aportar mi trabajo?

Finalmente, pude apreciar la necesidad válida de otro acercamiento que pudiera dar vida a la apasionante historia de Neruda. Este volumen no es ni imparcial ni hagiográfico. Su propuesta es una versión narrativa de la vida y obra de Neruda, reforzada por una investigación exhaustiva que pueda llevar a esta destacada figura literaria a una audiencia más amplia. Mi objetivo es presentar a este personaje complejo y colosal en todos sus matices e inmensidad, abordando todos los aspectos de su vida personal y política, tanto los redentores e inspiradores como los más crueles y profundamente problemáticos.

Por otra parte, sentía que era vital unir en un solo volumen las tres corrientes inseparables del legado de Neruda: su historia personal, todo el canon de su poesía y su activismo social y político, tanto en sus escritos como en su acción política. Cada uno de estos elementos depende de los otros dos y todos ellos están configurados por los demás. Ninguno de estos aspectos puede entenderse por completo si no se comprenden los demás. Este libro pretende explorar a fondo estas tres dimensiones de su vida, subrayando asimismo el fenómeno que subyace tras su interrelación. Sin el análisis exhaustivo de cada uno de ellos no podrá contarse la verdadera extensión de la historia de Neruda.

A partir de dicho análisis, quiero también explorar las múltiples formas en que el lector puede interpretar a Neruda como personaje histórico. Neruda alcanzó su fama como “poeta del pueblo”, al tiempo que actuaba como lo que algunos llaman un “comunista de champán”. Parafraseando a su héroe Whitman, las contradicciones son inherentes dentro de sus multitudes. El traductor preferido de Neruda al inglés, Alastair Reid, me dijo en una ocasión: “Neruda es siete poetas distintos, si no nueve”: hay un Neruda para cada cual. Su legado puede entenderse de formas diferentes, pero se comprende mejor en el contexto de los sorprendentes acontecimientos históricos en que participó y las profundas complejidades de su vida —desde lo terriblemente vergonzoso a lo heroico e inspirador—, sin dejar de absorber la belleza e innovación de su poesía.

Dentro del análisis de estas tres corrientes —poesía, personalidad y política—, exploro el poder y efectividad de la poesía política y su naturaleza y cómo el papel de Neruda como poeta del pueblo, un poeta político, conecta con los cambiantes climas políticos de este nuevo milenio. Puesto que Neruda estuvo tan ligado e implicado con importantes fenómenos del siglo XX, este libro llevará al lector a importantes acontecimientos históricos, como los movimientos estudiantiles, sindicales y anarquistas sudamericanos de la década de 1910, que se vincularon con movimientos parecidos en Europa: la Guerra Civil española, la batalla de Stalingrado, Fidel Castro, el culto al Che Guevara y la revolución cubana, así como las intervenciones de Richard Nixon en Chile y Vietnam.

Este libro tuvo también otro impulso, inspiración y fuente: en 2004, y con motivo del centenario del nacimiento de Neruda, no solo se publicó The Essential Neruda, sino que también se presentó un documental sobre él producido por mí. Aquella versión inicial condujo a la producción de un documental más ambicioso y extenso que se está realizando en este momento. El trabajo realizado para la película ha producido singulares gemas para esta biografía que se expresa en un texto nutrido de entrevistas y conversaciones con personajes muy diversos.

Lamentablemente, algunos de los entrevistados han fallecido desde nuestra conversación. Neruda nació en 1904 y muchos de quienes lo conocieron durante la mayor parte de su vida no están ya con nosotros. Uno de ellos fue Sergio Insunza, ministro de Justicia bajo el gobierno de Allende, quien conoció a Neruda cuando tenía veintitantos años y el partido comunista chileno le pidió que escondiera al poeta y senador en su apartamento. El entonces presidente, Gabriel González Videla, había ordenado el arresto de Neruda por hablar abiertamente contra sus medidas antidemocráticas y opresivas en la cámara del Senado. Otro de los entrevistados, Juvenal Flores, tenía noventa y dos años cuando hablé con él. Flores trabajaba en un rancho del sur de Chile y ayudó a Neruda, cuando este huía, a atravesar los Andes a caballo, hacia el exilio.

Recuerdo una tarde que pasé en uno de los principales mercados agrícolas de Santiago. Cuando le pregunté a una efusiva vendedora de verduras qué pensaba de los poemas de amor de Neruda, soltó espontáneamente, “Me gustas cuando callas porque estás como ausente”, la icónica primera línea del Poema XV de Veinte poemas de amor. Y a continuación, con una gran sonrisa y medio riendo, dijo, “Ya no sé más, ¡pero es un libro precioso!”. Me contó que, aunque había leído aquel poema en su adolescencia, en la escuela, seis años atrás había adquirido un significado más elevado, cuando, con treinta y dos años, se había enamorado de un médico boliviano. Este se marchó finalmente de Chile, dejándole un ejemplar de Veinte poemas de amor como regalo de despedida.

Cuando le pedí su opinión sobre Neruda a otro de los trabajadores del mercado, contestó:

—Pues es nuestro poeta nacional. Ganó el Premio Nobel.

—¿Y qué significa esto para usted? —le pregunté.

—En primer lugar, es un orgullo, un honor. Y, en segundo lugar, para nosotros, Pablo Neruda fue, más allá de su poesía, una persona muy buena. Recordemos que Neruda era prácticamente nuestro embajador, el que trajo aquí a los españoles cuando España era una dictadura.

Estas experiencias constituyen reflexiones vivas y vitales que no podían encontrarse en la página impresa de los libros que encontré en la biblioteca de Stanford, en la Biblioteca Nacional de Chile, en la Biblioteca del Congreso, en los archivos de Neruda, o en otras muchas fuentes clave que me alegro de haber podido consultar.

En 2004, Isabel Allende, la famosa escritora chilena, redactó la narración de mi documental. Isabel vive en el condado de Marín; en un día espectacular, la recogí en mi desvencijado Subaru lleno de grafitis para acompañarla, cruzando el Golden Gate, al estudio de grabación. Mi creativa colaboradora, Tanya Vlach, iba en el asiento de atrás, y ambos escuchamos, divertidos, las entusiastas explicaciones de Isabel sobre la habilidad de su joven nieta para inventar relatos de realismo mágico y, después, de lo que Neruda significó para ella.

Isabel tenía treinta y un años cuando se produjo el golpe. El presidente Salvador Allende era primo de su padre y ella una ambiciosa periodista, que escribía artículos de humor para la primera revista feminista de Chile. Había conocido a Neruda en su casa de Isla Negra y su sugerencia de que escribiera novelas en lugar de artículos, puesto que era muy proclive a la exageración, acabó resultando profética. Cuando murió el poeta, Isabel salió valientemente a las calles con motivo de su funeral, aunque se mantuvo cerca del alto embajador sueco, pensando que, si finalmente los soldados abrían fuego, no dispararían a los diplomáticos de rango superior. Se quedó en Chile otro año, pero la libertad de prensa terminó el mismo día del golpe. A pesar de todos sus esfuerzos, en el nuevo clima de censura, sus intentos de trabajar como periodista fueron inútiles. Al final la dictadura se volvió demasiado amenazadora: “El círculo de la represión era cada vez más asfixiante”.

Se presentó una ocasión de huir con su familia al exilio si actuaban con rapidez. Lo hicieron. Isabel no pudo llevarse casi nada. Nos contaba que solo se llevó una pequeña bolsa con tierra de su jardín y dos libros. Uno de ellos era Las venas abiertas de América Latina, de Eduardo Galeano, una historia de los siglos de explotación por parte de los gobiernos y empresas multinacionales extranjeros que dejaron a países como Chile muy vulnerables frente a horrores como los que acababan de producirse. El otro era una antigua edición de la poesía de Neruda, un volumen de sus odas, no sus típicos poemas de amor o versos políticos, sino sus singulares, hermosos y lúcidos poemas que tratan la utilidad social de los objetos cotidianos. “Con las palabras de Neruda —ha dicho Allende— me llevaba conmigo una parte de Chile, porque Neruda era una gran parte del país” y de los sueños políticos que acababan de ser destruidos.

Isabel se llevó tierra del país que amaba y se llevó también a Neruda.

Tierra y poesía: dos fuentes de identidad, inspiración y esperanza poderosas y permanentes, como se ve en la maleta de Isabel y en la persistente tenacidad de la obra de Neruda. Tierra y poesía: castigadas pero fértiles.

En este relato de Isabel se materializa un sentimiento implícito en la obra y legado de Neruda: la poesía sirve a un propósito. La poesía no es solo para la élite o los intelectuales, sino para todo el mundo: desde los vendedores del mercado al ministro de Justicia, Sergio Insunza y a Isabel Allende, desde Verónica, que estudia literatura feminista y trabaja en la Casa Museo de Neruda, hasta el hombre consternado que grita: “¡Presente!” con lágrimas en los ojos, la vida de Neruda no es sino un testimonio del poder de la poesía para ser algo más que bonitas palabras escritas; es una parte esencial del tejido existencial humano, que refleja la cultura y desempeña un papel en su formación. Sí, es cierto que evoca emociones, pero puede también cambiar la conciencia social, suscitando cambios personales y colectivos.

Estoy concluyendo la redacción de esta biografía al final de los primeros cien días de la presidencia de Trump. Desde su elección, la palabra “resistencia” se ha hecho operativa en nuestra nueva realidad política y también entre los poetas: el 21 de abril de 2017, por ejemplo, el New York Times presentaba un artículo —en su portada, la primera vez en décadas que el arte ocupaba este espacio— cuyo título podría traducirse como “Los poetas estadounidenses renuncian al tono suave: furia contra la derecha”. ¿Qué nos aportan hoy las palabras y el ejemplo de uno de los poetas más icónicos e importantes de la resistencia del siglo pasado? ¿Cómo pueden sus palabras mover a la acción o abrir un espacio para la reflexión, para la sanación incluso? ¿Qué puede ofrecernos el periplo tumultuoso e influyente de este poeta entre convulsiones políticas, alzamientos y exilios a quienes seguimos modelando el próximo capítulo de nuestra propia historia cultural? En este periodo sin precedentes, ¿cuál es la relación entre la literatura y la política, entre artistas y cambios sociales? Espero que este libro ofrezca a los lectores la oportunidad de explorar estos asuntos junto a los vívidos detalles de la vida y obra de Neruda, que encuentran cada día un renovado propósito y relevancia.

Capítulo uno A TEMUCO

Nació un hombre

entre muchos que nacieron,

vivió entre muchos hombres

que vivieron,

y esto no tiene historia

sino tierra,

tierra central de Chile,

donde las viñas encresparon sus cabelleras

verdes,

la uva se alimenta de la luz,

el vino nace de los pies del pueblo.

—”Nacimiento”

El padre de Pablo Neruda, José del Carmen Reyes Morales, creció a finales del siglo XIX en una granja, a las afueras del pueblo de Parral, a unos 350 kilómetros al sur de Santiago, la capital chilena. El paisaje de aquel lugar era pintoresco: un mosaico de huertos bien regados, cultivos de flores y viñas se extendían por las estribaciones de los Andes. En este país, alargado y estrecho, que nunca tiene más de 180 kilómetros de anchura, Parral yace en las sombras de los montes, a unos 100 kilómetros al este del Pacífico. Es una zona donde escasea la lluvia pero no el sol, tórrida y seca, algo poco común en el fértil Valle Central. Toda esta belleza no servía de mucho cuando de lo que se trataba era de alimentar a una numerosa familia con una tierra sin acceso al agua, que era el caso de la granja-hacienda de los padres de José del Carmen, a la que habían llamado Belén.

José del Carmen había heredado los sorprendentes ojos azules de su madre, pero ella, Natalia Morales, apenas tuvo tiempo de mirarlos, ya que murió poco después de traerlo al mundo, en 1872. El pequeño José quedó a expensas de su temible padre, José Ángel Reyes Hermosilla. El autoritario patriarca quería infundir el temor de Dios en José del Carmen y los otros trece hijos que tendría con una nueva esposa. Su voz era aterradora. Rara vez sonreía.

Su finca tenía poco más de 100 hectáreas cultivables, una extensión bastante modesta comparada con otras haciendas de su estilo en el Chile de aquel tiempo. La familia se esforzaba por sobrevivir del cultivo de aquellas tierras. Había poco dinero para invertir en la siembra, la compra de animales o buenas cepas. Con catorce hijos, había demasiadas bocas que alimentar en una granja que carecía de suficientes manos experimentadas para trabajar aquella obstinada tierra.

A medida que José del Carmen iba creciendo, crecía también su frustración con la vida de granjero. A pesar de la extensión de la finca, el muchacho sentía claustrofobia entre tantos hermanos y un padre autoritario. En 1891, a la edad de veinte años, José del Carmen subió a un tren de vapor para llevar sus sueños de una vida distinta al floreciente pueblo portuario de Talcahuano, unos 250 kilómetros al suroeste, donde acababa de iniciarse un gran proyecto de obra pública. Era un mundo completamente nuevo, que contrastaba marcadamente con los límites impuestos en Belén por una religión represiva. Aquí el futuro estaba abierto y sus responsabilidades eran pocas y pronto se unió a un equipo que construía diques secos en el muelle.

La casa de José del Carmen en Talcahuano era una fría pensión regentada por una viuda catalana con tres hijas jóvenes. La pensión estaba cerca del puerto y albergaba a otros estibadores y trabajadores de los astilleros que habían venido de las provincias en busca de trabajo. José del Carmen sintió que sus posibilidades se ensanchaban con la interacción social de aquella sociedad urbana de un puerto internacional, tan distinto del mundo rígido y acotado de Belén y el pequeño y provinciano Parral. Por otra parte, estaba presenciando un periodo histórico de transformación en el sur de Chile, con la importación de maquinaria para explotar la tierra y convertirla en una región agrícola y la exportación de algunos de los principales productos de la región.

Aquel tiempo en el puerto le alejó más de la influencia de su padre, lo que le permitió encontrar una identidad propia e instilar en él una perspectiva de la vida racional y no religiosa. En aquella pensión cercana al muelle, conoció a Aurelia Tolrá, la hija adolescente de la propietaria, que se convertiría en una buena amiga. En los desplazamientos de José entre Parral y Talcahuano en busca de trabajo, la pensión sería un importante punto de referencia al que regresaría a menudo.

Charles Sumner Mason (Portland, Maine, 1829) acabaría desempeñando un papel fundamental en la vida de Neruda. Mientras que muchos europeos emigraron a Chile, especialmente al sur, fueron pocos los norteamericanos que lo hicieron. Aunque no sabemos exactamente lo que lo llevó a desplazarse a Sudamérica, lo cierto es que, tras una presunta parada en Perú, Mason recaló en Parral en 1866 cuando tenía treinta y siete años. Llegó con otro norteamericano (Henry “Enrique” St. Clair), atraído por los ricos depósitos minerales de Chile. Más adelante, ambos establecerían formalmente una empresa para explorar depósitos de plata en una zona montañosa.

En Parral, Mason se implicaría pronto en muchas cuestiones. Hacia 1891, cuando José del Carmen estaba comenzando sus aventuras, entrando y saliendo de la granja paterna de las afueras de Parral, Mason cumplió su vigésimo quinto aniversario como residente en Chile. Mason era un hombre hogareño, de buena posición, casado con Micaela Candia, hija de un importante hombre de negocios de Parral y padre de ocho hijos. Fue tan respetado a lo largo de su vida que a menudo se le pedía su mediación en disputas. En 1889 Mason representó incluso al padre de José del Carmen en un pleito.

Con el tiempo, Mason se trasladó al pueblo de Temuco, de reciente formación, a unos 350 kilómetros al sur. Allí, él y su familia podrían ampliar lo que habían establecido en Parral, aprovechando todas las oportunidades que ofrecía la frontera. En sus memorias, Neruda describe Temuco y sus alrededores como el “lejano oeste” de Chile. Solo dos décadas antes, el pueblo mapuche de aquella región —una zona de bosques antiguos, volcanes nevados e impresionantes lagos volcánicos— había acabado de ser sometido por las fuerzas armadas chilenas. Los trescientos años de resistencia mapuche representaban el periodo más largo de guerra de un pueblo indígena en defensa de sus tierras y derechos contra la invasión colonial de la historia de América, que se remontaba a 1535. Con la derrota de los mapuches, se estableció el pueblo de Temuco en 1881 junto a un fuerte chileno, donde aquel mismo año se firmaron los acuerdos de paz.

Con la apertura y relativa seguridad de aquel territorio virgen para establecerse e iniciar actividades de explotación, Mason y otros quisieron aprovechar la oportunidad. En 1888, poco después de la muerte de su suegro (no hay registros de la fecha de defunción de su suegra), Mason comenzó a dar pasos firmes hacia su nueva ambición. Aquel año puso un pequeño anuncio en un periódico regional ofreciendo sus servicios como contador. Con su trabajo, prestó una ayuda vital a todos los emprendedores que establecían nuevos negocios en el sur y que tenían poca experiencia formal en el ámbito empresarial. Con su saber hacer e integridad, se ganó la confianza y el respeto entre los agentes clave en el desarrollo de Temuco. Unido a su facilidad para establecer relaciones personales, Mason ascendió rápidamente a la cima de la escena social y política de la ciudad.

Cuando en 1889 nació Laura, su séptima hija, Mason seguía a caballo entre Temuco y Parral. Para 1891, toda la familia se había trasladado felizmente a Temuco. Casi todos los hermanos de su esposa Micaela se desplazaron también allí con él.

La red nacional de ferrocarril llegó a Temuco en 1893, un acontecimiento de gran trascendencia para un floreciente pueblo fronterizo. En 1897, Mason construyó el Hotel de la Estación justo enfrente de la estación ferroviaria —a cincuenta metros de la ventanilla, para ser exactos— lo hizo sobre unos terrenos que había comprado con un importante descuento o puede que incluso los hubiera conseguido de forma gratuita. Se publicitaba con el título en inglés The passenger’s home [Hogar del pasajero] y había un letrero que decía “Se habla inglés, alemán y francés”. El hotel permitió que Mason fortaleciera más si cabe su influencia sociopolítica en la prometedora Temuco, puesto que en él se alojaban o comían funcionarios del gobierno, hombres de negocios, importantes miembros de la empresa de ferrocarril, candidatos políticos de campaña y turistas. También se convirtió en un lugar de reunión para los políticos locales.

Poco después de cumplir veintiún años, José del Carmen viajó en tren a Temuco. Su población acababa de sobrepasar los diez mil habitantes y había unos veinticinco mil explorando las zonas rurales adyacentes. El pueblo estaba dominado por una reciente oleada de emigrantes, con predominio de suizos alemanes. El gobierno chileno quería establecer una economía agrícola, especialmente para satisfacer la creciente demanda de alimentos por parte de los mineros del árido norte, donde esta industria estaba experimentando un gran auge. A fin de atraer a personas con capital y capacidades que les permitieran explotar la frontera virgen, el gobierno chileno promulgó la Ley de Inmigración Selectiva; era “selectiva” en el sentido de que solo se permitiría colonizar y enriquecer aquella zona a ciudadanos europeos honrados, en busca de nuevas oportunidades y dotados de un suficiente nivel socioeconómico. Con tal propósito, a estos inmigrantes se les concedían terrenos, exenciones de impuestos y otros incentivos. Estos formarían una sociedad extensa, fundaron nuevos pueblos y ciudades y dominaron la política local, al tiempo que establecían vínculos, hasta entonces inéditos, entre la región y la escena política nacional. Dichos emigrantes dominarían la estructura social y de clase de aquella región durante décadas.

José del Carmen también sería testigo de la audaz migración doméstica al incipiente Temuco de chilenos de todas las clases económicas, personas movidas por el entusiasmo de un territorio inexplorado y las oportunidades que ofrece la expansión, como habían hecho Mason y sus parientes. El resto de la población eran principalmente antiguos soldados que se habían establecido allí tras la guerra contra los mapuches y la Guerra del Pacífico, con la esperanza de encontrar trabajo, así como personas cansadas de las condiciones en los suburbios de Santiago decididas a probar suerte en el sur. Estos últimos grupos contrastaban con los alemanes y otra ciudadanía más “digna”. Los recién excarcelados, desesperados, desempleados y antiguos soldados solían beber en exceso  y ello llevaba con frecuencia a violentas reyertas con arma blanca. Los recién llegados a aquel territorio cercano a la punta meridional de Sudamérica tenían que enfrentarse a una serie de nuevos elementos, entre ellos la necesidad de prepararse para unos inviernos largos, fríos y muy lluviosos.

La población de Temuco era variopinta y, dentro y fuera de sus límites, estaba salpicada de personajes diversos como los huasos, los caballeros de la campiña que entraban al pueblo montados en sus caballos blancos para comprar provisiones y bebida. Aquellos hombres eran jinetes extraordinariamente diestros, a menudo terratenientes y se distinguían por sus ponchos cortos y coloridos, decorados con amplias rayas y sus chupallas (sombreros) negras de paja con cintas. Aun los estribos de sus sillas de montar estaban tallados a mano. Los huasos habían conservado estas técnicas artesanas de sus lugares de procedencia de las regiones norteñas, desde donde habían llegado en décadas anteriores.

Cuando José del Carmen bajó del tren al cenagoso andén, se encontró una estación llena de damas con vestidos largos y sofisticados sombreros, acompañadas de caballeros trajeados, la élite local. Había también personas vestidas de forma más sencilla, con ropa de trabajo y algunos vendedores con gastados sombreros que vendían pan y queso para quienes iban a tomar el tren hacia el norte.

Probablemente, José se asombró también al ver a otra clase de personas: los mapuches. Estos indígenas estaban tan por debajo en el escalafón social que no se les contaba entre la población local ni se les permitía vivir dentro de los límites del pueblo. Las mujeres llevaban sus hermosas joyas de plata características sobre holgados ponchos negros y los hombres se cubrían con ponchos multicolores. La mayoría de los ciudadanos chilenos, también las autoridades, trataban a los mapuches como parias.

Puesto que no se les permitía vivir dentro de los límites de Temuco, los mapuches venían al pueblo desde campos y bosques para comerciar con sus productos y se marchaban por la noche; los hombres, a caballo y las mujeres, a pie. La mayoría de ellos no sabían leer y su lengua nativa, el mapudungún, no tenía escritura. Cuando, pues, José comenzó a andar por las calles aquel primer día, se quedó mirando los enormes objetos que colgaban en el exterior de las tiendas para publicitar los artículos que se vendían en el interior: “una olla gigantesca, un candado ciclópeo, una cuchara antártica”, como más adelante recordaría Neruda en sus memorias. “Más allá, las zapaterías, una bota colosal”.

Mason conocía a José del Carmen por su padre, pero este era solo uno de los catorce hijos de su amigo. Pasó algunas noches en Temuco, pero Mason no lo alojó gratis en el hotel ni le ofreció un empleo. José siguió, pues, recorriendo la zona entre Talcahuano y Parral, trabajando aquí y allá, donde salía la oportunidad. Era una vida austera pero libre. Entonces, en una visita a Temuco en 1895, José tuvo un encuentro íntimo con Trinidad, la cuñada de Mason.Él tenía el encanto del trotamundos y Trinidad, de veintiséis años, cuyo rostro alargado y anguloso era más interesante que bello, tenía poco con que entretenerse en el complejo fronterizo de Mason.

Fue una pasión efímera, pero tuvo repercusiones para ambos de por vida. Esta aventura sería una de varias relaciones clandestinas protagonizadas por personas vinculadas de algún modo con Charles Mason. La infancia de Neruda estuvo indiscutiblemente bajo la influencia de estas historias silenciadas y sus repercusiones.

Trinidad conocía las consecuencias de tener un amante. Cuatro años atrás se había producido el primero de varios escándalos secretos. Trinidad tenía un hijo, Orlando, de una aventura anterior con Rudecindo Ortega, un temporero de Parral, de veintidós años, a quien Mason había contratado para que lo ayudara a iniciar sus negocios en Temuco. Micaela y Charles, tíos del muchacho, se indignaron por la indiscreción de Trinidad y adoptaron rápidamente a Orlando. Las circunstancias de su nacimiento nunca se mencionaron fuera de la familia de Mason.

Rudecindo Ortega nunca perdió el favor de Mason, que le tenía mucho cariño antes del escándalo y, por lo que parece, lo consideró menos culpable que a Trinidad. Más adelante, Mason permitiría incluso que Ortega se casara con Telésfora, su hija más joven.

Trinidad y José del Carmen escondieron su romance de Mason y Micaela, pero Trinidad se quedó embarazada y esto hizo que su aventura saliera a la luz. Mason y Micaela se enfurecieron con ella por haber sido tan imprudente mientras vivía bajo su techo; puesto que cada bebé adoptado ponía en riesgo su buena imagen social, buscaron un castigo adecuado para aquella joven que, al parecer, no aceptaba que tenía que mantenerse casta hasta el matrimonio. Trinidad confesó quién era el padre y Mason le hizo llegar la noticia. José del Carmen estaba en Belén o Talcahuano cuando se enteró de que Trinidad estaba embarazada y respondió sin dilación, impasible: se negaba a casarse con ella. A diferencia de lo sucedido con el primer hijo de Trinidad, Micaela y Mason dijeron claramente que no iban a ver a aquel bebé ni a hacerse cargo de él.

Cuando su embarazo estaba muy avanzado, Trinidad regresó a Parral para dar a luz, muy probablemente porque allí contaría con el apoyo de sus parientes y amigos. En Parral se libraría de las habladurías de Temuco y, puesto que llevaba muchos años ausente de la ciudad, ninguno de sus paisanos sabría que no estaba casada.

En 1897, Trinidad dio a luz a su segundo hijo, Rodolfo, pero, según parece, Micaela y Mason le habrían prohibido quedarse con el bebé, que le fue entregado a una comadrona de la aldea de Coipúe, a orillas del plateado Toltén. Esta localidad estaba suficientemente lejos de Temuco y cerca de Parral como para que los Mason pudieran estar pendientes del niño y mandar ayuda a la comadrona para criarlo.

Durante los cinco años siguientes, José del Carmen estuvo trabajando temporalmente en los diques secos de Talcahuano, visitando Temuco con la esperanza de encontrar algún buen empleo en el ferrocarril y volviendo de vez en cuando a su hogar de Belén para descansar y trabajar un poco en los alrededores de Parral. Fue entonces cuando, en el pueblo que había dejado casi una década atrás, encontró el amor de su vida. Se llamaba Rosa Neftalí Basoalto Opazo y era una maestra que escribía poesía. En 1899, Rosa se había trasladado a Parral procedente de una zona rural para estar más cerca de los médicos, puesto que desde su infancia había tenido problemas pulmonares. José del Carmen la vio por primera vez poco después de su llegada al pueblo y se acercó a ella. Puede que Rosa Neftalí no fuera hermosa, pero había algo en la modesta grandiosidad de su rostro que irradiaba una sencilla dulzura. Aunque no era de naturaleza severa, su expresión transmitía sin duda una inequívoca seriedad. Era la clase de mujer que vivía su existencia con claros objetivos y determinación, quizá en parte porque no sabía hasta cuándo le permitiría su salud gozar de una vida activa.

Para José, que se había convertido en un hombre un tanto rudo por su vida de arduo trabajo y constante movimiento, la conducta dulce y práctica de Rosa resultaba cautivadora. Aunque enamorado, José no estaba seguro de que fuera el momento de comenzar una familia y durante los cuatro años siguientes no vivió en Parral. No obstante, cada vez que iba al pueblo se veía con Rosa siempre que podía. En 1903, le pidió finalmente que fuera su esposa. Se casaron en una sencilla ceremonia el 4 de octubre de 1903. José del Carmen tenía treinta y dos años, y Rosa, treinta. Se fueron a vivir a su casa —una vivienda de adobe, alargada y estrecha con tejas curvadas y ornamentales— en las afueras de Parral. Unos nueve meses más tarde, el 12 de julio de 1904, cerca de las nueve en punto de la noche, Rosa dio a luz un hijo, Ricardo Eliecer Neftalí Reyes Basoalto, que un día se daría a conocer al mundo como Pablo Neruda.

Dos meses y dos días después del parto, Rosa murió de tuberculosis. José, solo con su pequeño, se encerró en sí mismo. Su madre también había muerto poco después de su nacimiento y esta reiterada desgracia arrojó a José en una profunda desesperación. Regresó a Belén y su madrastra se ocupó del niño; buscó una nodriza entre las campesinas y dejó a Neftalí bajo el cuidado de Maria Luisa Leiva. El 26 de septiembre, doce días después de la muerte de su madre, Neftalí fue bautizado en la Iglesia de San José de Parral. El angustiado José dejó de nuevo el pueblo, ahora no solo para ir de acá para allá, sino apremiado por la necesidad de proveer para las necesidades de alguien bajo su responsabilidad. En contraste con la ambivalencia que le inspiró su primogénito nacido de la relación con Trinidad, José sentía una gran intimidad y responsabilidad paternal hacia su nuevo hijo nacido legítimamente.

Oyó que había trabajo en la ganadería al otro lado de los Andes y marchó a Argentina, pero regresó seis meses más adelante, en marzo de 1905, sin un céntimo. Con Neftalí todavía en casa de sus padres, José tomó el tren a Talcahuano, que seguía creciendo con la actividad comercial del puerto catorce años después de su primera visita a la ciudad. José trabajó en los muelles como lo había hecho antes, siguiendo el ritmo de los grandes barcos que iban y venían del puerto, cargados de cereales y madera para la exportación, y de la maquinaria que ayudaría a cultivar las zonas rurales del sur, de reciente asentamiento.

José se alojó en la misma pensión de Talcahuano donde había vivido por primera vez a su llegada a la ciudad. En aquel entonces, la hija de la propietaria, Aurelia Tolrá, era una belleza adolescente en ciernes. Ahora era una mujer joven, de rostro atento, largos cabellos negros y pómulos sinuosos. Rápidamente, ella y José se hicieron amigos íntimos y él le hablaba abiertamente de su tristeza e incertidumbre. José tenía treinta y tres años, estaba de luto por su esposa y seguía trabajando de peón como lo había hecho los últimos catorce años. Su experiencia le había endurecido y ahora tenía una razón por la que trabajar: los viajes en tren a Parral para visitar a su hijo. Durante las noches que pasaba en la pensión, José abría a menudo una botella de vino y hablaba con Aurelia, con los pitidos y sonidos metálicos resonando desde el puerto, unas cuadras más allá. Una noche, viendo el desbarajuste de su presente y su futuro, José le preguntó a Aurelia qué tenía que hacer con su vida. “Vuelve con Trinidad —le dijo ella—. Es la madre de tu primogénito”.

Había pasado casi una década desde que Trinidad Candia Malverde había dado a luz a Rodolfo. José había mantenido un cierto contacto con ella y estaba al corriente de la situación de su hijo mayor, que estaba siendo criado en los bosques por alguien que no era de la familia. Puede que albergara la esperanza de que Mason le prestara ayuda si volvía con Trinidad, siendo también el hijo viudo de su viejo amigo José Ángel de Parral. No hay duda de que Mason tenía las conexiones y la influencia suficientes para conseguirle un trabajo en el ferrocarril o algo similar. Además, tal vez José creyera que iba a encontrar en Trinidad el bálsamo que deseaba; llevaría consigo a Neftalí, que estaba en Belén y recogería a Rodolfo de su crianza en los bosques para completar la familia.

Con un plan trazado, José regresó por fin a Temuco. Tuvo una larga y sincera conversación con Trinidad, que ahora era una mujer dulce y hogareña. José expresó sus intenciones a Mason, que le dio su bendición para casarse con Trinidad. A las 7:30 de la tarde del día 11 de noviembre de 1905, José y Trinidad contrajeron matrimonio en casa de Mason y Micaela.

Los recién casados pusieron su hogar junto a la granja Mason Candia. La vivienda pertenecía a Trinidad, que quince años atrás había recibido la parcela a través de una concesión gratuita de terreno, que muy probablemente Mason había conseguido moviendo algunos hilos. Aunque Mason habría apoyado hasta cierto punto a José del Carmen, quien quería darle a su cuñada una vida honesta, no se implicó a fondo con él, contrariamente a lo que este habría esperado: Mason no movió ningún hilo a su favor; no tenía un nuevo trabajo para él.

Aun así, Neftalí, que ahora tenía dos años, fue llevado de Parral a Temuco según los planes que habían hecho. Desde el principio, y durante el resto de su vida, Trinidad lo trató con cálida ternura. En un retrato realizado en 1906 en un estudio de Temuco, con un vestido de lino blanco, botas negras y con la mano descansando en una silla acolchada, Neftalí muestra un aspecto sereno y angelical. Tiene las mejillas rechonchas y el porte de alguien muy seguro de sí mismo.

Pocos meses después de establecerse en su nuevo hogar de Temuco junto con Neftalí, el siguiente paso de José fue reclamar a Rodolfo, o, mejor dicho, declarar su paternidad y solicitar su custodia por primera vez. Nunca había sentido ninguna obligación o cariño por él hasta ahora en que, por el bien de todos, se había propuesto reunir a la familia. José del Carmen siguió el curso del río Toltén hasta Coipúe. La pequeña aldea donde el muchacho se estaba criando era un lugar salvaje, con un puñado de casas junto al río, y rodeado de un frondoso bosque de robles y unas cuantas granjas pequeñas y aisladas. José, que había venido vestido con chaqueta y chaleco, debió de parecerle de lo más exótico a aquel niño descalzo de ocho años. El único parecido entre ambos eran sus ojos azules. Cuando la única madre que había conocido le dijo a “Rodolfito” que saludara a su padre, el pequeño, descalzo y arisco, dio un paso atrás. Serían necesarias varias visitas para que el muchacho se acostumbrara a su padre y quisiera marchar con él a Temuco y aun entonces siguió habiendo una cierta incomodidad entre ellos.

José del Carmen y Trinidad se establecieron en su casa de tablones en permanente estado de construcción. José comenzó a darse cuenta de que, en el enorme y activo mundo de Mason, él era un mero actor secundario. Entendió que no sería objeto de un trato especial por parte del cuñado de su esposa, cuarenta y tres años mayor que él. Entretanto, seguía llorando con gran sentimiento a Rosa Neftalí y a menudo regresaba a su tumba en Parral. En aquellos viajes, a veces visitaba a Aurelia Tolrá en Talcahuano. Siendo un hombre habituado a la libertad de la soledad, pronto se encontró tensando los límites de la vida familiar. No había pasado ni un año desde que Aurelia le aconsejara regresar con Trinidad y José comenzó a darse cuenta de que realmente deseaba estar con Aurelia.

Hacía años que la conocía y durante aquel tiempo habían desarrollado una amistad íntima y especial. Con treinta y tantos años, José se comportaba de forma más digna que en el pasado. Había asumido una responsabilidad familiar, como la propia Aurelia le había instado a hacer. Corpulento y bien parecido y con unos ojos azules fuera de lo común, José resultaba un hombre muy atractivo. Por ello, en una de sus visitas a Talcahuano y tras largas conversaciones en la pensión con una o dos botellas de vino, la madurez de José del Carmen causó una profunda impresión en Aurelia. Era innegable que se sentían atraídos. Aurelia era ahora toda una mujer, tierna, encantadora y de una belleza sobria pero impactante. Con la luna llena meciéndose en las aguas del puerto y toda la pensión dormida, se acostaron juntos aquella noche de finales de 1906. Ella se quedó embarazada.

Para evitar un escándalo, Aurelia dejó la pensión a cargo de sus hermanas y se trasladó a San Rosendo, una aldea situada en la encrucijada de dos líneas ferroviarias. Allí dio a luz a Laura, la hermanastra de Neftalí, el 2 de agosto de 1907. Aurelia estableció una nueva pensión en San Rosendo y cuidó valerosamente de Laura, aunque José del Carmen venía a menudo desde Temuco para estar con ella. Trinidad no sabía nada de esta relación ni del nacimiento de Laura.

Aurelia estaba dedicada a su hija y enamorada de José. Pero, a pesar de su carácter fuerte, que se hacía evidente en la autosuficiencia y disciplina necesarias para dirigir una pensión y criar a su hija sin ayuda de nadie, la situación de Aurelia se hizo cada vez más difícil. Su fe católica —siempre llevaba un crucifijo— le daba fuerza, pero era también fuente de una gran ansiedad. ¿Cómo podía, en buena conciencia, seguir viendo a un hombre casado que era también el padre de su hijo ilegítimo? Tras dos años angustiosos de aislamiento en San Rosendo, Aurelia, convencida de que sería incapaz de criar sola a su hija, le dijo a José que tenía que tomar una decisión: o bien volver con ella a Talcahuano y reconocer a su hija o, si quería seguir con la familia que había fundado en Temuco, llevarse a Laura con él y criarla con Trinidad. Estaba incluso dispuesta a renunciar a que su hija llevara su apellido, Tolrá y adoptara el de Trinidad, de modo que la niña se llamaría Laura Reyes Candia.

Desde Temuco, José del Carmen respondió a su propuesta. Tomó a su hijo Neftalí, que ahora tenía siete u ocho años y juntos fueron a recoger a su hermanastra. Caía una fuerte lluvia cuando tomaron el tren a San Rosendo, donde Aurelia les estaba esperando. Era la primera vez que Aurelia y Neftalí se verían. Su ropa estaba empapada; Aurelia le ayudó a cambiarse, tendió su ropa y le puso a dormir en la misma cama que Laura. Confuso por aquel extraño viaje, Neftalí se durmió preguntándose quién era aquella niña delgada que estaba a su lado en la cama y por qué estaba allí. Pronto se formaría entre ellos un vínculo inquebrantable.

A la mañana siguiente, se despertó y vio que las cosas de Laura estaban empacadas. Aurelia tenía los ojos llenos de lágrimas cuando José del Carmen se llevó con él a su hija. También Laura se sintió sacudida por la repentina separación.

En aquel desvencijado tren de vapor, el padre y los dos hermanastros viajaron de vuelta a Temuco, viendo pasar incesantes bosques y prados por la ventana. José reflexionaba sobre su vida y el cambio que se avecinaba. Sería la última vez que visitaría a Aurelia.

Cuando el tren llegó a Temuco y los tres viajeros arribaron a la casa de madera, José confesó finalmente a Trinidad su aventura con Aurelia. Trinidad no se mostró indignada ni dolida. Parecía como si lo hubiera sabido desde el principio o al menos lo hubiera sospechado. Trinidad tenía una entereza cuyo origen era imposible trazar, pero su naturaleza interior era dulce y diligente, con un sencillo sentido del humor. Su compasión era ilimitada. Sin una sola objeción, aunque es posible que acordara cuidar de Laurita con cierta resignación. En su casa de Temuco, Trinidad criaría, pues, a tres niños: a su Rodolfo, a Neftalí de Rosa y a Laura de Aurelia. Esta familia, con sus complejos orígenes y singulares dinámicas, configuraría los años de formación de Neftalí; sus secretos y transgresiones marcarían para siempre al futuro poeta.

Capítulo dos DONDE NACE LA LLUVIA

Lo primero que vi

fueron árboles, barrancas

decoradas con flores de salvaje hermosura,

húmedo territorio, bosques que se incendiaban,

y el invierno detrás del mundo, desbordado.

Mi infancia son zapatos mojados, troncos rotos

caídos en la selva, devorados por lianas y escarabajos,

dulces días sobre la avena,

y la barba dorada de mi padre saliendo

hacia la majestad de los ferrocarriles.

—”La frontera (1904)”

Trinidad y su hijastro tenían una estrecha relación de confianza. En un momento posterior de su vida, Neruda hablaría de su madrastra como una mujer angelical. Trinidad no solo nutrió afectivamente a Neftalí, sino que también lo protegió todo cuanto pudo contra la creciente irascibilidad de su padre, como la propia madrastra de José había hecho con él durante su infancia. En sus memorias, Neruda se refiere a doña Trinidad como su “ángel guardián” y dice que su “suave sombra protegió toda mi infancia”.

Trinidad dirigía el hogar de la familia Reyes, que estaba siempre en movimiento. El patio interior de la casa fue siempre un escenario familiar esencial para el desarrollo social de Neftalí durante su infancia. Tanto la gran familia de Mason como los vecinos y amigos departían siempre en el patio y, como Neruda diría más adelante, lo compartían todo: “herramientas o libros, tortas de cumpleaños, ungüentos para fricciones, paraguas, mesas y sillas”.

Por el patio crecía libremente el musgo y varias parras se encaramaban por los muros de dos pisos. A un lado, sobre un armario de metro y medio, había macetas rebosantes de geranios rojos y en el centro crecía una palmera joven. Había otros árboles frutales junto a la cerca y una pequeña parcela donde crecía el cilantro, la menta y algunas hierbas medicinales. Había también un gallinero. El portón que colgaba de la cerca resultaba irrelevante con el constante tránsito de personas, como los Ortega, los Mason y otros parientes, amigos y vecinos que la franqueaban constantemente.

Muchos miembros del clan Mason, del que Charles era el pater familias, vivían en la misma cuadra, en casas comunicadas por sus patios traseros. La vivienda de José del Carmen estaba junto a la de Charles Mason, más grande y mucho más bonita. En aquel tiempo los Mason vivían en una casa a rebosar con seis hijos (dos habían muerto en la infancia), además del adoptado Orlando, cuyo origen seguía siendo un secreto. Otra de las casas adyacentes era la de Rudecindo Ortega, padre biológico de Orlando y que más adelante se casó con Telésfora, la hija menor de Mason. En 1899, Telésfora dio a luz a Rudecindo Ortega Mason. Vivía también en las inmediaciones Abdías, un hermanastro de José del Carmen casado con Glasfira, otra de las hijas de Mason y Micaela, con sus seis hijos que crecieron con Neftalí.

Como las familias que las habitaban, en incesante crecimiento, aquellas casas parecían estar en perpetua construcción. Escaleras incompletas llevaban a suelos también inacabados y un conglomerado de objetos poblaba el complejo: sillas de montar alineadas en las entradas, grandes toneles de vino en los rincones y paredes cubiertas de ponchos, sombreros, botas de montar y espuelas. Esta atmósfera de evolución constante avivaba la prodigiosa creatividad de Neftalí. Décadas más tarde, Neruda llenaría también sus casas de singulares colecciones de objetos, desde mascarones de proa, botellas de vidrio e incontables conchas marinas a máscaras asiáticas y muñecas rusas.

Tras los esfuerzos y el diseño de José del Carmen había un cierto pragmatismo. Un sendero que atravesaba el terreno rectangular conectaba directamente la calle con el patio. Aparte de las particularidades de cada objeto, en las paredes había una total ausencia de sensibilidad creativa o artística. El segundo piso se construyó con rapidez por la necesidad de ampliar el espacio cuando, en un breve periodo, todos los niños fueron a vivir a la casa. Aunque la construcción se realizó de forma básica y buscando el ahorro, las ventanas eran grandes.

El cuarto de Neftalí miraba al patio, donde él se perdía bajo la lluvia rastrillando las hojas del aguacate o mirando cómo desaparecía en el firmamento el humo oscuro que subía por la chimenea de la cocina de leña. Cerca de la ventana estaba el pequeño escritorio sobre el que el joven poeta escribiría sus primeros versos en su cuaderno de aritmética.

Enfrente mismo de la casa había un bar sin nombre, una sencilla caseta con postes en la entrada para atar las caballerías donde los mapuches cambiaban por aguardiente —que en Chile se elaboraba con uva, como una grapa rudimentaria— el dinero que hubieran ganado con sus trueques aquel día. No todos los mapuches bebían, pero Neftalí veía que en Temuco se les segregaba a todos. Muchos de ellos se sentían abatidos por las injusticias a que se veían sometidos. Presenciar la condición de aquellas personas hizo que Neftalí desarrollara una perenne empatía por los oprimidos. La situación de dominación de aquellas gentes reflejaba el estado mental que se apoderaba de él.

Neftalí parecía encarnar una melancolía natural que, lentamente, se convertiría en profunda preocupación a medida que iba creciendo. Su delgada figura era un reflejo de su constitución débil. Su exigente padre le infligió un formidable tributo emocional, y la incesante lluvia de los largos inviernos de Temuco lo volvió impaciente.

El ferrocarril marcó tanto su infancia como la persistente lluvia. El vaticinio de Charles Mason sobre el potencial del nuevo ferrocarril para el desarrollo de las zonas que rodeaban Temuco resultó acertado. Con el constante flujo de personal hacia el sur, la buena marcha de su pensión era estable. José, integrado ahora en la familia Mason, pensaba probablemente haber demostrado ser un cabeza de familia firme, maduro y responsable. No sabemos si José lo consiguió o no con la ayuda de Mason, pero lo cierto es que acabó consiguiendo un empleo en la compañía ferroviaria.

Era un tipo de trabajo que le permitía viajar, satisfaciendo su deseo de estar en movimiento. Pronto lo ascendieron a conductor de un convoy de balasto, que esparcía roca triturada, grava de río y arena para formar el lecho de los raíles y efectuaba reparaciones por las diferentes rutas. Era un trabajo implacable, en especial durante los meses de invierno, cuando José tenía que impedir que las lluvias torrenciales, que podían caer durante horas, arrastraran las viguetas de madera. José del Carmen había sido un campesino poco entusiasta y mediocre como obrero portuario, pero se le daban bien los trenes, que había conducido desde sus inicios. Pronto descubrió que era operador vocacional de vías férreas.

Cuando tenía cinco años, el joven Neftalí se unía a menudo a su padre en las vías, uno de los pocos lugares en que ambos podían estar juntos. Cuando cruzaban los bosques del sur, salvando ríos esmeralda nacidos en los Andes y atravesando pequeños puestos fronterizos, empobrecidas aldeas mapuches, despejados prados y volcanes, el mundo natural se desplegaba ante los ojos del niño como un tesoro de indómitas posibilidades.

Al final de su vida, Neruda comenzaba sus memorias con esta impresión, destacando su trascendencia como origen de su recorrido poético: “Bajo los volcanes, junto a los ventisqueros, entre los grandes lagos, el fragante, el silencioso, el enmarañado bosque chileno […]. De aquellas tierras, de aquel barro, de aquel silencio, he salido yo a andar, a cantar por el mundo”. La curiosidad esencial que auguraría su creación poética procedía de estos tempranos viajes.

“El Neruda esencial era un ser humano —dijo una vez su traductor Alastair Reid—. Nunca olvidó que había nacido desnudo en un mundo que no entendía, un mundo maravilloso”.

El tren de su padre y los jornaleros que viajaban en él fascinaban a Neftalí. Primero estaba la locomotora, después uno o dos vagones para los jornaleros, rudos por una difícil vida anterior. Normalmente, vestían gruesos y pesados capotes que les proporcionaba la compañía estatal del ferrocarril. A menudo, solo se distinguían por sus andares y sus rostros endurecidos, muchos de ellos marcados, algunos con cicatrices. A continuación, un vagón en el que vivía José del Carmen durante sus largos recorridos por las vías, que podían durar una semana o más. Por último, un coche abierto de plancha plana que llevaba la roca triturada y todas las herramientas y equipo de los jornaleros.

Neftalí pasaría horas viendo a aquellos hombres palear el balasto por el extremo del tren para después repartirlo bien entre los raíles. Las piedras mejoraban el drenaje y sus agudos filos daban a los trabajadores un agarre para el inestable acoplamiento de las traviesas que, a su vez, mantenían los raíles en su lugar. Las inclementes lluvias causaban estragos en el lecho de la vía. La rápida expansión de la red ferroviaria en el sur era clave para entender el crecimiento de aquella zona (y, cada vez más, la economía de todo el país). José del Carmen y su grupo tenían la responsabilidad de mantener operativa dicha red, y estaban empeñados en garantizar el perfecto mantenimiento de las líneas que se les habían asignado, sin consideración de la meteorología y sin escatimar esfuerzos.

Cuando la carga del vagón se terminaba, se dirigían a Boroa, en la parte más remota de la frontera, o a otras canteras, en cualquier rincón de los bosques, donde los obreros trabajaban en “el núcleo terrestre” rompiendo las enormes rocas para elaborar el balasto y cargarlo luego en el tren. A veces pasaban más de una semana en esta tarea. Tras cargar completamente de piedras el vagón, se ponían nuevamente en marcha, enderezando raíles, extendiendo el balasto, reajustando las estacas de hierro que sujetaban el acero a las traviesas de madera y reparando las vías que lo requerían.

Todo era fantástico, si no extraño, escribió Neruda más adelante, en un artículo autobiográfico publicado en 1962 por un periódico brasileño. Toda la acción del tren y la lluvia y el bosque y los trabajadores se producía “en medio de faroles de vidrios verdes y rojos, de banderas de señales y mantas de tempestad, de olor a aceite, a hierros oxidados, y con mi padre, pequeño soberano de barba rubia y ojos azules, dominando como un capitán de barco la tripulación y la travesía”.

Inmerso en estos aromas y colores, Neftalí fue también testigo de los aspectos sociales del bosque. Sobrecogido, observaba tímidamente a los jornaleros. Le parecían gigantes, hombres musculosos procedentes de los suburbios de Santiago, de los campos del Valle Central, de la cárcel o de la reciente Guerra del Pacífico. Eran hijos de los elementos que a menudo llegaban del sur vestidos de harapos, con rostros maltrechos, como Neruda expresaría más tarde con lirismo, por la lluvia o la arena, surcada su frente de gruesas cicatrices. La camaradería y la solidaridad que Neftalí veía entre ellos, en las vías o en la mesa del comedor, donde contaban largos e improbables relatos, le entusiasmaban.

La mayor parte de aquellos hombres había ido a Temuco buscando algo mejor que su pasado difícil, y ahora se esforzaba por un sueldo de subsistencia. Neftalí era hijo de su jefe y la especial fragilidad del muchacho contrastaba agudamente con la fuerza bruta de ellos. Estas disparidades ensanchaban su mente impresionable e influirían en su interpretación de las clases y la sociedad para el resto de su vida, creando el fundamento de sus convicciones sociopolíticas. Esto llegaría a ser fundamental en su poesía e ideas políticas, lo llevó a identificarse con la clase obrera y abanderar su causa.

Mi padre con el alba oscura de la tierra,

¿hacia qué perdidos archipiélagos

en sus trenes que aullaban se deslizó?

… y el grave tren cruzando el invierno extendido

sobre la tierra, como una oruga orgullosa.

De pronto trepidaron las puertas.

Es mi padre.

……………….

Lo rodean los centuriones del camino:

ferroviarios envueltos en sus mantas mojadas,

el vapor y la lluvia con ellos revistieron 

la casa, el comedor se llenó de relatos

enronquecidos, los vasos se vertieron,

y hasta mí, de los seres, como una separada

barrera, en que vivían los dolores,

llegaron las congojas, las ceñudas

cicatrices, los hombres sin dinero,

la garra mineral de la pobreza…

—”La Casa”

A los diez años, cuando el tren se detenía en algún lugar de los bosques, Neftalí salía a explorar, sintiendo una instantánea conexión con la naturaleza. Los pájaros y los escarabajos le fascinaban. Los huevos de perdiz eran un prodigio; Neftalí escribió más adelante: “Era milagroso encontrarlos en las quebradas, empavonados, oscuros y relucientes, con un color parecido al del cañón de una escopeta”. La “perfección” de los insectos también le asombraba. Neftalí pasó muchos de los días de su infancia en el “mundo vertical” de los bosques, “una nación de pájaros, una muchedumbre de hojas” alrededor de Temuco. Los troncos podridos estaban llenos de tesoros: hongos, insectos y plantas rojas parásitas. Como él mismo lo expresaría en un poema que escribió en otro momento de su vida, Neruda se sentía “sumergido”, literalmente, en el mundo natural:

yo vivía con las arañas

humedecido por el bosque

me conocían los coleópteros

y las abejas tricolores,

yo dormía con las perdices

sumergido bajo la menta.

—”Dónde estará la Guillermina?”

Las exploraciones de Neftalí suscitaban la curiosidad de los trabajadores; algunos se interesaban en sus descubrimientos. Muchos de ellos se sentían atraídos por Neftalí, cuyas características físicas eran tan distintas de las suyas; puede que su fragilidad los inspirara de algún modo. José del Carmen se refirió a uno de aquellos hombres, llamado Monge, como “el más peligroso cuchillero”. Una gran cicatriz recorría la oscura piel de su mejilla, que Monge complementaba con una sonrisa blanca, pícara pero cálida y acogedora, que iluminaba su rudeza. Monge, más que los demás, entraría al bosque con Neftalí para ayudarlo, con su fuerza y tamaño, a llegar a lugares inaccesibles para él. Le procuró tesoros increíbles —magnificentes hongos, escarabajos del color de la luna, flores brillantes, caracoles verdes, huevos de pájaros hallados en hendiduras— que pasaron de sus manos gigantescas y callosas a las suaves palmas del niño. Estos materiales se convertirían en nutrientes elementales de la experiencia creativa de Neftalí.

Mucho más adelante, Neruda escribiría: “Se comenzó por infinitas playas o montes enmarañados una comunicación entre mi alma, es decir, entre mi poesía y la tierra más solitaria del mundo. De esto hace muchos años, pero esa comunicación, esa revelación, ese pacto con el espacio han continuado existiendo en mi vida”.

No obstante, para Neftalí el tesoro no eran los meros objetos naturales que Monge le procuraba, sino el hecho en sí de que este se prestara a ayudarlo. No era un gesto con el que pretendiera agradar a su jefe, porque a José del Carmen no le haría ninguna gracia que uno de sus empleados nutriera la imaginación de su hijo en detrimento del trabajo. Más adelante, la muerte de Monge tendría un profundo impacto sobre Neftalí. Aunque no presenció su caída a un precipicio desde un tren en marcha, José le dijo a Neftalí que solo consiguieron reunir “un saco de huesos” de sus restos. El hombre más duro que conocía Neftalí había sido abatido por los peligros de su mundo.

Neftalí aprendió a medir la distancia entre su padre y los trabajadores. Se daba cuenta de que su progenitor procedía de una familia con pocos medios y que en otro tiempo había sido un vagabundo que buscaba trabajo en los Andes o en los muelles de los puertos. Tenían una cocinera, una mujer del pueblo que los ayudaba a preparar las comidas, aliviando el trabajo de doña Trinidad en su familia de cinco personas, un servicio que un conductor ferroviario podía permitirse. José del Carmen presionaba constantemente —o intentaba guiar— a sus hijos hacia una profesión, vida y clase social respetables. La escuela secundaria no era preceptiva y solo un pequeño número de niños seguía estudiando tras la primaria, que concluía alrededor de los doce años. A esta edad, la mayoría de los jóvenes entraban en escuelas de comercio o comenzaban a trabajar, pero no había duda de que los hijos de José del Carmen asistirían a la secundaria y estudiarían con disciplina.

A Neftalí le desconcertaba que su padre deseara tener un buen piano, algo impresionante que, tras viajar en el tren durante días, encontraba en su casa. No parecía en línea con su personalidad; había castigado a Rodolfo por su deseo de dedicarse a la música. Puede que la principal razón fuera que este instrumento otorgaba a la casa una cierta categoría. Era un símbolo de prestigio social.

El clan de Mason y los hermanos de José del Carmen, que los visitaban a menudo, influenciaban a Neftalí con sus tradiciones, que podían ser pomposas, ritualistas y machistas. En casa de los Mason se celebraban con frecuencia grandes fiestas y cenas, en las que el norteamericano de ojos azules y blanca melena, “parecido a Emerson”, presidía la pródiga mesa: pavos aderezados con apio, cordero asado y, de postre, islas flotantes —leche nevada—, blancos merengues escalfados flotando sobre cremosas natillas decoradas con hojas de menta. El vino tinto corría durante toda la noche. Detrás de Mason colgaba una inmensa bandera chilena, con sus bandas roja y blanca y su solitaria estrella blanca sobre el cantón azul, a la que también había prendido con alfileres una diminuta bandera estadounidense.

Una tarde, siendo Neftalí adolescente, justo cuando el tren de la noche entraba en la estación de madera, a una cuadra de distancia, sus tíos lo llamaron desde el patio. Neftalí sabía que estaba a punto de producirse el gran ritual de la matanza del cordero. Sus tíos y otros amigos de la familia se habían reunido en un círculo, rasgueando guitarras y jugando con cuchillos bajo un árbol; solo los pitidos del tren y los tragos de vino peleón interrumpían las canciones. En estos eventos, Neftalí era una presencia delgaducha, de semblante inocente, con su mata de pelo oscuro peinado hacia atrás con un ligero pico de viuda. Como solía hacer en aquellos años, Neftalí iba vestido de negro, formal, con la que consideraba ya una necesaria “corbata de poeta”, un fino y apretado acento negro en su cuerpo delgado. Iba vestido, como diría más adelante, “de riguroso luto, luto por nadie, por la lluvia, por el dolor universal”.

Sus tíos rajaron la garganta del tembloroso cordero. La sangre caía en un tazón lleno de especias fuertes. Hicieron señas para que Neftalí se les acercara y se llevara a los labios el cuenco de sangre caliente, mientras se oían canciones y disparos de armas de fuego. Neruda explicaría más adelante que sentía la misma agonía del cordero, pero quería convertirse en centauro, como los demás hombres, por bárbaro que pareciera en aquel momento. De modo que, pálido e indeciso, venció su temor y bebió con ellos. Bebiendo aquella sangre, comenzó su tránsito hacia la hombría.

Desde sus primeros versos, uno de los símbolos de sus poemas sería la sangre, que representaba a la propia poesía. En una de sus cimas más elevadas, en el poema “Alturas de Macchu Picchu”, implorando el alzamiento de los esclavos incas, las dos últimas líneas de los doce arrolladores cantos del poema dicen:

Acudid a mis venas y a mi boca.

Hablad por mis palabras y mi sangre.

Neftalí tuvo desde el principio una estrecha relación con su hermanastra, Laura, tres años menor que él. Cuando crecieron, ella sería una de sus amigas, confidentes y defensoras más cercanas. El vínculo entre ellos, nacido en aquella habitación la noche antes de que su madre la entregara a su padre, se mantuvo a lo largo toda su vida. Él sería siempre protector y tremendamente tierno con ella. Laura era dulce y reservada, sencilla y complicada, devota de sus padres y más todavía de Neftalí.

Rodolfo, por otra parte, estaba siempre en su propio mundo y nunca tuvo una estrecha relación con ninguno de sus hermanos. Ahora, siendo una adolescente, y teniendo solo seis años Neftalí, le era difícil integrarse en la limitada estructura de la familia tras su pasada vida en el bosque. Era un muchacho silencioso, excepto cuando cantaba. Mientras que Neftalí pronto se refugiaría en la poesía, Rodolfo lo hizo en el canto. Tenía una voz extraordinaria, pero cantaba solo, tras la puerta cerrada de su pequeña habitación.

Los tres hermanos invocaban la protección de Trinidad para ampararse de la impaciencia de su padre. José del Carmen mantuvo siempre una actitud severa hacia sus hijos, heredada quizá del ejemplo de su padre. Durante la infancia y adolescencia de Neftalí, José del Carmen se había embrutecido. Aunque no eran tan pobres como Neruda diría más adelante, su salario de la empresa ferroviaria gestionada por el Estado nunca les permitió prosperar o gozar de bienestar y dejaba poca esperanza de mejora. Sin embargo, a pesar de estas frustraciones y de sus posibles aspiraciones, José del Carmen nunca volvió a abandonar sus responsabilidades. No se le conoció nunca otra aventura.

Neruda llamaba al sur de Chile la tierra “donde nace la lluvia”. En invierno llueve copiosamente por días interminables, una lírica constante. Esta melancolía fue la banda sonora de la infancia de Neftalí. El Temuco de sus recuerdos era el de calles llenas de barro, zapatos gastados, frío, lluvia y una ausencia general de felicidad que gravitaba sobre el pueblo.

Para Neftalí, la escuela fue una experiencia igualmente sombría. Las clases se llevaban a cabo en una casa enorme con aulas destartaladas. Neftalí era siempre el último de la fila para entrar a la escuela o salir al recreo. No era especialmente alto para su edad y sí notablemente delgado. Llevaba su tristeza como el uniforme formal que había decidido ponerse: una larga chaqueta de lana, con pantalones a juego y botas. Ya a esta edad, Neftalí tenía el rostro de una persona mucho mayor, un rostro que había visto más de lo que debería y que entendía que la vida no era solo juego, sino también penurias y dificultades.

Unido a esta melancolía estaba también el hecho de que la constitución de Neftalí era frágil. Siempre tenía alguna indisposición: resfriados, fiebres, gripes. Juvencio Valle, uno de sus compañeros de clase, fue uno de sus primeros y pocos amigos verdaderos en el liceo, la escuela secundaria. Neftalí se había ido aislando, alejándose de los otros niños. Pero el introspectivo e inteligente Juvencio se sintió atraído por el “misterioso halo interior” de Neftalí y se estableció un vínculo entre ambos. La primera vez que Neftalí lo invitó a su casa, Trinidad les sirvió un café, pero preparó con leche el de Neftalí y le dejó a Juvencio café solo. Esto hizo que Neftalí se sintiera incómodo. “Quiso cambiar las tazas en obsequio a la visita. Pero Doña Trinidad alcanzó a verlo y se opuso: “No, no me cambien las tazas. No tengo más leche en este momento y el café con leche es para Neftalí, porque está débil””.

Siendo tan enfermizo, Neftalí se quedaba muchas veces en casa en lugar de ir a la escuela. Cuando guardaba cama, le pedía a Laura que asomara la cabeza por la ventana y le contara todo lo que sucedía en la calle: todo, hasta el detalle más insignificante. “Allí viene una indiecita que vende ponchos”, informaría desde la ventana, o “al otro lado hay cuatro chiquillos jugando”. Neftalí seguía pidiendo más detalles. Estaba obsesionado con la observación del mundo que lo rodeaba.

Neftalí estaba fascinado por el oscuro sótano de la escuela, que le parecía una tumba. A menudo bajaba solo, encendiendo a veces una vela, absorbido por el olor a humedad de su mundo oculto. Juvencio Valle, que compartía su curiosidad, lo acompañaba muchas veces. Valle, que se convertiría también en un conocido poeta, reflexionaría más adelante que ya en estos años de la infancia tenía la sensación de que Neftalí era una persona verdaderamente singular, con “una vibración imperceptible, un aire propio que sólo a él pertenecía y que lo hacía diferente. Atmósfera inexistente para el ojo común, pero para mí potencialmente efectiva y real”.

Mientras otros niños corrían, saltaban y gritaban en el grupo, Juvencio y Neftalí pasarían sus días juntos en el bosque, explorando, observando las cosas pequeñas del mundo —una hoja, un insecto, un sendero del bosque—, rutas de exploración forjadas por la curiosidad. Los demás niños no querían mucho trato con ellos. Se refugiaban “en [su] propio territorio, ese maravilloso universo de los sueños”, donde ambos eran siempre los “adalides indiscutibles”.

A veces bajaban al frío río Cautín, cuyo cauce atravesaba el pueblo cerca de la escuela y metían los pies en el agua para luego abstraerse mirando sin más la ondulada corriente desde la orilla. Muchas veces no llegaban puntuales a clase. Neruda veía aquellos días como un periodo de descubrimiento.

Comenzaba su perdurable amistad con Valle y exploraba el mundo natural, pero también la poesía lo encontró. Como escribió Neruda en “Memorial de Isla Negra”:

Y fue a esa edad… Llegó la poesía
a buscarme. No sé, no sé de dónde
salió, de invierno o río.
No sé cómo ni cuándo,
no, no eran voces, no eran
palabras, ni silencio,
pero desde una calle me llamaba,
desde las ramas de la noche,
de pronto entre los otros,
entre fuegos violentos
o regresando solo,
allí estaba sin rostro
y me tocaba.

—”Poesía”

Dos semanas antes de cumplir los once años, un desconocido pensamiento, emoción o experiencia encendió la chispa que se había venido desarrollando y Neftalí escribió su “primera línea vaga” de poesía de que tenemos constancia. Según sus memorias, tras escribir este poema, fue vencido por la emoción, atormentado por una “especie de angustia y de tristeza”, emociones que ya le eran familiares. El lenguaje sobre la página era profético y extraño, palabras “diferentes del lenguaje diario”.

Cuando lo terminó, le llevó el poema a su padre. Temblando por la experiencia, tendió el papel a José del Carmen, que lo tomó distraído y se lo devolvió diciendo: “¿De dónde lo copiaste?”, mientras volvía a su conversación con Trinidad. Aquel poema ni siquiera parece un poema. Es una dedicatoria a su madrastra, escrita en letra fina y cursiva, en el dorso de una postal de un lago alpino rodeado por árboles nevados:

De un paisaje de áureas

regiones,

yo escogí para darle

querida mamá

esta humilde postal. Neftalí

Es más que una mera nota. Armado con las herramientas básicas de la prosodia que estaba aprendiendo en su educación, complementada por sus lecturas, había compuesto un poema estructurado, aunque básico. La matizada versificación, con rimas y ritmos internos y palabras temáticas, es muy notable. En este tierno y humilde regalo para su madrastra, ha invertido la fría escena alpina para crear un espacio cálido y áureo de la naturaleza. Neftalí está mirando fuera de sí mismo, el “yo” —”yo escogí”— a este espacio. Crear una perspectiva así en prosodia a los diez años demuestra los comienzos de una visión cósmica. Estaba emergiendo un poeta.

Mark Eisner, autor de la nueva biografía. Foto: Especial

Mark Eisner Ha pasado la mayor parte e las últimas dos décadas trabajando en proyectos relacionados con Pablo Neruda. Concibió, editó y fue el traductor principal de The Essential Neruda: Selected Poems. Escribió la introducción a la primera traducción al inglés del libro de Neruda Tentativa del hombre infinito, un proyecto que él mismo desarrolló. Está produciendo un documental sobre Neruda, con el apoyo de Latino Public Broadcasting. Una versión inicial, narrada por Isabel Allende, ganó el premio al Mérito de la Asociación de Estudios Latinoamericanos.

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