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Julieta Cardona

31/12/2017 - 12:02 am

La guerra de los dioses

¿Recuerdas, hermana? Cuando niños, me asigné el trabajo de mantenerte a salvo a ti y a nuestro hermano menor. Y, por creerme su centinela, aprendí a pelear a puño pelado: me le dejaba ir a quien quisiera burlarnos, como toda una barbarita. Y después de llegar a casa con los labios reventados, pero a salvo, […]

Seguimos acercándonos más a nosotros mismos. Seguimos jugando a ser tres dioses que buscan su lugar en la inmensidad. Foto: Pinterest

¿Recuerdas, hermana? Cuando niños, me asigné el trabajo de mantenerte a salvo a ti y a nuestro hermano menor. Y, por creerme su centinela, aprendí a pelear a puño pelado: me le dejaba ir a quien quisiera burlarnos, como toda una barbarita. Y después de llegar a casa con los labios reventados, pero a salvo, nada nos daba miedo. ¡Jesucristo resucitado, qué chigados!, exclamaba mamá, y tú eras la única que decía la verdad.

Nuestros padres trabajaban hasta tarde –sobre todo papá– y nosotros tres agarrábamos la vida por los cuernos, recorriendo el barrio y sintiéndonos sus dueños: sabíamos los atajos, los callejones prohibidos, dónde estaban las verdulerías buenas, las pollerías de cartulinas fosforescentes, los rincones de los pandilleros, las tortillerías de maíz azul. Teníamos toda clase de amigos raros: los fresas mormones, los que vivían con la abuela, los que estaban solos, los que tenían hambre, los que olían a sudor con huevo, la rockera que cargaba con su macana a la escuela, el sordomudo, el que no se quitaba el uniforme de béisbol.

Éramos salvajes cabalgando el mundo a sus anchas, encima de patines del diablo. Recuerdo que, entre tantas peculiaridades, jugábamos a la guerra de los dioses. Nuestra arma letal era una resortera de madera y nuestros misiles eran los frutos verdes y pequeños de los árboles: con semejante artillería nos sentíamos el peligro del universo. “Yo soy Afrodita”, decías con tremenda soltura, como si desde pequeña supieras que tenías todo el amor y la gloria bajo la piel. Yo elegía a Isis y nuestro hermano a Poseidón. “Con la fuerza de cada partícula del mar”, era su plegaria favorita, aunque luego chillaba otras que nunca supimos de dónde sacó. Sin embargo, siempre reinó algún otro listillo que la hacía de Cronos, el dios más grande.

Y alguna de tantas, inventamos un tipo de papa caliente; se trataba de taclear al contrario con todas tus fuerzas y luego pasar la pelota. Entonces un niño te mandó de bruces, a la mierda, a saludar el centro de la tierra. ¡Tacleo limpio!, gritó el réferi y la cosa siguió, pero tú no jugaste más, te fuiste a llorar en silencio a una banca chueca de cemento. No corriste con nuestros padres porque eso significaba volver temprano a casa. Te quedaste ahí sentada, mirándonos, tragándote todo el dolor hasta que terminó nuestra barbarie. Tenías diez años, la clavícula rota en quién sabe cuántos pedazos, la ira de alguien más grande y el corazón bravo como las calles donde crecimos. Bien bravo.

Nuestra infancia estuvo llena de columpios, pirotecnia, bicicletas, misceláneas, vecinos buenos, peleas callejeras, domingos de carnes asadas, bolas de lodo, pelotas, casas de árbol, parques, pasamanos, agujetas con doble nudo, travesuras indecibles, Los Beatles, Queen, Enrique Guzmán, Alberto Vázquez, Pedro Infante y Los Tigres del Norte. En nuestra casa hubo abundancia, no de dinero, sino de comida, higos, montones de amigos, charlas con mamá, perros, regañizas y pan dulce.

No fui la mejor centinela, pero hice lo mejor que pude. Ahora ya pasaron más de veinte años y para mí sigues siendo Afrodita y él Poseidón. Seguimos librando guerras aunque ya no peleamos contra el tiempo. Seguimos probando. Seguimos acercándonos más a nosotros mismos. Seguimos jugando a ser tres dioses que buscan su lugar en la inmensidad.

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