
Qué tragedia, querido lector, la explosión que sucedió ayer en Iztapalapa cuando una pipa de gas se volteó en un accidente terrible. Muchas personas fueron alcanzadas por las llamas por lo que presentan quemaduras en sus cuerpos de diversos grados. Hasta la hora en que escribo esta columna diecinueve personas están graves y hay 57 heridos reconocidos formalmente. Los videos que circulan en las redes son estremecedores y muestran cómo, al volcar la pipa que transportaba una cantidad enorme de gas 19 mil 500 litros, se produce una explosión fatal. Automovilistas alcanzaron a captar la enorme nube blanca que invadió las calles como una polvareda y cómo, al suceder la explosión, las llamas alcanzan a automóviles, camiones, transporte público y transeúntes.
En los videos que circulan en las redes se pueden ver a muchas personas quemadas severamente que son auxiliadas por personas que allí estaban, con la misma solidaridad surgida en los sismos. Videos terribles por la crudeza de sus imágenes que dejan ver el tamaño de la tragedia que les ocurrió a quienes transitaban normalmente por la ciudad y fueron alcanzados por un accidente imprevisible. No se puede más que desear que todos los heridos se recuperen de sus heridas y manifestar nuestra solidaridad con todos aquellos que fueron afectados, los familiares que en esta hora aún no saben con precisión a qué hospitales fueron trasladados los suyos.
Este accidente me remitió, inevitablemente, a los momentos difíciles que los citadinos hemos vivido, el último cuando se cayó el metro en 2021. Pero también a aquellas terribles explosiones que sucedieron en San Juanico, en Tlalnepantla en 1984, uno de los peores desastres sucedidos en la historia de México (y del mundo), en una planta de combustibles, en el que perdieron la vida cientos de personas y miles fueron afectados por la fuerza equivalente a una bomba atómica. Probablemente, muchos de los nacidos en este siglo veintiuno no tengan conocimiento de aquellas explosiones que cimbraron al país y al mundo.
Yo tenía en ese entonces trece años, pero aún recuerdo con estremecimiento aquella tragedia mayor, no puedo olvidar cómo desde el techo de mi casa, fue visible durante días la nube negra de los incendios, ni las fotografías que aparecieron en la prensa.
Por supuesto, en nada tiene que ver este accidente, con aquella tragedia donde cientos de personas y animales fueron calcinadas en segundos mientras dormían, pero la memoria es así, querido lector. Por analogía nos recuerda los traumas por los que hemos transitado quienes vivimos en un mismo espacio y que quizás no son patentes todo el tiempo, salvo cuando algo los despierta. Porque las comunidades guardan la memoria de esos momentos extremos en que han sido golpeadas por la tragedia. Irremediablemente unos accidentes nos recuerdan a otros, generándonos la misma sensación de ser testigos sobrevivientes del horror y, en México, suelen hermanarnos de manera muy especial. Esa solidaridad que aparece en los vídeos del accidente de ayer, cuando personas cargaron en sábanas a los heridos para transportarlos a patrullas de la policía, es la misma que apareció los dos 19 de septiembre que los citadinos llevamos tatuados en la memoria. Son esos momentos en los que nos distinguimos, por encima de cualquier diferencia, como llamados por una misma misión o como si se abriera un espacio más allá de lo ordinario, una especie de metamorfosis mexicana que convierte a cualquiera que vaya caminando por la calle en un héroe anónimo de un minuto a otro, cuando lo impensable sucede.
Cuesta trabajo, de verdad, empatar esta “condición” de los mexicanos con los horrores sangrientos que también mexicanos cometen en el país, cuando asesinan y desaparecen personas ¿no le parece?
Y aunque pensaba escribir esta columna sobre el nuevo presupuesto y sus afectaciones al área cultural, preferí darle espacio a esta reflexión, querido lector. La vida es imprevisible y brutalmente injusta, por azarosa. Porque si algo notamos cuando los accidentes suceden, es que no hay lógica ni justicia, sino mero azar, mala o buena suerte si es que somos alcanzados por ellos o por el contrario nos salvamos inexplicablemente.
Hoy, esta tarde en la que escribo, la fatalidad les ha tocado a algunos que, sin deberla ni temerla, fueron alcanzados por esa bola de fuego de Iztapalapa. Estoy segura, querido lector, que todos estamos prestos para brindarles nuestra solidaridad y ayuda, porque somos una comunidad de memorias compartidas. Espero que las personas afectadas se recuperen muy pronto y que el Gobierno de la Ciudad de México les preste toda la ayuda médica necesaria para recuperarse de sus heridas. Así sea.





