
Como usted habrá escuchado, querido lector, ha causado una gran conmoción política en Estados Unidos el asesinato del activista conservador Charlie Kirk, la semana pasada. Kirk tenía treinta y un años, era cercano a Donald Trump, y portavoz de los valores de su movimiento, MAGA. Fue asesinado mientras sostenía una charla con estudiantes en la Universidad del Valle de Utah por, ahora se sabe, un joven francotirador, Tyler Robinson, que dijo en unos mensajes de texto enviados a su pareja sentimental, haberse sentido harto de “tanto odio” propagado por el activista.
Actualmente está preso en espera de juicio, después de entregarse a la policía, convencido por su padre. Robinson, de 22 años, proviene de una familia conservadora, de blancos republicanos, defensores de la portación de armas (como Kirk) y del mismo Trump, en su primera campaña presidencial. Sin embargo, el joven Tyler, según las declaraciones de su madre a la policía, “en el último año se volvió más político y comenzó a cambiar sus posturas políticas hacia la izquierda, volviéndose más a favor de los derechos gay y trans”. Naturalmente, hace falta tiempo para que se lleve a cabo el juicio y se pueda conocer el móvil del asesinato, en voz del propio Tyler, o que las autoridades lo aclaren. Como era de esperarse, el Presidente Donald Trump, de quien Kirk fue un aliado, calificó al presunto asesino como un “izquierdista radical”.
Kirk, por su parte, había fundado una organización de ultraderecha y se dedicaba a ir a universidades por todo el país para debatir con los estudiantes sobre temas políticos y sociales, como el aborto, el derecho a portar armas, la teoría de género, la raza, la migración, etc. Sus posiciones eran recalcitrantemente conservadoras y era ampliamente despreciado por quienes se identifican como izquierdistas o progresistas, mayormente demócratas. Sus posiciones y sus ideas despertaban en quienes se identifican como parte de la cultura woke una amplia reprobación. Debido a ello, tras el atentado, circularon en las redes videos de jóvenes que celebraban su muerte, mientras que otros, en el espectro político contrario la lloraban amargamente. Una barbaridad, querido lector que gente celebrara una atrocidad indefendible.
Las posiciones de Kirk eran polémicas y muchas veces repulsivas por racistas y misóginas. Por ejemplo, al aborto se oponía con vehemencia y creía que incluso una niña, si era violada, debía ser obligada a tener un hijo producto de la violación. También, comulgaba con el odio racista hacia los migrantes mexicanos y latinoamericanos, y era un férreo defensor de las políticas trumpianas de deportaciones masivas. Estaba convencido de que todos los migrantes debían ser castigados y expulsados del país, y como Trump, los criminalizaba como delincuentes. Asimismo, atacaba causas como la de George Floyd, afroamericano asesinado por la policía. Combatía la ideología liberal, los procedimientos médicos de afirmación de género, la liberación femenina, el feminismo, y solía inmiscuir en sus críticas a la Biblia como un argumento irrefutable. Era una especie de cruzado religioso, valga la redundancia, en las universidades a las que iba para convencer a su auditorio.
Su asesinato, cometido frente a cientos de estudiantes y a su familia, una escena total y brutalmente violenta grabada en video, no puede ser leído más que como un asesinato político, es decir, que a Kirk lo mataron por las ideas que sostenía. Este hecho es muy grave, querido lector, porque es un atentado contra la libertad de expresión y contra la misma democracia estadounidense.
Y no debería ser necesario escribir aquí que en el momento en que las personas son asesinadas por sus ideas, las democracias se tambalean. Precisamente, porque uno de los valores democráticos fundamentales para gestionar las diferencias es el debate público. Esto no significa que todos debamos de estar de acuerdo, sino que todos podemos no estarlo y manifestarlo. Nadie debe ni merece ser asesinado por sus ideas, así estas nos parezcan viles, despreciables o detestables. Y es que últimamente, no sólo en Estados Unidos, sino en muchos países, México entre ellos, se ha popularizado el famoso “discurso de odio” que ha sido utilizado para coartar la libertad de expresión e imponer una forma de totalitarismo disfrazado de buenas causas. Es así como la “cancelación”, los juicios sumarios en redes, primeras manifestaciones de la intolerancia, han afectado el debate público, y a quienes no están de acuerdo u osan criticar las ideologías de moda o que el poder ha impuesto disfrazándolos de derechos. El debate y la discrepancia son vistos como delitos o incitaciones al odio y no como lo que son; herramientas saludables en una democracia así sean ríspidos e incómodos. Su función es, precisamente, evitar la violencia, no propiciarla.
El asesinato de Charlie Kirk es una atrocidad, pero también es un síntoma, no sólo de la polarización y enfermedad que ocurre en los Estados Unidos, sino en la cultura en general que ve en la diferencia y la crítica un mal moralmente insoportable, es decir, un “discurso de odio”. Hay un malentendido gigantesco que ha provocado que generaciones jóvenes sean incapaces de distinguir entre las ideas y los hechos, entre las opiniones y los delitos, y por ello sean cada vez menos capaces de sostener un debate articulado en torno a sus ideas. Ya no digamos escuchar a otros, y mantener una conversación. Era y es una cuestión de tiempo para que, en efecto, grupos o personas radicalizados pasen a cometer un crimen con tal de callar a quienes no están de acuerdo con ellos, mal aduciendo que las opiniones vulneran sus derechos o que incluso, causan violencia. Han mal aprendido que toda crítica es una agresión y no eso, una crítica. Síntomas sobran de este mal social, también en México, baste recordar de los casos recientes, el del Chicharito o el de las feministas críticas de la teoría de género. En el primer caso, el futbolista fue castigado por sus opiniones, y en el segundo, activistas de la identidad de género han perseguido y agredido a mujeres por decir lo que piensan, saboteando sus presentaciones con amagos de violencia.
Charlie Kirk tenía ideas que son incompatibles con las mías, y que encuentro conservadoras y hasta “fascistas” como dice mi hija. Podría decir que racistas, equivocadas, misóginas, supremacistas. Sí, todo eso. Sin embargo, Kirk sostenía el debate de ideas como un estandarte, por eso iba a las universidades a debatir con jóvenes. Nada más lejos de la violencia ¿sus ideas eran ofensivas? Sin duda, pero eso no es “discurso de odio” ni convierte a quienes son criticados por sus ideas en víctimas. Eso se llama, o solía llamarse, discrepancia.
Lo que el asesino hizo, en cambio, no es “discurso de odio”, sino odio liso y llano, convertido en acto homicida. No hace falta decir, querido lector, de qué lado están la moral, las buenas causas y las víctimas.





