LECTURAS | ¿Qué sabes del cerebro? Hay un mundo extraño y nuevo en tu cabeza

05/08/2017 - 12:05 am

La ciencia del cerebro es importante. La extraña materia computacional que hay dentro de nuestro cráneo es la maquinaria perceptiva mediante la que nos movemos por el mundo, la materia de la que surgen las decisiones, el material a partir del cual se forja la imaginación. Eagleman pretende hacer con la neurociencia lo mismo que hizo Carl Sagan con la astrofísica… y lo consigue

Ciudad de México, 5 de agosto (SinEmbargo).- Después de desentrañarnos “las vidas secretas del cerebro” en su libro anterior, Incógnito, David Eagleman, uno de los más reconocidos neurocientíficos de la actualidad, vuelve a sorprendernos con esta nueva exploración de la ciencia
 del cerebro, esa extraña materia computacional que hay dentro de nuestro cráneo y que constituye la maquinaria perceptiva mediante la cual nos movemos por el mundo, de la que surgen las decisiones, el material del que se forja la imaginación.

Porque lo cierto es que comprender mejor el cerebro supone arrojar luz sobre lo que consideramos más real en nuestras relaciones personales y lo que consideramos necesario en nuestra política social: cómo luchamos, cómo amamos, qué aceptamos como cierto, cómo deberíamos educar, cómo podemos elaborar una política social mejor y cómo diseñar nuestros cuerpos para los siglos venideros. En los circuitos microscópicamente pequeños del cerebro se graba la historia y el futuro de nuestra especie.

Con su prosa brillante y provocativa, Eagleman toma el relevo de Oliver Sacks y nos lleva a reflexionar acerca de quiénes somos, qué es la realidad, quién controla nuestras decisiones, hasta qué punto necesitamos a los demás y cómo la ciencia puede ayudarnos a superar las limitaciones de nuestro propio cuerpo.

Las páginas de este libro harán que nos replanteemos todos nuestros supuestos, pues su pretensión consiste en salvar el abismo existente entre la literatura académica y las vidas que llevamos en cuanto poseedores de un cerebro. Entre la maraña infinitamente densa de miles de millones de células cerebrales y sus miles de billones de conexiones seremos capaces de vislumbrar y descubrir algo que a lo mejor no esperábamos ver: a nosotros mismos, una especie que apenas está comenzando a descubrir las herramientas para modelar su propio destino.

“La amplia síntesis del estado actual del conocimiento acerca del cerebro de David Eagleman es concisa, accesible y a menudo muy sorprendente. Hay un extraño mundo nuevo dentro de tu cabeza” (Brian Eno).

Una lectura asombrosa. En cada página hay una revelación tan fantástica como para dejarlo a uno sin aliento. Foto: Especial

Fragmento del libro El cerebro. Nuestra historia, de David Eagleman, publicado con autorización de Anagrama

INTRODUCCIÓN

Debido al rápido avance de la ciencia del cerebro, rara vez se da un paso atrás para ver las cosas en perspectiva, para evaluar qué significan nuestros estudios en nuestras vidas, para discutir con palabras sencillas qué significa ser una criatura biológica. Éste es el propósito de este libro.

La ciencia del cerebro es importante. La extraña materia computacional que hay dentro de nuestro cráneo es la maquinaria perceptiva mediante la que nos movemos por el mundo, la materia de la que surgen las decisiones, el material a partir del cual se forja la imaginación. Nuestros sueños y nuestra vida brotan de sus miles de millones de dinámicas células. Comprender mejor el cerebro supone arrojar luz sobre aquello que consideramos real en nuestras relaciones personales y sobre lo que consideramos necesario en nuestra política social: cómo luchamos, cómo amamos, qué aceptamos como cierto, cómo deberíamos educar, cómo podemos elaborar una mejor política social y como diseñar nuestros cuerpos para los siglos venideros. En los circuitos microscópicamente pequeños del cerebro se graba la historia y el futuro de nuestra especie.

Dado el papel central que ocupa el cerebro en nuestras vidas, en una época me preguntaba por qué nuestra sociedad habla tan poco de él y prefiere llenar las pantallas de televisión de chismorreos famosos y reality shows. Pero ahora considero que esta falta de atención al cerebro no hay que considerarla una deficiencia, sino una señal: estamos tan atrapados dentro de nuestra realidad que nos cuesta muchísimo comprender que estamos atrapados dentro de lo que sea. A primera vista, parece que quizá no hay nada de que hablar. Naturalmente que los colores existen en el mundo exterior. Naturalmente que la memoria es como una cámara de vídeo. Naturalmente que conozco las verdaderas razones que explican mis creencias.

Las páginas de este libro harán que nos planteemos todos nuestros supuestos. Al escribirlo, he pretendido huir del modelo del libro de texto a fin de arrojar luz sobre un nivel de investigación más profundo: cómo decidimos, cómo percibimos la realidad, quiénes somos, qué gobierna nuestras vidas, por qué necesitamos a los demás y hacia dónde nos dirigimos como especie ahora que comenzamos a hacernos con las riendas de nuestro destino. Este trabajo pretende salvar el abismo existente entre la literatura académica y las vidas que llevamos en cuanto poseedores de un cerebro. Este enfoque diverge de los ar- tículos que escribo para las publicaciones académicas e incluso de mis otros libros sobre neurociencia. Este libro se dirige a un tipo distinto de público. No presupone ningún conocimiento especializado, sólo curiosidad y ganas de explorarse a uno mismo. Así que abróchense los cinturones para una visita relámpago a nuestro cosmos interior. En la maraña infinitamente densa de miles de millones de células cerebrales y sus miles de billones de conexiones, espero que sean capaces de vislumbrar y descubrir algo que a lo mejor no esperaban ver. A ustedes.

¿Quién soy?

Todas las experiencias de su vida –desde una conversación a su más vasta cultura– conforman los detalles microscópicos de su cerebro. Desde el punto de vista neurológico, quién es usted depende de dónde ha estado. Su cerebro se metamorfosea de manera incesante, constantemente reescribe su propio circuito, y como sus experiencias son únicas, también lo son los vastos y detallados patrones de sus redes neuronales. Como no dejan de cambiar durante toda su vida, su identidad siempre está en movimiento; nunca alcanza un punto definitivo.

Aunque la neurociencia es mi rutina diaria, cada vez que tengo en mis manos un cerebro humano lo contemplo con un respeto reverencial. Si nos atenemos a su peso sustancial (un cerebro adulto pesa poco menos de kilo y medio), su extraña consistencia (como una firme gelatina) y su aspecto arrugado (unos profundos valles que surcan un paisaje hinchado), lo sorprendente es la pura cualidad física del cerebro: ese pedazo de material de lo más anodino parece tener poco que ver con los procesos mentales que crea.

Nuestros pensamientos y nuestros sueños, nuestros recuerdos y experiencias, surgen todos de ese extraño material neuronal. Quiénes somos se encuentra en el interior de sus intrincados patrones de pulsos electroquímicos. Cuando esa actividad cesa, lo mismo le pasa a usted. Cuando esa actividad cambia de carácter, debido a una lesión o a las drogas, usted cambia de manera paralela. Contrariamente a cualquier otra parte de su cuerpo, si daña un pequeño fragmento del cerebro, su ser cambia de manera radical. Para comprender cómo es eso posible, comencemos por el principio.

NACEMOS INACABADOS

Cuando nacemos, los humanos estamos desvalidos. Pasa un año antes de que seamos capaces de andar, dos más antes de que consigamos articular un pensamiento completo y muchos más antes de que podamos valernos por nosotros mismos. Dependemos totalmente de los que nos rodean para sobrevivir. Comparémonos con otros mamíferos. Los delfines, por ejemplo, nacen nadando; las jirafas aprenden a permanecer de pie a las pocas horas; una cría de cebra es capaz de correr a los cuarenta y cinco minutos de haber nacido. A lo largo y ancho del reino animal, nuestros primos son extraordinariamente independientes poco después de haber nacido.

A primera vista, eso puede parecer una gran ventaja para las demás especies, pero de hecho supone una limitación. Las crías de los animales se desarrollan rápidamente porque su cerebro establece sus conexiones siguiendo una rutina en gran medida programada. Pero esa preparación se da a costa de la flexibilidad. Imaginemos que algún desdichado rinoceronte se encuentra en la tundra del Ártico, o en la cumbre de alguna montaña del Himalaya, o en mitad de una ciudad como Tokio. Carecerá de la capacidad de adaptarse (que es el motivo por el que no encontramos rinocerontes en esas zonas). Esa estrategia de llegar a la vida con un cerebro preorganizado funciona dentro de un nicho particular del ecosistema, pero si sacamos al animal de ese nicho, sus probabilidades de sobrevivir son escasas.

Por el contrario, los seres humanos son capaces de prosperar en muchos entornos distintos, desde la tundra helada a las altas montañas, pasando por los bulliciosos centros urbanos, cosa que ocurre porque el cerebro humano nace en gran medida inacabado. En lugar de llegar al mundo con todas sus conexiones prefijadas –llamémoslo «integrado»–, el cerebro humano permite que sean los detalles de la experiencia vital los que le den forma, lo cual conduce a prolongados periodos de desvalimiento mientras el joven cerebro se adapta lentamente a su entorno. Está “en desarrollo”.

LA PODA DE LA INFANCIA: REVELAR LA ESTATUA EN EL MÁRMOL

¿Cuál es el secreto que hay detrás de la flexibilidad de un cerebro joven? No se trata de que crezcan células nuevas: de hecho, el número de células siempre es el mismo en niños y adultos. En cambio, el secreto reside en cómo están conectadas las células.

Al nacer, las neuronas de un bebé son dispares y están desconectadas, y en los primeros dos años de vida comienzan a conectarse con extrema rapidez a medida que asimilan información sensorial. En el cerebro de un recién nacido, cada segundo se forman   hasta dos millones de nuevas conexiones o sinapsis. A los dos años, un niño cuenta con cien billones de sinapsis, el doble que un adulto.

Entonces ha alcanzado un pico y posee más conexiones de las que necesita. En ese momento, la aparición de nuevas conexiones se ve sustituida por una estrategia de “poda” neuronal. A medida que maduramos, en 50% de las sinapsis se eliminan.

¿Qué sinapsis se conservan y cuáles desaparecen? Cuando una sinapsis participa fructíferamente en un circuito, se refuerza; por el contrario, si no es útil se debilita y con el tiempo acaba eliminándose. Al igual que los senderos de un bosque, se pierden las conexiones que no se utilizan.

En cierto sentido, el proceso de convertirnos en quienes somos se define por la supresión de las posibilidades existentes. Usted se convierte en lo que es no gracias a lo que se desarrolla en su cerebro, sino a lo que se elimina.

A lo largo de nuestra infancia, el entorno en que vivimos refina nuestro cerebro y de entre la maraña de posibilidades lo modela para que responda el entorno al que está expuesto. Nuestro cerebro forma menos conexiones, pero más fuertes.

Por poner un ejemplo, el idioma que usted escucha en la infancia (pongamos el inglés en comparación con el japonés) perfecciona su capacidad para oír los sonidos particulares de su idioma y empeora su capacidad para oír los sonidos de otros lenguajes. Es decir, un bebé nacido en Japón y un bebé nacido en Estados Unidos son capaces de oír y reaccionar a todos los sonidos en ambos idiomas. Con el tiempo, el bebé criado en Japón perderá la capacidad de distinguir, pongamos, los sonidos de la erre y la ele, dos sonidos que en japonés no están separados. Como vemos, el mundo que nos acoge acaba conformándonos.

CEREBRO EN DESARROLLO

Muchos animales nacen genéticamente programados para ciertos instintos y comportamientos: están “integrados”. Los genes guían la construcción de sus cuerpos y su cerebro de maneras específicas que definen lo que serán y cómo se comportarán. El reflejo que tiene una mosca para huir en presencia de una sombra que pasa; el programado instinto del petirrojo para volar hacia el sur en invierno; el deseo de hibernar de los osos; el impulso del perro a proteger a su amo: son ejemplos de instintos y comportamientos integrados. Dicha cualidad permite que estas criaturas actúen igual que sus padres desde el nacimiento y en algunos casos que se procuren el sustento por sí mismos y sobrevivan de manera independiente.

En los seres humanos la situación es un tanto distinta. El cerebro humano llega al mundo programado genéticamente para algunas cosas (por ejemplo, para respirar, llorar, mamar, interesarse por las caras y poseer la capacidad de aprender detalles de su lengua materna). Pero, en comparación con el resto del reino animal, el cerebro humano, al nacer, está enormemente incompleto. El detallado diagrama de conexiones del cerebro humano no está programado; por el contrario, los genes ofrecen instrucciones muy generales para la planificación de las redes neuronales y nuestra experiencia del mundo acaba de ajustar el resto de las conexiones, permitiendo que se adapten a los detalles locales.

La capacidad del cerebro humano de modelarse a sí mismo para adaptarse al mundo en el que nace ha permitido que nuestra especie conquiste todos los ecosistemas del planeta y comience a moverse dentro del sistema solar.

EL JUEGO DE LA NATURALEZA

A lo largo de nuestra prolongada infancia, el cerebro reduce sus conexiones, adaptándose a los detalles de su entorno. Se trata de una estrategia inteligente para que el cerebro se amolde a su entorno, pero también entraña algunos riesgos.

Si a los cerebros en desarrollo no se les procura el entorno adecuado y “esperado” –aquel en el que el niño es criado y atendido–, al cerebro le costará desarrollarse con normalidad, algo que la familia Jensen de Wisconsin experimentó de primera mano. Carol y Bill Jensen adoptaron a Tom, John y Victoria cuando los niños tenían cuatro años. Los tres eran huérfanos y hasta su adopción habían vivido en condiciones terribles en orfanatos estatales de Rumanía, lo que había afectado a su desarrollo cerebral.

Cuando los Jensen fueron a buscar a los niños y cogieron un taxi para salir de Rumanía, Carol le pidió el taxista que tradujera lo que los niños estaban diciendo. El taxista le contestó que lo que decían era un galimatías. No era ningún lenguaje conocido; privados de interacción normal, los niños habían desarrollado un extraño dialecto. A medida que crecían, los niños sufrieron problemas de aprendizaje, las cicatrices de su privación infantil.

Tom, John y Victoria no recuerdan gran cosa del tiempo que pasaron en Rumanía. Por el contrario, alguien que recuerda vivamente esas instituciones es el doctor Charles Nelson, profesor de pediatría en el Hospital Infantil de Boston. Visitó por primera vez esas instituciones en 1999. Lo que vio lo dejó horrorizado. Los niños pequeños no salían de sus cunas y carecían de cualquier estimulación sensorial. Había un solo cuidador para cada quince niños y estos empleados tenían órdenes de no tomarlos en brazos ni demostrarles ningún tipo de afecto aunque lloraran, pues temían que esas muestras de cariño acabaran provocando que los niños exigieran más, algo imposible con un personal tan limitado. En ese contexto, las cosas estaban lo más reglamentadas posibles. Los niños se alineaban delante de unos orinales de plástico para hacer sus necesidades. Todos llevaban el mismo corte de pelo, niños y niñas. Todos iban vestidos igual y comían a las mismas horas. Todo estaba mecanizado.

Los niños que lloraban sin que nadie les hiciera caso pronto aprendían a no llorar. Nadie tomaba en brazos a los niños y nadie jugaba con ellos. Aunque sus necesidades básicas estaban satisfechas (les daban de comer, los lavaban y vestían), las criaturas estaban privadas de toda atención y apoyo emocionales, de todo tipo de estímulo. Como resultado, desarrollaban una “amistad indiscriminada”. Nelson explica que entraba en una habitación y de pronto se veía rodeado por niños que nunca había visto y que saltaban a sus brazos y se sentaban en su regazo, le daban la mano o se iban con él. Aunque ese tipo de comportamiento indiscriminado parece cariñoso a primera vista, es una estrategia de afrontamiento de los niños desatendidos y es inseparable de los problemas de apego. Es un comportamiento característico de los niños que han crecido en una institución. Conmovido por las condiciones que presenciaban, Nelson y su equipo fundaron el Programa de Intervención Temprana de Bucarest. Evaluaron a 136 niños de entre seis meses y tres años que habían vivido en instituciones desde su nacimiento. En primer lugar, quedó claro que los niños poseían un cociente intelectual entre sesenta y ochenta, comparado con la media, que suele ser cien. Los niños mostraban signos de subdesarrollo cerebral y les costaba mucho llegar a hablar. Cuando Nelson utilizó la electroencefalografía (EEG) para medir la actividad eléctrica de los cerebros de sus niños, descubrió que su actividad neuronal estaba drásticamente reducida.

Sin un entorno de atención emocional y estimulación cognitiva, el cerebro humano no se puede desarrollar con normalidad. De todos modos, resulta alentador que el estudio de Nelson revelara otro aspecto importante: el cerebro a menudo puede recuperarse, en un grado variable, en cuanto el niño es trasladado a un entorno más seguro y afectuoso. Cuanto antes se traslade al niño, mejor es esa recuperación. Los niños que acaban en un hogar de acogida antes de los dos años generalmente se recuperan bien. Después de los dos años, hay alguna mejora, pero según la edad a la que el niño abandona el orfanato los problemas de desarrollo presentan niveles distintos.

Los resultados de Nelson ponen de relieve el papel fundamental de un entorno cariñoso y propicio para el desarrollo del cerebro del niño, lo que ilustra la profunda importancia del entorno a la hora de modelar nuestra personalidad. Somos sumamente sensibles a nuestro entorno. Debido a la estrategia de aprendizaje sobre el terreno del cerebro humano, quiénes somos depende en gran medida de dónde hemos estado.

LOS ORFANATOS DE RUMANÍA

En 1966, para aumentar la población y la mano de obra, el presidente rumano Nicolae Ceausescu prohibió la anticoncepción y el aborto. Los ginecólogos estatales, conocidos como «policía menstrual», examinaban a las mujeres en edad de procrear para asegurar que producían suficiente descendencia. Se impuso un «impuesto sobre el celibato» a las familias que tenían menos de cinco niños. La tasa de nacimientos se disparó.

Muchas familias pobres no podían permitirse cuidar a sus hijos, con lo que acababan entregándolos a orfanatos estatales. El resultado fue que el Estado tuvo que crear más instituciones para satisfacer la creciente demanda. En 1989, cuando Ceausescu fue derrocado, había 170.000 niños abandonados que residían en orfanatos.

Los científicos pronto revelaron que crecer en un orfanato había tenido consecuencias en el desarrollo cerebral de los niños, y esos estudios influyeron en la política gubernamental. A lo largo de los años, casi todos los huérfanos rumanos han sido devueltos a sus padres o trasladados a hogares de acogida gubernamentales. En 2005, en Rumanía se declaró ilegal llevar a un niño a un orfanato antes de los dos años, a no ser que sufriera una grave minusvalía.

En todo el mundo hay todavía millones de huérfanos que viven en orfanatos gubernamentales. Dada la necesidad de un entorno propicio para el desarrollo cerebral de un niño pequeño, resulta imperativo que los gobiernos encuentren la manera de conseguir que los niños vivan en condiciones que les permitan un desarrollo cerebral adecuado.

David Eagleman, la persona que más sabe sobre el cerebro. Foto: Especial

¿Quién es David Eagleman? (Nuevo México, 1971) es neurocientífico y profesor en el Departamento de Psiquiatría y Ciencias del Comportamiento de la Universidad de Stanford. Es Guggenheim Fellow y miembro del consejo del Foro Económico Mundial. Su libro Incógnito. Las vidas secretas del cerebro, publicado por Anagrama, se tradujo a veintiocho idiomas y fue elegido Mejor Libro de 2011 por Amazon, el Boston Globe y el Houston Chronicle.

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