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Francisco Ortiz Pinchetti

16/12/2016 - 12:00 am

Las posadas del Vanguardias

He reconocido en este espacio mi nostalgia irremediable sobre las vivencias infantiles que dejaron una huella en mi memoria. Entre mis recuerdos están de manera muy destacadas las que tienen que ver con estas fechas olorosas a pino, ponche y tejocotes. En el centro de mis añoranzas están por supuesto las cenas de Nochebuena y […]

Las posadas del Vanguardias, como se les decía, llegaron a adquirir enorme celebridad no sólo en su entorno, sino en toda la ciudad. Foto: Cuartoscuro
Las posadas del Vanguardias, como se les decía, llegaron a adquirir enorme celebridad no sólo en su entorno, sino en toda la ciudad. Foto: Cuartoscuro

He reconocido en este espacio mi nostalgia irremediable sobre las vivencias infantiles que dejaron una huella en mi memoria. Entre mis recuerdos están de manera muy destacadas las que tienen que ver con estas fechas olorosas a pino, ponche y tejocotes. En el centro de mis añoranzas están por supuesto las cenas de Nochebuena y el Año Nuevo, que implicaban–además de los regalos, el pavo y las castañas asadas– la convivencia familiar más intensa de todo el año. Las posadas, sin embargo, ocupan un estrato especial. Las nueve noches consecutivas de letanías, colaciones y piñatas, hoy costumbre casi extinguida, eran el preludio ideal de la Navidad.

Había por supuesto de posadas a posadas. Me gustaban mucho las que se organizaban en la colonia Cuauhtémoc, mi barrio de niño, porque permitían una convivencia comunitaria. Una familia diferente se hacía cargo en una de las nueve noches de organizar la velada, en sentido estricto, para lo cual debería tener listos las piñatas y la fruta de temporada para rellenarlas (cacahuates, cañas, tejocotes, mandarinas, limas), los cuadernillos con las letanías, las luces de bengala, la colación de dulces, las velitas y por supuesto los peregrinos, María y José. Todavía me emociona el recuerdo de la procesión velas en manos a lo largo de toda la cuadra, bajo el friíto decembrino, hasta llegar a la casa donde se pediría posada “en el nombre del Cielo”.

Ninguna posada comparable, sin embargo, a las que tenían lugar en el Centro Cultural y Deportivo Vanguardias, un club fundado por los jesuitas en 1930. Ahora me entero que ese centro estuvo originalmente inspirado en las llamadas Vanguardias de la Acción Católica que organizó ni más ni menos que el padre Miguel Agustín Pro Juárez, fusilado en 1927 acusado de conspiración y sabotaje por el gobierno de Plutarco Elías Calles y beatificado en 1989.

El centro, que funcionó hasta 1974, estaba ubicado en la calle de Frontera número 16, casi esquina con avenida Chapultepec, en plena colonia Roma. Además de las instalaciones deportivas como una piscina, dos frontones, canchas de básquet y volibol, mesas de pin pon y gimnasio (el boxeador Ricardo “Pajarito” Moreno daba clases allí y el medallista olímpico Felipe el Tibio Muñoz entrenaba en su alberca), había un internado en el que vivían más de un centenar de muchachos provincianos de escasos recursos, como parte de la labor social que realizaba la Compañía de Jesús en la capital del país, junto con el sostenimiento de una escuela primaria para niños pobres, La Colombiere, por los rumbos de Legaria.

Las posadas del Vanguardias, como se les decía, llegaron a adquirir enorme celebridad no sólo en su entorno, sino en toda la ciudad. Eran famosas. A ellas acudíamos sobre todo chicos clase medieros, alumnos de escuelas católicas como el jesuítico Instituto Patria, como yo; el marista Colegio México, o el lasallista Simón Bolívar. Los festejos decembrinos incluían, además de las letanías y piñatas de rigor, un “cuadro plástico” cada día, integrado por niñas y niños que debidamente ataviados escenificaban totalmente inmóviles algún pasaje del Nacimiento y vida de Jesús. Era esa la atracción estelar.

El alma del Club Vanguardias y de sus fiestas navideñas era en los años cincuenta y sesenta un personaje francamente irrepetible: el padre Benjamín Pérez del Valle, S.J., un defensor a ultranza de las buenas costumbres y de la familia tradicional, autor de varios libros sobre el tema. Nadie que lo haya conocido habrá podido olvidarse de él, con su sotana negra y su alzacuellos blanco, su campanilla en una mano y su linterna en la otra…

Ocurre que el padre Pérez del Valle organizaba, además de posadas y kermeses, funciones de cine todos los domingos, cuya acceso –que costaba dos cincuenta– estaba restringida a los niños y jóvenes que hubieran asistido a la doctrina, si eran pequeños, o a la misa del viernes primero de cada mes en la cercana parroquia dela Sagrada Familia, ubicada en la esquina de en Orizaba y Puebla. Los muchachos tenían que presentar a la entrada la planilla respectiva, debidamente sellada. Obviamente se programaban películas de clasificación “A”, pero aun así el celoso sacerdote vigilaba sin parpadear la proyección, en el auditorio del centro. Era frecuente que censurara con la mano puesta sobre la lente del proyector alguna escena “atrevida”, como un simple beso de los protagonistas… Cinema Paradiso, tal cual.

Eso no era todo: ¡también vigilaba a los asistentes, no fuera a ser que alguna parejita se excediera al amparo de la oscuridad! Para eso tenía su linternita de pilas, con la que alumbraba sin miramiento alguno a los infractores al tiempo que hacía sonar su campanilla para denunciarlos. Hubo casos, cómo no, que juzgó que la falta cometida era tan grave que ameritaba la expulsión de los libidinosos novios, los que eran sacados de la sala y públicamente exhibidos en el patio central con el consiguiente reporte a sus padres.

Alguna vez me tocó verlo en un festival musical de los que se efectuaban con alguna frecuencia interrumpir groseramente a una jovencita que interpretaba con buena voz esa canción ranchera de José Alfredo Jiménez que dice en una de sus partes “qué bonita es la venganza, cuando Dios nos la concede…” El padre Pérez del Valle trepó al escenario, le arrebató el micrófono a la muchacha y sentenció sonriente: “Cantas muy bonito, pero Dios no concede venganza, concede perdón…” Válgame.

Twitter: @fopinchetti

Francisco Ortiz Pinchetti
Fue reportero de Excélsior. Fundador del semanario Proceso, donde fue reportero, editor de asuntos especiales y codirector. Es director del periódico Libre en el Sur y del sitio www.libreenelsur.mx. Autor de De pueblo en pueblo (Océano, 2000) y coautor de El Fenómeno Fox (Planeta, 2001).

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