LOS CAMINOS EN LA VIDA Y MUERTE DE DOS CIRQUEROS

27/12/2012 - 12:00 am

Cientos de trabajadores de la carpa viven su final como profesionales debido al deterioro del negocio. Como un homenaje, esta es la crónica de cómo se fue un artista del circo y de quienes lo lloraron

Tengo un pequeño dolor en el pecho. Uno siempre piensa: voy a ser el primero en irme. Pero cuando Nancy habló por teléfono, me dijo que se nos había adelantado don Héctor. Caía un aguacero muy fuerte aquel día. Me senté a llorar…

Le conocí joven. Él tenía 17 años, un chamaquillo curioso. Don Héctor trabajaba en el circo Unión como cojinero o acomodador de gente. Luego se pasó a la fotografía para vender retratos a los espectadores. Le decía yo, “vamos a comer, manito”. Él traía entonces poco dinero, pero yo lo invitaba: “Ándale”, le decía. “Come, tú come… No se preocupe por el dinero. Hoy por ti mañana por mí”.

Le llamábamos cara de ángel. En el circo se conoce a la gente por su apodo, más no por el nombre.  Mi nombre es Felipe Cruz López, y mi apodo, Frank.  Me lo dieron en el circo Frank Brown. Dicen que les traía buena suerte.

Entonces había pocos circos, y el nuestro gustaba. El Frank Brown se anunciaba a lo grande: ¡Un espectáculo internacional con más de cien artistas!, decían. En realidad, traía seis o siete. Decían también que contaba con animales de los cinco continentes, tigres e hipopótamos… todos chimuelos. En la presentación del espectáculo hablaban en inglés, aunque podía ser cualquier otro idioma, nadie entendía nada, pero lo hacía más especial… El Frank Brown tenía ese olor a circo antiguo…

Recorrí muchos países: México, Costa Rica, Guatemala, El Salvador, Brasil, Perú, Nicaragua, Haití, Trinidad y Tobago, Jamaica, Bolivia, Venezuela… qué sé yo. Es lo que nos queda al final de la vida: los recuerdos de una vida errante.

“Hoy por ti, mañana mí”, le decía yo a don Héctor. Ese “mañana” llegó hace unos meses, cuando yo no tenía a dónde ir y él me ofreció su casa.

TANTA LLUVIA, TANTA GRANIZADA

Aquel día, cuando Nancy llamó, me senté en una roca y esperé a que calmara el aguacero.

Para mí son como una familia, si le pasa algo a alguno de mis amigos, lo lloro, porque son parte de mi familia. También a mí, si me pasa algo, ellos me llaman. La última vez  me hablaron desde México: “Oye Frank, me dijeron que habías muerto”. “No, estoy vivito”, les digo. “Te prendimos unas veladoras, te hicimos unos rezos en el circo de Pancho Aguilar, porque te queremos mucho Frank… ¿Y de veras no te has muerto?” “Nooo, ¡pos no ves que estoy vivito!”.

No estaba lejos de Córdoba cuando Nancy me habló. Tengo ahí, en un descampado, el trailercito donde dormí durante 11 años. Un viejo tráiler, modelo del 76. Me sentía yo como ratoncito en él, pero era mi casa al fin. Aquel día fui a limpiar las persianas, la estufa, a darle una barrida… Tanta lluvia y tanta granizada dejaron el techo destrozado.

Antes de comprarlo, solía dormir en hoteles y cuartos. Prefería rentar departamentos, porque en los hoteles no podía planchar mis trajes o hacer juguetes, unas pelotitas de nieve seca que hago volar con un popote para venderlos más tarde en la pista. Pero luego compré el tráiler por 15 mil pesos y lo convertí en mi casa, hasta hace un año y medio, cuando el último circo me abandonó.

Ya no tenía a nadie para mover el tráiler. Pasé tres días recogiendo la carpa y los dinosaurios mecánicos. Me dolía la cabeza y les pedí de favor que esperaran unas horas más, que necesitaba dormir. Al despertarme estaba solo en Veracruz. Todos se habían ido.

Todavía me incorporé al circo Solari. Me pagaban mil pesos por velar, y un peso por cada barita que vendía. Velaba toda la noche y me despertaba a las diez de la mañana. Compré una hamaquita y me acostaba yo ahí; me veía bien flaco, las camisas guangas… “Me estoy secando”, decía yo…

Ahora puse en venta el tráiler para poder llegar al Estado de México. Necesito ese dinero para ir a ver a mi mamá. La pobre está mayor e insiste en que me vaya con ella. “Ya voy mamita”, le digo yo. “No más vendo el tráiler, aunque sea que me den por él cinco mil, lo que sea…”

Ella está anciana y yo ya voy para viejo.

YO, PAYASO

Para toda la vida me quedó Frank. De hecho, me siento raro cuando llego a casa y me llaman Felipe, o Lipe. Por lo demás, soy payaso.

Trabajé en más de 50 carpas y recorrí con ellas casi todo el continente, desde México hasta Argentina: el Atayde, Fuentes Gasca, circo Unión, circo de los Siameses, circo Chino de Pekín, el circo de Roche, Tiani, London…

Me pintaron por primera vez en el circo Flamita, en la Unidad Keneddy, allá por 1967. Buscaba yo modelos en las revistas… “Tienes que usar los dos dedos”, me decían, “que no tiemble la mano”. Al final encontré un modelo con una especie de barba de chivo, que es el maquillaje que utilicé toda mi vida.

Hay personas que admiran el maquillaje; otros, que seas bueno en la pista. El que es payaso y no le gustan los niños, está perdido. Yo, por ejemplo, si me jalan de la peluca, lo tomo a bien. Si me llega un niño y me da una patada, para mí está bien; se la devuelvo, pero en broma…

Me tomaba fotos con el público y aprendí a posar: con la boca abierta, con la boca cerrada, con los hoyuelos, sin ellos… Jugaba a los malabares con los focos enfrente, y pensaba yo: “No más que las bolas vayan derechito… Nada más”.

TODAVÍA PUEDO

Se acopla uno a la vida nómada y, cada día, siento la espinita de querer regresar. Tengo 65 años y ya no puedo estar en la pista, aunque me quedan fuerzas para armar una carpa y vender mis juguetes. Claro, no con el mismo ritmo, pero todavía puedo. Sé que puedo…

DON HÉCTOR

Duermo en la casa de don Héctor desde que salí del Solari. Don Héctor puso su negocio de fotografía en Córdoba y nos volvimos a encontrar veinte años después, cuando aparecí aquí con mi maleta, bien flaco… “No batalles por comida Frank, ni por dormir”, me decía. “Ven a la casa. Tú vente. El tiempo que tú quieras”.

Allí, en un cuarto en la azotea, pongo unos cartones en el suelo y extiendo mis sabanitas. Soy amable y acomedido, veo los trastes sucios y me pongo a lavarlos, pico la cebolla, los tomates, lo que sea necesario para ayudar a Titi, la esposa de don Héctor.

Por el día le acompaño al mercado o, si no, va “Pollo”, que también estuvo en el circo. Ahora duerme, como yo, en la casa de don Héctor. Él era veleta de trapecista, aunque lo perdía el alcohol. Salía a bailar el cancán y las chicas se rompían las piernas de la borrachera que llevaba.

Don Héctor le encontró en la terminal de camiones, después de mucho tiempo sin verse. El “Pollo” iba a la central a ver la televisión. Allí echaba el día.

Cuando está en juicio es linda persona, pero de por sí es bien grosero. El otro día le digo: “oye Pollo, ¿no quieres un poco de carne? “Ah, chingaos, pos no sabes que no tengo dientes, jijue puta”, me dice.

Duerme en el cuartito de al lado, también con sus cartones y sábanas. Él gana sus centavitos cuando va a vender fotos, pero todo lo guarda para ir a tomar trago. No se compra ni una naranja. Yo, por ejemplo, me gano mis centavitos, y con eso me compro mis cosas, como pasta de dientes, rastrillos para afeitarme… A él, a veces, le veo recoger los rastrillos que yo tiro.

“PERO NUNCA ROBES”

“Si tienes hambre pide, hijo, pide nomás, pero nunca robes. Te lleva el demonio si no”, me decía “Mamachú”, mi bisabuela. Ella fue quien me crió.

Nací en Tapanatepec, en los últimos pueblos de Oaxaca, cerca de una roca donde se anuncia el final del estado. Allí, en Tapana, se corta mango, el más sabroso. Mangos oro de hasta de cinco kilos. Toda la familia se dedicó al corte de mango, menos mi papá, a él no lo conocí.

Manuel, mi padrastro, era malo conmigo. Cuando mi mamá estaba embarazada de mí, él le dijo que me abortara, pero mi “Mamachú” se opuso. “Mira, hija”, decía. “Si tú abortas, te desconocemos toda la familia. Déjalo que nazca, y si no lo quieres, déjamelo a mí”.

A los 40 días de nacido me dieron a mi bisabuela.

La mujer que me amamantó tiene ahora 107 años. Así crecí, con la nostalgia de mis padres y en el pecho de otra mujer. Ya de pequeño recuerdo que “Mamachú” me enviaba a casa de mi mamá por azúcar para el pozole. A mí me daba igual el azúcar, quería buscar nomás un cariñito de ella, pero mi padrastro no me lo permitió. Al verme me tiraba piedritas y me decía: “Ya llegaste, bastardo, ¡váyase!… Hijue de su puta madre”. Sentía feo… Me iba corriendo y lloraba.

VOY A VERTE

Cuando calmó el aguacero agarré un autobús a Córdoba, me puse el trajecito que tengo, los zapatos, la corbata, y me fui al funeral.

Los del sindicato de fotógrafos tuvieron un detalle lindo con él. Dijeron que Héctor nunca dejará de estar, que siempre quedará su nombre: “Héctor Díaz, ¡Presente!”, decían.

A veces nos sentábamos a comer y yo le contaba cosas. “Qué bárbaro Frank”, decía Héctor. “Conoces El Salvador mejor que yo, que nací allí”. Es cierto, le digo. Llegué lejos…

LAS BOLAS

Conocí a Ignacio López Tarso, Mario Moreno Cantinflas, Verónica Castro, aprendí el portugués en Brasil y algo de chino con los compañeros del Circo Pekín… Bailaba en el escenario del Mágico Italiano. Ponían cumbias y salía yo a agarrar a las bailarinas. Dice uno, “le voy a poner ganas”. No hay nervios, si se tropieza uno, o se dobla los pies, pues ya ni modo. Me ponía a jugar malabares frente a los focos. El público aplaudía y veía al payasito… Yo pensaba… “nada más las bolas, que vayan derechito”.

RECUERDO ERRANTE

A las doce del día salgo a las escuelas o al mercado para vender. Puedo caminar, y eso es bueno. Ya no utilizo el traje de payaso, los niños en los kínder se asustan del maquillaje y, además, me cansa caminar con los zapatones. Hago los juguetes con pelotas de nieve seca para hacerlas flotar en el aire. Si hay viento, no hay manera, se caen las pelotitas al suelo.

Lo llamo futbolito espacial. Yo le puse el nombre. Al principio lo llamaba “sopla-sopla”, lo inventé hace 40 años. Tengo que pintar, hacer la espiral, pegar las plumitas, meter el pedacito de popote, armarlos, agujerarlos, embolsarlos y sellarlos. “¿Y a como los da?”, me preguntan. “A cinco pesos”, digo.

No me salen las cuentas si lo vendo por menos.

Anoche me puse a hacer hasta la una y media de la madrugada, hice 76. Luego descanso y recuerdo, porque, al final de la vida, es lo que nos queda: el recuerdo de una vida errante.

ELLA

Mi madre puede morir pronto. Si no estoy allí, no me lo van a perdonar mis hermanos.

Ella lo comprendió. Comprendió que me hicieron daño de pequeño, cuando me crió mi bisabuela. Son heridas que no sanan, pero yo no soy rencoroso, no guardo rencor a nadie.

Mi padrastro todavía vivía. Era alcohólico el tío Manuel. Así le llamaba yo. En juicio era como “el Pollo”, era linda persona. Llegaba y me decía que le diera unos pesos para una botellita. Le decía yo: “Sí, tío, tenga, pá que vaya y se tome un refresco”. Él llegaba con la mano temblando… “Qué bárbaro”, me decía él, “yo que te desprecié tanto; disculpa, discúlpame hijo”. Se le caían las lágrimas y… bueno, él ya murió.

EL TRÁILER

Hay que poner un negocito de perdida. Pensaba poner una fuente de sodas para hacer malteadas, tengo mi plancha para las hamburguesas… Estoy enfrente de una escuela de prepa, entonces, pienso meter ese negocito allá, en el Estado de México. Pero antes tengo que vender el trailercito. Que me den por él cinco mil, lo que sea…

Ya voy para viejo, pero todavía pienso en regresar al circo. No sé si le conté mi experiencia en Guatemala, cuando monté elefantes en el circo Unión… Ponían cumbia y hacía yo como si fuera la bailarina del elefantito. Luego me subía y extendía los brazos. Imagine, un elefante con su payasito encima. Yo me ponía tieso, daba vueltas alrededor de la pista, saludando. Aventaba besos al público y la gente tomaba fotos, ¡plas, plas!, miraban y reían, y pensaba yo: “Parezco Presidente”.

 

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