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Así Guerrero: “Él tiene derecho, vete a tu casa”, dijo el MP cuando acusó al esposo de maltratarla

28/11/2017 - 2:00 pm

Para mostrar el fracaso de las instituciones dedicadas a contrarrestar la violencia hacia las mujeres que, en lugar de brindar ayuda, violentan sus derechos, Hermelinda Tiburcio presentó tres casos documentados por la organización K´inal Antzetik, la organización que preside. Este es el primero de ellos.

María Pineda de la Cruz, la mujer na savi de Tlacoachistlahuaca abandonada en el desierto de Arizona hace dos años y 10 meses por coyotes (traficantes de personas), cuando huía de su marido golpeador que amenazaba con “hacerla cachitos” y además la violó narra que cuando presentó la denuncia penal en el Ministerio Público no pudo acusarlo de agresión sexual, porque la mujer que recibió su testimonio le dijo, “eres su esposa, él tiene derecho de hacerte eso, regresa a tu casa”.

Por Lourdes Chávez

Guerrero/Ciudad de México, 28 de noviembre (ElSur/SinEmbargo).- Pese a los esfuerzos de las mujeres para acceder a la justicia y a los programas integrales contra la violencia de género, feministas y organizaciones de derechos humanos han denunciado resultados adversos, donde algunas víctimas sólo con el respaldo de activistas y movimientos sociales, tratan por sus propios medios de romper el círculo de muerte.

Sin embargo, la mayor parte de las mujeres agraviadas regresan a sus hogares con su agresor, porque no recibieron garantías de respeto a su derecho a una vida libre de violencia, señaló la defensora de mujeres indígenas, Hermelinda Tiburcio Cayetano, en una entrevista publicada este sábado en estas páginas.

Con 20 años de trabajo comunitario en la zona mixteca de Guerrero, Hermelinda Tiburcio denunció que no conoce un caso exitoso de atención a las víctimas, en particular de los últimos diez años de la publicación la Ley General de Acceso a las Mujeres a una vida libre de violencia.

Para mostrar el fracaso de las instituciones dedicadas a contrarrestar la violencia hacia las mujeres, que en lugar de brindar ayuda, violentan sus derechos, presentó tres casos documentados por la organización K´inal Antzetik, la organización que preside. Este es el primero de ellos.

“ES TU ESPOSO, TIENE DERECHO” LE DIJO EL MP

María Pineda de la Cruz, la mujer na savi de Tlacoachistlahuaca abandonada en el desierto de Arizona hace dos años y 10 meses por coyotes (traficantes de personas), cuando huía de su marido golpeador que amenazaba con “hacerla cachitos”, vive ahora con dos de sus cuatro hijos, en la habitación de una casa prestada en Chilpancingo.

Como la vivienda tiene piso de azulejo y puertas de madera, le quitaron el pago del programa Prospera para mujeres en pobreza, el único apoyo que tenía de la intervención del Estado en su caso.

Su historia muestra cómo se vulneran derechos de las mujeres, como el acceso a la justicia, a la integridad física, al desarrollo a la personalidad (en su adolescencia y juventud no pudo decidir sobre su futuro), en conclusión, a una vida libre de violencia.

Casi a costa de su vida, el nombre de María Pineda trascendió en la prensa estatal y nacional en febrero de 2014. Después de cinco días caminando con un grupo de migrantes en la frontera, pasó dos noches y dos días vagando sola en el desierto, orando para no encontrarse con “gente mala”, hasta que llegó a un poblado donde la hospitalizaron dos días, estuvo otro más en prisión y finalmente la deportaron.

Con la atención mediática, llegaron las promesas de apoyo institucional que no tuvo antes de emigrar sin documentos.

La respuesta de las autoridades fue la detención de Rufino López, con quien la unieron a los 13 años de edad tras un acuerdo económico de los padres de ambos contrayentes (algo todavía común en algunas poblaciones de la zona na savi), antes de que se cumpliera una semana de la denuncia en los medios de comunicación.

Sin embargo, María Pineda aclaró que su agresor salió de prisión un año después, tras el pago de una fianza, para llevar el proceso en libertad por el delito de violencia doméstica, no obstante que la jueza Teresa Camacho Villalobos aseguró que había elementos para emitir una sentencia condenatoria.

Contó que el agresor también la violó, después la hizo beber blanqueador y terminó internada en el hospital de Ometepec, colindante a Tlacochistlahuaca, pero cuando María presentó la denuncia penal en el Ministerio Público no pudo acusarlo de agresión sexual, porque la mujer que recibió su testimonio le dijo, “eres su esposa, él tiene derecho de hacerte eso, regresa a tu casa”.

Después, cuando María Pineda ratificó la denuncia ante un secretario del Ministerio Público y mencionó la violación, el funcionario la cuestionó, “¿por qué no lo dijo antes?, aquí sólo dice violencia doméstica”. Como no estaba indicado en el primero escrito, el secretario se negó a incluirlo en los agravantes.

Hoy, en entrevista, María Pineda reconoció que sintió vergüenza de insistir en la denuncia. La acompañaba una de sus hijas, como testigo de cargo, y supuso que la funcionaria que se lo dijo tenía razón, que no era delito.

María Pineda, bilingüe, habla con fluidez y decisión en español sobre su experiencia en la oficina de K’inal Antzetik, que dirige la reconocida defensora de derechos de las mujeres indígenas, Hermelinda Tiburcio Cayetano.
Recordó que en su pueblo natal, Yoloxóchilt, era promotora de educación inicial de Conafe, también de educación para adultos y promotora de salud de la asociación civil K´’inal Antzetik, que difunde en las comunidades indígenas los derechos de las mujeres.

Con esta experiencia, intentó en dos en ocasiones dejar su casa, una propiedad que le pertenece a su familia; sin embargo, las dos veces se vio obligada a regresar porque no podía trabajar sin descuidar a sus hijos. La primera vez estuvo en una localidad de Cuajinicuilapa, con tres niños de uno, tres y cinco años de edad, como empleada doméstica.

En 2006, enferma y con 200 pesos, llegó a Chilpancingo, donde tampoco la recibieron en el servicio doméstico con la cuarta niña, la menor.

De vuelta a Yoloxóchilt, sabía que tenía que salir en algún momento porque su agresor también tenía la intención de acordar la boda de la mayor de las hijas, y se opuso.

Es práctica común en algunas comunidades de la zona na savi de Guerrero, la entrega de los padres a las hijas en matrimonio por dinero que, bajo los usos y costumbres se identifican como los gastos de manutención, que en los hechos constituye una venta de mujeres.

Por separado, Hermelinda Tiburcio opinó que este intercambio es posible por la migración. Explicó que permite a los hombres tener dinero para ofrecerlo a cambio de un matrimonio acordado, y asumir que las esposas son de su propiedad, al grado de tener derecho de golpearlas, e incluso de quitarles la vida. Sin embargo, no necesariamente se hacen responsables de la familia, y al salir de los pueblos abandonan a las mujeres con sus hijos. Asimismo, dijo que afecta a las mujeres el alto consumo de alcohol de los hombres.

Siendo niña, María Pineda fue casada con un hombre de 20 de años, y el año siguiente tuvo su primer hijo.

“Siempre fue violento, me decía que sus papás decidieron que yo me juntara con él, que no me quería, me insultaba: que yo no servía para nada, que estaba fea, que estoy flaca, y estaba bien, porque primero no tomaba mucho, nada más trabajaba. Después cada vez que tomaba me empujaba, me pateaba, me tiraba de la cama, me jalaba la greña y me arrastraba en la calle. También sacaba machete, gritaba, ‘voy a hacerte en pedazos, te voy a matar’”.

Cuando comenzó a colaborar con Hermelinda, su agresor se enojó mucho más, “decía que nunca estaba en casa, ‘ahora sí te voy a hacer en pedazos porque no me obedeces’; para entonces, ya no me importó nada, cómo no voy a servir, si yo le deba dinero para el líquido (químico para limpiar la tierra de cultivo) y fertilizante. Sí puedo trabajar, aunque él diga que no”.

Recordó que juntos viajaron como jornaleros agrícolas, y ella ahorró para cambiar el techo de cartón de la casa, por otro de teja, mientras él gastaba todo en alcohol. También pagó el trámite de documentación de la casa, que él puso a su nombre.

Aclaró que sus padres, le decían que se aguantara, que era su marido, que no podía criar sola a sus hijos. A la distancia, considera que ellos también le tenían miedo.

En el tercer intento, cuando el hombre dio con su paradero en Chilpancingo y volvió a amenazarla, pidió dinero prestado para cruzar la frontera. Tras cinco noches caminando y esconderse en el día para que la policía de migración no los descubriera atravesando el desierto, el grupo de migrantes y el coyote que los guiaba la abandonaron a media noche en el camino, esperando que una patrulla fronteriza la encontrara por la mañana.

“Ya no tenía agua, por eso me dejaron, ‘si te vas, todos nos vamos a quedar sin agua y sin comida’, se les hizo fácil dejarme. Así que caminaba y un rato descansaba, hasta que por la noche vi luces y dije tengo que llegar, caminé toda la noche y todo el día hasta la siguiente noche.

“Socorro, ayúdenme”, dijo al llegar al lugar, “¿viene del cerro, verdad?, y sí, era pura bajada, por eso aguanté”, y antes de probar agua o alimentos se desmayó.

En la Ciudad de México, la recibió Eva García, de la organización Camino con Alas, que la acompañó, hizo la denuncia pública en los medios de comunicación. Después de aparecer en los periódicos y en televisión, la Secretaría de la Mujer ofreció a María becas para que sus hijos siguieran estudiando. Recibió terapia, pudo concluir sus estudios de secundaria, pero nunca llegaron las becas de estudio para sus hijos. Aún en la adversidad, sus dos hijas mujeres, están estudiando carreras universitarias.

Indicó que un abogado de la Secretaría de la Mujer asumió su defensa en el caso de violencia intrafamiliar, y supone que a la fecha sigue abierto, porque no le han notificado lo contrario. Siguen vigentes las medidas cauterales para que no se le acerque su agresor.

En cambio, denunció que su agresor ha atacado al papá de Hermelinda, que vive en Yoloxóchilt, y a la misma luchadora social, cuando ha ido a la comunidad de donde también es originaria, “dice que ella me aconsejó, que hace tiempo que me trataba así, y no me salía. Quería que yo estuviera ahí, hasta que me matara. ‘Eres mía, yo te puedo hacer lo que yo quiera’, decía”.

Lamentó que no haya justicia para los agresores, mientras las mujeres violentadas llevan la carga de la familia, y las secuelas de los golpes.

En junio pasado, le retiraron quirúrgica mente “una bolita” de un seno, y debe seguir en tratamiento porque han aparecido otras. Aclaró que no sabrían si pierde el seguro popular. “Aquí (en la ciudad) el dinero no alcanza, debo pagar servicios de la casa, luz, internet, comida, los pasajes, para las hijas”.

Confió en recuperar el bono de Prospera, porque la vivienda que utiliza pertenece a una migrante en Estados Unidos. María le da cierto mantenimiento a cambio de usar una de las habitaciones con sus hijas. Trabaja como empleada doméstica en casas particulares. Aclaró que le dijeron que no era seguro, pero no pierde la esperanza.

MALTRATO EN REFUGIO

La mujer indígena amuzga de la comunidad de Zacualpa, Ometepec, Juliana Corona, y quien se encuentra refugiada ante el maltrato que sufriera por parte de su esposo, en entrevista Foto: Jesús Eduardo Guerrero, El Sur.

Con 19 años de edad y una bebé en brazos, Juliana Coronado Baltazar salió de su comunidad, el pueblo amuzgo de Zacualpan, del municipio de Ometepec, buscando ayuda institucional. En octubre de 2016, madre e hija entraron al Refugio para Mujeres en Situaciones de Violencia Extrema, en Acapulco, donde recibió amenazas y humillaciones.

El Refugio de Acapulco depende de la Secretaría de la Mujer del gobierno del estado.

“Me dijeron ‘ahí vas a estar bien, no te va a faltar comida, al salir vas a tener un trabajo, seguro social para llevar a la niña a una estancia infantil, vas a tener apoyo para madres solteras’, pero el refugio fue como un anexo”, dijo en referencia a los centros de rehabilitación contra las adicciones donde se somete la dignidad de los internos.

Estuvo diez meses en aislamiento, siete en el refugio y tres trabajando como intendente en departamentos de la zona residencial del puerto, por 150 pesos al día, con lo que pagaba renta de habitación, alimentos y todas necesidades de la bebé, ahora de un año de edad.

El 14 de noviembre, presentó una queja en la Comisión Estatal de Derechos Humanos (Codehum) por violencia institucional contra autoridades que debieron velar por su integridad física y emocional. Aclaró que no sólo es ella, están también dos mujeres maltratadas que fueron expulsadas del centro con sus hijos, durante el periodo que estuvo en aislamiento.

De los talleres y las terapias de ayuda que se espera en el tratamiento integral para mujeres que han sufrido violencia, aclaró que la psicóloga que le asignaron no tenía tiempo para hablar con las víctimas, se reunieron en algunas ocasiones, pero la mayor parte del tiempo se dedicaba a realizar actividades de la directora del refugio, Carmen Torreblanca Palacios.

Recordó que al salir de la comunidad, tenía la intención de exigir que el padre de su hija la reconociera, le diera su apellido y una pensión alimenticia, pues se desentendió pronto de sus responsabilidades, y por recomendación de su asesora legal, Maribel de la Cruz, renunció al procedimiento legal.

Explicó que llevaba a la niña a trabajar con ella, en una ocasión la dejó dormida en una habitación, para ir al piso contiguo a continuar la limpieza, cuando a la distancia la vio caminar hacia una ventana abierta.

Abriendo mucho sus ojos negros, dijo como reviviendo aquellos momentos desesperación, “¡no le hablé, nomás corrí por ella!”.

Luego, para evitar más riesgos, comenzó a amarrarla a los muebles, y vinieron las recriminaciones por su conducta de las personas alrededor suyo “me decían, ‘también eso es violencia’, (pero) ¿qué más podía hacer?”.

La menor no tenía acta de nacimiento, y su representante legal le planteó renunciar a la querella por el apellido y la pensión alimenticia. La registró como madre soltera para acceder a una estancia de Sedesol. Firmó un escrito donde renunció a la denuncia argumentando el bienestar de la niña, y se quedó con la idea entonces de que ya no había nada qué hacer.

Reconoció que era muy difícil cuidar sola a la bebé, y llamó a su hermana, la única de quien conservaba un número de celular.

No lo hizo antes porque pensó que su tía, que la animó a salir de su pueblo para buscar ayuda, le quería dar un escarmiento. Sin embargo, su familiar y conocidos ya habían pedido información de su paradero en la Procuraduría de la Defensa de la Mujer, la instancia de la Secretaría de la Mujer que sirvió de enlace con el refugio.

La joven madre supo tiempo después que la procuradora de la Mujer entonces, Indalecia Pacheco León, no atendió las solicitudes de información de su familia, que el 17 de octubre de 2017 entregaron en la Semujer para pedir una entrevista personal con la refugiada.

Antes, sólo les dijeron que toda la información del refugio era confidencial, que no podían ir a las instalaciones, pero aseguraron que la mujer y su hija estaba bien atendidas, no obstante que para esa fecha Juliana había salido del refugio debido al maltrato de la directora, y hacía labores de limpieza en casas particulares.

Originaria de una comunidad rural, donde prevalece la cultura patriarcal, Juliana admitió que ocultó a su familia su embarazo durante siete meses, “como con la ropa no se nota”, dijo en la entrevista, levantando un poco la tela de encaje de su huipil adornado con listones paralelos, vestimenta tradicional del pueblo amuzgo, que sigue usando en la capital, donde encontró otro refugio con activistas sociales. Bajo la blusa, se distingue la enagua amplia con pliegues continuos, sostenida al hombro con tirantes que adornan con delicado diseño prehispánico.

Al nacimiento de la niña, el llanto de la bebé y los gastos de manutención irritaron más a su padre, de por sí molesto con el embarazo fuera del matrimonio. “Mi papá me decía cosas, no me tronaba los dedos, ni golpeaba la mesas, no me bajaba la autoestima”, dijo comparando el trato en su hogar, con el que recibió en el refugio.

Denunció que a gritos, Torreblanca Palacio le reprochaba constantemente su situación de madre soltera, “me lo recordaba haciéndome sentir mal, me dijo muchísimas cosas. Cuando me llamó que subiera a la dirección, ‘porque andan en chismes’ decía, por eso tus padres no te quieren, ustedes nunca van a cambiar”.

De la situación en el refugio, que debería funcionar como centro de atención integral, reveló que todo comenzó el 29 de abril, con el cambio de la directora (que les dio trato denigrante), que llevó a un familiar suyo como chofer, porque el anterior se retiró poco después de que se dio el remplazo en la dirección.

Aclaró que antes había poca comida, pero tras el relevo, el nuevo chofer acosó a las refugiadas, abusando de la vulnerabilidad en que se encuentran. Margarita Cortés Barajas, originaria de Chiapas, con tres hijos, fue expulsada del refugio y obligada a firmar el acta de salida “por voluntad propia” porque la encontraron hablando por celular con este empleado.

La acusaron de transgredir el reglamento porque los teléfonos celulares están prohibidos para las internas, y por tener relaciones con los trabajadores.

Entonces, cuatro de las diez mujeres en el refugio, entre ellas Juliana, intentaron abogar por su compañera con la directora, “su situación era muy triste: no tenía familia, dinero ni lugar donde alojarse con sus niños, el mayor de 9 años”.

En la dirección, en lugar de argumentos recibieron insultos, “(la directora) golpeó la mesa, nos insultó, me dio mucho miedo, íbamos por apoyo”. A los tres días, otra mujer fue despedida del lugar.

El resto, fueron obligadas a firmar un nuevo reglamento, con la amenaza de que serían expulsadas si no estaban de acuerdo. Entre otros puntos, decía que debían permanecer en las villas (dormitorios), y no podían reunirse a conversar en grupo, “se irían si seguían en chismes”.

Detalló que la casa es grande, con jardines, una alberca (aunque sin agua), y en los dormitorios tenían aire acondicionado. Por eso la directora llevaba a sus familiares a comer ahí hasta vaciar la bodega, sin mediar las reglas de secrecía que se imponen a funcionarios y víctimas.

Tal vez para mantener a las mujeres sojuzgadas y justificar la pobreza de la comida, de forma déspota decía, “gracias a mí comen, que la comida la compraba de su bolsa” porque supuestamente tampoco había presupuesto para comida.

Reconoció que muchas veces los trabajadores llevaron comida de sus casa para compartir con las residentes. De tres alimentos al día, el desayuno y merienda eran, por lo general, te con galletas, y una ración pequeña de comida al medio día, como calabazas. Hubo días en que no hubo nada que llevarse a la boca, y Lorena Nepomuceno, embarazada, lloraba de hambre. Así que por las noches, salían a cortar mangos al jardín, para mitigar su hambre.

Cuando se acababa el agua de garrafón, constantemente, hervían agua de la llave para su consumo, sobre todo para la preparación de la leche de las mamilas de los infantes. Aseguró que las mujeres y los niños perdían sus citas de consulta en los centros de salud, porque el vehículo del albergue no era para el traslado de las internas, sólo para el uso particular de la funcionaria.

Incluso, denunció que Torreblanca Palacio se llevó a su casa una lavadora que acababa de llegar al refugio para el servicio de las residentes, además de un cañón proyector y una televisión. Sobre esto, alardeaba ante empleados y refugiadas, que nadie podía removerla, por su amistad con Merce, la esposa del gobernador Héctor Astudillo Flores.

Por su cuenta, solicitó a las trabajadoras sociales que expusieran en las oficinas de Chilpancingo la situación del albergue. Entendió que sí lo hicieron, porque un día llegó la procuradora de la Mujer, Indalecia Pacheco, a hablar con la directora, y ofreció a las refugiadas resolver este problema.

No funcionó. Aseguró que Torreblanca Palacios continuó tratándolas igual. En una visita de la asistente de la secretaria de la Mujer, Rosa Inés García de la O, Patricia Cabañas con una asistente, les dio personalmente su queja, y ellas ofrecieron hablar con su superior, pero no tuvieron respuesta.

Recordó que la trabajadora social le decía que podía conseguirle un empleo con seguridad social, por sus estudios de bachillerato, para llevar a la niña a una estancia infantil, pero la situación era más tensa y el 10 de junio de 2017, solicitó su salida del refugio de manera voluntaria junto con Ana Saldaña Aurelio, que llevaba consigo cinco hijos. Aceptó el empleo en intendencia.

Añadió que la trabajadora social, Deyanira Chávez, les consiguió un cuarto en renta para las dos mujeres y sus hijos, y que Juliana estuviera en condiciones de continuar la demanda civil contra el padre de su hija, un conductor del transporte público en su comunidad.

“Me fue difícil, en cuanto la niña se vio grave, ya no pude darle seguimiento a la demanda y me vi en la necesidad de retirarla, porque la abogada me dijo que no tenía recurso, que ella tomaba de su bolsa para no perder mi audiencia. De ella recibí apoyo moral y económico cuando mi hija estuvo internada.

Su compañera de cuarto regresó a su pueblo en la montaña alta de Guerrero, y ella sin más apoyo, buscó a su familia el 20 de octubre de 2017.

Por medio de la organización Kinal Antzetik, que lidera Hermelinda Tiburcio Cayetano, Juliana solicitó a la Comisión Estatal de Derechos Humanos ayuda para presentar una queja por violencia institucional contra los funcionarios públicos que obstaculizaron y violentaron sus derechos, en el refugio para mujeres en situaciones de violencia extrema, y asesoría para reanudar la denuncia en el MP para que el padre de la hija de Juliana reconozca la paternidad, y aporte la pensión que corresponde a la niña.

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