“Si no existiera Chihuahua, México no existiría”: Álvaro Enrigue

01/12/2018 - 12:05 am

Dónde hoy están Sonora, Chihuahua, Arizona y Nuevo México había una Atlántida, un país de en medio, dice la nueva novela Ahora me rindo y eso es todo (Anagrama), un trabajo en el que el autor, residente en Nueva York, ha estado buscando a los apaches y también a sí mismo. “Los apaches fueron, sobre todo, un pueblo digno y la dignidad es la más esotérica de las virtudes humanas”, está convencido el también escritor de Decencia y Muerte súbita, probablemente uno de nuestros mejores exponentes en esa literatura que busca también su sustancia y su destino.

Ciudad de México, 1 de diciembre (SinEmbargo).- Como en aquellas películas de John Wayne, los apaches siempre están en otro lado, perseguidos, anchos en su territorio amargo, casi disolviéndose. “Amor apache”, “peleas apache”, es lo que se dice en México, como algo fuerte, duro, ingobernable.

Los teníamos en las figuritas para los álbumes y la cacería para los indios siempre es con los apaches. ¿Qué pasa con los apaches en el libro Ahora me rindo y eso es todo (Anagrama), la nueva gran novela de Álvaro Enrigue, probablemente la más importante de la editorial para este mercado?

“La idea es escribir un libro sobre un país borrado. Un país que funcionó tan bien y mal como funcionan todos los países y que desapareció frente a nuestros ojos como desaparecieron los casetes o la crema de vaca en triángulo de cartón.  Dónde hoy están Sonora, Chihuahua, Arizona y Nuevo México había una Atlántida, un país de en medio. Los mexicanos y los gringos como dos niños sordomudos dándose la espalda y los apaches corriendo entre sus piernas sin saber exactamente a dónde porque su tierra se iba llenando de desconocidos que salían a borbotones de todos lados”, dice el autor, en un libro que trae autoficción como condimento y razón de relatar la Apachería, esos donde los mexicanos ya no están o son otra cosa, como hablar de sí mismo y de todos los que ven a México como algo propio, pero tan ajeno, tan extraño.

La Apachera era “un país que daba la cara, una cara morena, rajada por el sol y los vientos, la cara más hermosa que produjo América, la cara de los que lo único que tienen es lo que nos falta a todos porque al final siempre concedemos para poder medrar: dignidad. Los apaches fueron, sobre todo, un pueblo digno y la dignidad es la más esotérica de las virtudes humanas. La única que antepone la urgencia de vivir el presente como a uno se le dé la gana a esa otra urgencia, desaseada y babosa, que supone la dispersión de la información genética propia y la supervivencia de unos modos de hacer, una lengua, ciertos objetos que sólo produce un grupo de personas. Cosas que en realidad da lo mismo que se extingan —se fueron los atlantes, los aztecas, los apaches, pero pudimos ser nosotros—, paquetes de genes y costumbres que a veces sentimos que son lo mejor que tenemos sólo porque en el mero fondo es lo único que hay”, dictamina Enrigue.

¿Dónde está México? Probablemente Chihuahua, esa zona del Norte inexplicable, oscura y digna, se esconda como dice Álvaro “la verdadera república. Los chilangos fuimos desleales a la República” y cuando “los chiricahua —la más feroz de las bandas de los apache— no tuvieron más remedio que integrarse a México o a los Estados Unidos, optaron por una tercera vía, absolutamente inesperada: la extinción. Primero muerto que hacer esto, fanfarroneamos todo el tiempo, pero luego vamos y lo hacemos. Los apaches dijeron que no estaban interesados en integrarse cuando los conquistadores entraron en contacto con ellos en 1610 y siguieron diciendo que no hasta que todo su mundo cupo en un solo vagón de tren: el que se llevó a los últimos 27 chiricahuas fuera de Arizona”.

“No sé si haya algo que aprender de una decisión como ésa, extinguirse, pero me desconcierta tanto que quiero levantarle un libro”, afirma.

“En la hora de su extinción, los chiricahua no escribían más que con las grafías con que se deletrea la muerte concreta. Dejaban en los caminos mensajes escritos con un alfabeto de cadáveres para que a nadie se le olvidara de quién era esa tierra, o de quién había sido esa tierra que los mexicanos y los gringos se sentían con derecho a ocupar. El país no tenía nombre, no al principio”, escribe en el primer capítulo.

–¿Sabías desde el principio que ibas a incorporar autoficción en el libro?

–Es un problema formal. Los problemas de los escritores son siempre formales, menos que argumentales como parece desde afuera. Yo necesitaba un instrumento narrativo que me permitiera cortar ciertas partes de la historia de la nación chiricahua, que se podían incluir en una narrativa de western sin frivolizarlas. Para poder contar la historia del Jefe Cochis, del jefe Mangas Coloradas y para contar la historia del jefe Victorium, que fueron los tres grandes jefes chiricahuas de los que tenemos registro, necesitaba la voz de alguien que estuviera describiendo un archivo. Que es lo que hace ese narrador, la decisión de que los niños se quedaran con sus nombres y Valeria (Luiselli, la ex esposa de Enrigue) se quedara con su nombre, se fue quedando. Sí es cierto que hay las partes muy históricas, hay partes del diario que sí vienen de mi diario, no me da vergüenza decirlo, y estaban esos nombres y quedaron esos nombres.

–¿Cómo hago yo para hablar de los apaches que se disolvieron?

–Yo creo ahí y lo creo desde hace varios que la noción de suspensión de credulidad como la noción de un Estado es una pendejada decimonónica, es una tontería. Es decir, cuando leemos novelas no suspendemos la credulidad y eso nos da libertad para escribir sobre el proceso propio. En este caso, todo el diario apuntaba a la figura del hermano mayor que es ciento por ciento ficcional, es decir, sí se llama como mi hijo mayor y sí estudia cine como mi hijo mayor, pero mi hijo mayor es justo lo contrario de ese personaje. Es lo menos hosco, lo más divertido, lo veo con muchísima frecuencia, es muy el hermano mayor de sus hermanos, el Mikel de la vida real no se parece en nada al Mikel de la novela. No estudia cine en Guadalajara, no pertenece a una tercera madre que desaparece, todo eso es ficción, todo apuntaba hacia allá a crear un personaje en el mundo contemporáneo que cumpliera el del hermano apache desaparecido, el de la Camila que abandona la nación mexicana. Insisto que son problemas formales y por supuesto que hay cosas personales y quería dejar testimonio de cómo fuimos felices como familia, por eso es que la novela está dedicada a ellos, pero la novela se fue a prensa cuando la familia ya estaba disuelta. Fuimos muy felices y eso es lo que se debe recordar.

–Pensaba en ese escritor que mira el paisaje de hielo, en algo más solitario…

–Sí, está todo. También es cierto que los escritores tienen hijos, al lado está tu niña jugando con un dinosaurio al lado.

La idea es escribir un libro sobre un país borrado, dice Enrigue. Foto: efe

­–¿Los migrantes pueden llegar a ser apaches?

–Yo creo que la novela se trata en muchísimo sentido de eso. La novela es un largo discurso del mi personaje favorito que es el teniente, bueno, tengo a muchos personajes favoritos, la monja pistolera me encanta, pero el personaje del teniente me parece particularmente conmovedor porque fue un hombre que decidió salvar a una cultura para la memoria humana y lo logró. De casualidad, porque era listísimo, ve tú a saber por qué…La novela habla de eso, el exterminio se hace por este lado pero nosotros volvemos por este otro. No es una novela histórica, es una novela con un archivo histórico, pero es una novela que habla de mis preocupaciones políticas de hoy a la mañana. Si en México y en los Estados Unidos están preocupados por el tema de los migrantes, imagínate lo preocupados que estamos los migrantes en los Estados Unidos. Siempre por supuesto desde mi privilegio. Por supuesto que acepto y reconozco que soy el más privilegiado de todos los migrantes. En cualquier caso, cualquier día me toca.

–¡Los apaches son terribles!, dicen los historiadores, en un tema que yo desconocía por completo.

–Yo también desconocía. Había visto fotos de Jerónimo y me resultaba impresionante tener imágenes de un mito. La novela corría el peligro si no la pensaba de hacer un ejercicio de apropiaciones. Siempre hay una pulsión de poner tu imaginación al servicio de tus personajes y en ese sentido hubiera sido muy padre escribir desde el punto de vista de un apache. Pero creo que eso no se puede hacer, creo que es impropio. Creo que lo que hay que hacer es respetar a esos muertos, así que los apaches siempre son vistos desde afuera, nunca hablan, nunca dicen nada y lo que dicen viene de documentos históricos que están intervenidos, aunque las voces de los apaches no. Lo que dice Nana es lo que dice Nana, lo que dice Jerónimo es lo que dijo él; tenemos mucho registros de eso pues fue una guerra más o menos reciente. Entonces, la novela de ninguna manera quería apropiarse de las voces de las personas a las que respetamos y que yo respeto de manera casi sagrada. También estaba el otro lado del espectro, la cursilería latinoamericana, dibujando a los apaches como unos buenos salvajes, a los que vinieron los mexicanos y se los chingaron y luego llegaron los gringos y acabaron por exterminarlos. No era el caso. Creo que está representado en la novela el nivel de dolor que los apaches infringen sobre el cuerpo de Camila, en las cosas que hacían los apaches, cuando asaltaban los ranchos, aquello era una guerra y nadie era un santo. También es por eso que hay una escena muy larga que me daba arcadas escribir sobre un testimonio histórico real de cómo los yaquis se cargan a un ranchero porque él se había cargado a un primo de ellos. Eso está absolutamente documentado, por los historiadores mexicanos y no gringos. Esos eran los dos riesgos de la novela, poner a los apaches como santitos o como salvajes, el gran error de los occidentales o el otro que es todavía peor apropiarse de su discurso como si tuviéramos derecho a ello.

–Uno piensa también en los narcotraficantes, pensando hoy.

–Ni siquiera lo tuve que decir ni una vez para que llegaras a esa conclusión. La novela nunca establece un nexo entre la cultura de la tortura en el siglo XIX y en el XX, pero tú como lectora hiciste la inferencia y eso me da mucha paz. Yo además dejo pistas. El hijo de Jerónimo se llamaba Chapo y así. Tenemos un problema ahí que tenemos que resolver y no es un problema que empezó con el gobierno de Felipe Calderón. Y la historia de Camila es por qué estamos escribiendo la historia con dolor en el cuerpo de las mujeres. Podríamos tener una relación muchísimo más civilizada con los otros, que somos nosotros mismos, al final fuimos un par de veces a la Reservación de San Carlos, en la que estuvo prisionero Jerónimo en la mayor parte de su vida adulta y no me acuerdo si aparece en la novela o no, pero mi hija Maia se despertó y dijo: -Papá, vinimos a México. Juegas con unos niños apache y son esencialmente mexicanos, no somos sustancialmente diferentes. Podrías estar jugando en un patio aquí en la Ermita Iztapalapa.

–¿Cómo es el tema de la mujer? Hablas de Camila y también de esta mole americana, que llega y no se comunica con nadie.

–Es que se las tengo jurada en la oscurita. Me choca el puritanismo gringo, me parece que los Estados Unidos sería un mejor país si no estuviera obsesionado con el sexo. Sólo los curas y los gringos piensan que el sexo es lo más importante que hay en la vida, todos los demás nos las vamos llevando. Ahí le resté crueldad al retrato, porque tengo a muchas amigas puritanas y no quería ofenderlas.

–¿Cómo ves a la mujer en general en la novela?

–Por fin hay un discurso muy fuerte. No tengo derecho a hablar, hemos hablado mucho los hombres, no creo que sea mi lugar. Como escritor no podría prescindir de tener personajes femeninos, porque me permite criticar el sistema heteronormativo del Estado-Nación que me disgusta muchísimo. A mí, Álvaro hombre me toca cerrar el hocico, callarme la bocota y escuchar.

–Camila sufre mucho en la novela.

–El cuerpo de Camila es un pliego en el que la historia es escrita con dolor. Yo así lo veía. Todo esto viene también de documentación. Si te secuestraban unos apaches y eras niño o mujer, eso era lo que te pasaba. Lo que le pasaba a Camila. También puedes verlo desde el punto de vista apache, lo que Camila ve como una expresión de dolor inmerecida, Mangas Coloradas lo está viendo como le estoy haciendo el favor de convertirla en apache.

–Me gustó mucho Decencia y la veo como continuación o antesala de esta novela.

–Yo no tengo derecho a hablar sobre eso. Es el lector el que tiene que hablar sobre eso. Como sabes, no es una pose lo que digo, para mí el artista es el lector no el escritor. Yo propongo un mapa y es el lector el que hace la novela. Yo hago solo el arranque del proceso, lo que diga no tiene ninguna autoridad, me parece que Decencia es el final de un proceso de investigación formal y que esta novela es la continuación del proceso de investigación formal. No siento que haya terminado. ¿Qué tanto puedes desarticular un libro y que siga funcionando? ¿Qué tan lejos pueden estar los hilos narrativos y que tú al final tengas la sensación de estar leyendo una novela y sobre todo el trabajo con archivo? Decencia es un poco la semilla, porque representaba la investigación del cine sonoro en México.

­–Uno no sabe dónde México está, quizás porque hablas de México del otro lado.

–Ese parentesco es perfectamente posible. Otra vez, yo lo veo en términos formales. Donde tú ves una novela yo veo unos cuadros, unas rayas, unas bolas, lo de veo de una manera absolutamente abstracta como de flujos de contenidos. Y en ese sentido, lo que sucede en esta novela es que un archivo conversa con una historia de ficción con un archivo personal. También con una serie de materiales estilísticos en los que me interesaba indagar, porque no lo había indagado antes. Siempre me resistí mucho a la herencia rulfiana, sigo resistiendo a la garcíamarquiana, pero en este caso hay un episodio rulfiano, que es una novela corta, dentro de las muchas novelas que hay dentro de la novela, cuando un rubio entierra a su compañero, la primera vez que me enredo con el español de una región, aunque nadie por supuesto sabría cómo hablaba la gente en Chihuahua a finales del siglo XIX, pero hay un archivo infinito en los periódicos, que es perfectamente accesible hasta en Internet. Está todo en la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos y ese vocabulario viene de ahí, para tratar de resucitar un español oral imposible. Hay un ejercicio ahí de manierismo rulfiano.

–¿Vas a presentar la novela en Chihuahua?

–Si me invitan. No lo sé. Una vez escribí un libro sobre Lagos, donde todavía tengo familia, era una novela muy “laguense” y fui a una comida familiar y como el capo de la familia se me acercó y me dijo: -Álvaro, quiero que sepas que ya no eres bienvenido acá. No sé qué vaya a pasar en Chihuahua. Más allá de cómo se lea la novela y tal vez se lea como una absoluta apropiación y estarían en todo su derecho, siempre he tenido muchísima admiración, porque Chihuahua es México y México es Chihuahua. Si no existiera Chihuahua, México no existiría. Así como los españoles dicen que Asturias es España y tienen mucha razón, en el que México es solamente Ciudad Juárez, donde está Benito Juárez, la carroza de Benito Juárez es México y esa carroza está en Chihuahua. De todos los territorios mexicanos es el único que siempre ha sido La República. Nosotros, los del DF, los peores, los más desleales a la República, los chihuahuenses tienen una lealtad a la entelequia republicana que admiro.

Mónica Maristain
Es editora, periodista y escritora. Nació en Argentina y desde el 2000 reside en México. Ha escrito para distintos medios nacionales e internacionales, entre ellos la revista Playboy, de la que fue editora en jefe para Latinoamérica. Actualmente es editora de Cultura y Espectáculos en SinEmbargo.mx. Tiene 12 libros publicados.
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