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Jorge Alberto Gudiño Hernández

02/11/2019 - 12:04 am

Una fórmula de éxito

“El sistema legal funciona, sin la necesidad de tener policías agitando los brazos varias horas al día”.

Si alguien no sigue las reglas convencido de que el bienestar común priva sobre el individual, entonces las seguirá para evitar las sanciones. Foto: Cuartoscuro

Tuve oportunidad de ir a Canadá en un viaje rápido. No sólo eso, por circunstancias propias del itinerario, debí manejar varias horas por sus carreteras. Son largos recorridos (el país es inmenso) en los que uno tiene tiempo de reflexionar.

Lo primero que llama la atención es que están en buen estado pero no mucho mejor que algunas de las autopistas de México (algunas, no todas). La diferencia, en ese sentido, estriba en que las de allá son gratuitas, mientras que nosotros tenemos trayectos carreteros que son de los más caros del mundo. La discusión sobre si el estado debe financiar a los particulares a la hora de utilizar bienes que no ocupan todos, es interesante y pertinente… en nuestro país. En Canadá no parece haber mucha discusión al respecto.

Pese a que la calidad de las autopistas es notable y los automóviles que circulan por ellas son de modelo reciente, el límite de velocidad es relativamente bajo: apenas 120 kilómetros por hora. Yo conozco a varios que, en la carretera de Cuernavaca o la de Puebla han alcanzado velocidades mucho más altas (pese a que también hay un límite similar y son mucho más peligrosas). Lo interesante es que nadie iba más rápido. Y es interesante porque, a diferencia de lo que sucede en nuestras autopistas, allá no había patrullas, policías, medidores de velocidad, topes ni similares. Era simple: frente a la tentación de acelerar en una recta inmensa, la sensatez hacía que nadie rebasara el límite. Y eso que había deportivos transitando por ahí.

Lo de los policías llamó mi atención. En las calles de las ciudades tampoco los había. Al menos no de los que consideramos de tránsito. Estoy acostumbrado, como todos los habitantes de esta metrópoli, a verlos agitar los brazos, a dirigir el tránsito, a los pitidos de sus silbatos. También, a temer ciertas infracciones, a reconocer el claxon de las patrullas cuando le piden a un vehículo que se orille, a la imagen reiterativa de un oficial inclinado a través de la ventanilla de un automóvil detenido. En Canadá, no vi nada de eso. De hecho, sólo vi un policía de tránsito. Organizaba los cruces de un par de calles donde se había descompuesto un semáforo. Pensándolo con calma, es probable que la ciudad de Montreal o la de Toronto gasten mucho menos en la policía de tránsito que nuestras grandes urbes.

El contraste, evidentemente, conlleva preguntas y respuestas. La más común es por qué los conductores se comportan de esa forma por esos lares. Agreguemos asuntos: nadie se pasa los altos, todos se frenan cuando cruza un peatón, no se toca el claxon, a nadie se le ocurre dar una vuelta donde no se debe y demás. La respuesta era la esperada: la educación. Desde que son niños los canadienses aprenden de civismo y de decencia. Se les enseña a que nadie debe violentar las normas porque éstas, aun cuando nos molesten, están orientadas al bienestar común y éste, sin duda, es más importante que el bienestar individual.

La respuesta anterior, aunque contundente, también tiene algo de preocupante a la hora de querer ponerla en práctica en nuestro país: no hay forma de que nuestro sistema educativo se centre en esos asuntos y, más aún, consiga un verdadero cambio. La educación en nuestro país está secuestrada por sindicatos y, aunque hay grandes maestros que son ejemplo, lo cierto es que también los hay quienes no practican el civismo que deberían enseñar. Siendo idealistas, este cambio podría darse a lo largo de tres o cuatro décadas si se trabaja en serio en el asunto.

Pese a ello, hay otro elemento a considerar. Canadá es uno de los países con un mayor número de migrantes. La población no nacida en su territorio es considerable. De hecho, descubrí que hay muchísimos hispanohablantes, para no ir muy lejos. Es sabido que, por la enorme extensión del país y la gran riqueza del mismo, muchos quieren emigrar allá pese a los largos y duros inviernos. Y los migrantes, en una gran proporción, van de países con condiciones sociales, educativas y económicas menos homogéneas que en Canadá. En otras palabras, un alto porcentaje de la población canadiense no fue educada en Canadá. Así que el asunto del civismo en la primera infancia de poco vale.

¿Cuál es, entonces, el secreto? Me parece que es doble. A lo largo de las carreteras hay anuncios en torno a las multas que se cobran por exceso de velocidad, por ejemplo. Crecen dependiendo de la velocidad a la que se vaya. Ignoro si tienen sensores, drones o policías escondidos tras carteles. Estoy seguro, sin embargo, que, en caso de pisar el acelerador a fondo, llegará la multa al domicilio del infractor. En otras palabras: el sistema legal funciona, sin la necesidad de tener policías agitando los brazos varias horas al día.

El segundo secreto viene de la mano del primero: cuando es necesaria la autoridad, ésta se aplica. Y su aplicación (esas multas demasiado altas que pueden desequilibrar la economía familiar), ayuda a reducir el tiempo de educación de las personas. Si alguien no sigue las reglas convencido de que el bienestar común priva sobre el individual, entonces las seguirá para evitar las sanciones.

No parece tan complicado, ¿verdad? El asunto es implementarlo esquivando todos nuestros lastres (corrupción, mordidas, trámites burocráticos y otras lindezas). En los términos del simple tránsito, no parece ser tan complicado como en otros asuntos. Y, eso sí, lo importante es que, a la larga, seamos lo suficientemente civilizados para reconocer que nos conviene a todos.

Jorge Alberto Gudiño Hernández
Jorge Alberto Gudiño Hernández es escritor. Recientemente ha publicado la serie policiaca del excomandante Zuzunaga: “Tus dos muertos”, “Siete son tus razones” y “La velocidad de tu sombra”. Estas novelas se suman a “Los trenes nunca van hacia el este”, “Con amor, tu hija”, “Instrucciones para mudar un pueblo” y “Justo después del miedo”.

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