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Susan Crowley

03/02/2024 - 12:04 am

Vivir y dejar morir

Pero el error que hemos cometido en nuestra cultura es volver la vida un sinónimo de triunfo y la muerte un fracaso. Consideramos estos dos estados como si fueran dos opuestos cuando son absolutamente otra cosa.

En Anatomía de una caída de la directora ganadora de la Palma de Oro de este año, Justine Triet, hay un muerto. No se sabe si suicidado o asesinado. El muerto es Samuel, el esposo; la principal sospechosa, es Sandra, la esposa; el único testigo, Daniel, el hijo ciego. Lo primero que nos viene a la mente es que estamos ante un thriller. Conforme la historia avanza nos adentramos a algo más intenso que una película de suspenso. Una trama psicológica que da cuenta del hundimiento de una familia.

La vida “hogareña” de inmediato resulta un campo de guerra soterrado en el que habitan tres seres aislados, solos, marginados. La frustración se refleja en cada acción, hasta en el más mínimo detalle. El ansia de libertad, las ganas de vivir o de morir, según sea el caso. De eso trata la película, de horadar en los detalles imperceptibles que involucran la caída de un valor que hemos apuntalado a fuerza de aceptar las convenciones sociales: la familia feliz.

Y es que, en la bendita estructura creada para nuestro aparente resguardo, se han desatado todas las patologías posibles, los secretos, las cosas dichas a medias, las acusaciones manifiestas con una mirada de soslayo, todo aquello de lo que no se habla. ¿En qué hogar no? Y eso es lo que hace valiosa la historia de Triet, no hay mentiras, todo está a flor de piel. La infidelidad, la bisexualidad, la culpa, la frustración, el amor que se vuelve odio, el hartazgo, el fracaso, la depresión, el asesinato o el suicidio.

La directora va zurciendo una trama en la que nos volvemos cómplices. No mintamos, alguna vez hemos atravesado por esas discusiones que detonan violencia, donde se podrían escuchar platos rotos, maldiciones que rebasan cualquier intento de acallarlas, que van en un crecendo irremediable, enloquecedor. En qué momento las cosas se salen del control, las palabras dejan de serlo para convertirse en gritos, en golpes contra la pared o en contra de un rostro. Esta historia me recuerda a La Gaviota de Chejov; es ese tipo de ambientes en los que no pasa nada, pero ocurre todo. Implosivos, desgastantes. Tréplev es un hombre enamorado, pero no correspondido, es un escritor frustrado, culpa a todos por la imposibilidad de ser feliz. Las acusaciones se vuelven el hilo conductor en un ambiente opresivo lleno de silencios y de fingida felicidad.

En Anatomía de una caída, la música es el leitmotiv que conduce a la muerte. Refleja la personalidad de Samuel a quien no veremos más que a través de flashbacks. Pareciera que su intención es desbordar los nervios de Sandra y nuestros nervios. Se trata de un clásico del hip hop, P.I.M.P., en una versión hecha con metales, percutiva, de un ritmo enloquecedor y cuya tensión crece en contraste con los descensos a la oscuridad de un preludio de Chopin interpretado de manera accidentada por Daniel; el número 4 Opus 28 que nos hunde en la más profunda y bella tristeza. Chopin nos conduce a través de las imágenes desnudas, crudas de esta apartada cabaña en la nieve, donde el blanco se tiñe de rojo, los sueños se vuelven pesadillas. Junto con los personajes, debemos tomar decisiones. ¿De qué lado estamos, de la vida o de la muerte? En todo caso de la libertad de cada cual de morir o vivir.

Anatomía de una caída es también la crítica aguda al concepto de “felicidad” que hemos creado en la era contemporánea. Y es aquí donde radica su eficacia al explorar y quitar las capas ilusorias, lo cual requiere de un enorme trabajo de introspección en la dirección, más allá de juicios de valor o de lo que un juez, un abogado o un fiscal decidan.

Con todo aplomo, la directora y a la vez guionista decide romper con las convenciones de una sociedad de valores establecidos. Una sociedad en la que de entrada culpamos a toda mujer que escapa a la mediocre moral que se le pretende imponer. Sandra es bisexual, promiscua, “abandonadora” de su familia, alcohólica, usadora, egoísta; claro, tiene que ser la asesina. Es acribillada por el interrogatorio de un fiscal que la culpa hasta de plagiar la obra de su marido. En el fondo, la acusa por no dejarse arrastrar en la depresión. En el mundo de hombres, si Samuel está deprimido, Sandra no debe ser feliz. Peor aún, seguramente ella es la responsable.

La depresión es una de las enfermedades más vergonzosas que existen. Es enfermedad porque en muchas ocasiones se puede curar, pero en tantas otras es terminal. Es vergonzosa porque reconocer que se está deprimido en una época en la que debemos vivir con el entusiasmo a flor de piel, es causa de vergüenza. Las palabras de moda para describir una personalidad triunfadora: felicidad, éxito, resiliencia y hasta “reinventar-se”, buscan mostrar que los seres humanos son imbatibles si mantienen su optimismo. Claro, cuando no se está deprimido.

Samuel se ha hundido en un estado tanático. Sandra lo ve caer y no puede detener su caída. El único capaz de entenderlo sin enjuiciar y con amor es Daniel, la víctima de su desastrosa relación. Es el hijo quien toma una decisión fundamental para salvarlos, para poder dar un paso adelante, salir del círculo vicioso emprendido por un juicio mediático lleno de estridencia en contra de Sandra. Daniel opta por vivir y dejar morir. La voluntad de muerte es la misma que la voluntad de vida, aunque vayan en distintas direcciones.

Pero el error que hemos cometido en nuestra cultura es volver la vida un sinónimo de triunfo y la muerte un fracaso. Consideramos estos dos estados como si fueran dos opuestos cuando son absolutamente otra cosa. La vida es eso, vivir lo que sea que venga. Morir es lo inédito, lo absolutamente otro que no conocemos. ¿Por qué es malo optar por ello y elegir la vida es lo bueno? Un falso maniqueísmo que lleva decidir en función de convenciones sobre lo moral y políticamente correcto.

A pesar de las investigaciones, de los avances en técnicas terapéuticas de la existencia de cualquier cantidad de antidepresivos, lo que ocurre en el cerebro de un deprimido sigue siendo un misterio. Cada muerte infringida por mano propia por lo general arroja una historia de uso de antidepresivos y terapia. Quien se quita la vida genera sospechas en todo su alrededor, solemos buscar culpables que lo orillaron a tan dolorosa decisión. La mayoría de los que llegan al suicidio, lo hacen después de buscarle razones a la vida. La felicidad es difícil de contagiar, es una pulsión que surge desde nuestro interior; no es posible arrastrar a alguien a la vida imponiéndole una voluntad que no le pertenece. En cambio, la toxicidad de un depresivo es algo que hunde a su entorno. La decisión de vivir de Sandra es la misma que la de Samuel de morir; en medio, Daniel ciego, sabe ver lo que nadie. Todos tenemos derecho a la vida, a buscar la felicidad, pero ¿si la salida es poner punto final? En la última escena de La Gaviota están los comensales reunidos y de pronto se escucha un estallido, es Treplev que acaba de dispararse.

Susan Crowley
Nació en México el 5 de marzo de 1965 y estudió Historia del Arte con especialidad en Arte Ruso, Medieval y Contemporáneo. Ha coordinado y curado exposiciones de arte y es investigadora independiente. Ha asesorado y catalogado colecciones privadas de arte contemporáneo y emergente y es conferencista y profesora de grupos privados y universitarios. Ha publicado diversos ensayos y de crítica en diversas publicaciones especializadas. Conductora del programa Gabinete en TV UNAM de 2014 a 2016.

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