CUESTIÓN DE SABOR (QUE NO DE GUSTO)

15/06/2014 - 12:00 am

Todos tememos –y con justicia– las fugas de gas, pero mi amiga Claudia las teme un poco más que los demás. La razón es sencilla (aunque, para ella y para quienes comparten su padecimiento, una complicación. si no mayor, si constante): bien sabido es que el gas LP que usamos la mayoría de los hogares de la ciudad de México es inodoro de sí, y que se le añade una sustancia –se llama etil mercaptano o etanotiol– para darle olor, a fin de permitirnos detectar su eventual fuga. Lo que resulta muy útil para casi todos pero no para Claudia, pues padece anosmia congénita, es decir que carece de facultades olfativas.

El olfato, José de Ribera (1591-1652)
Foto: Wikimedia Commons / El olfato, José de Ribera (1591-1652)

Su condición se antoja la mar de oportuna para una visita al Bordo de Xochiaca. Pero habrá que decir que resulta incómoda en otros terrenos, y que por fuerza deberíamos asumir que uno de ellos será el disfrute, y acaso la selección, de los alimentos. Quiere la sabiduría popular que el olfato sea un componente fundamental de nuestra experiencia de la comida (y con ella lo quiere el lenguaje, cuando menos en Francia, donde un helado no tiene goût chocolat o saveur chocolat sino parfum chocolat: perfume, en reconocimiento del papel preponderante que jugaría este sentido a la hora de comer). Así, cuando Claudia me confesó su condición –cuya veracidad pude constatar un día en que visitara un programa televisivo en el que trabajábamos ambos un tipo encantador, y además extraordinario poeta, pero de un hedor corporal insoportable, percepción compartida por todo el equipo de producción salvo por nuestra anósmica, en ese acto comprobada–, no pude sino asombrarme de que, a la hora de sentarse a la mesa, pudiera optar confiada entre un plato y otro y manifestar gustos y disgustos claros.

—¿Te sabe la comida?
—Pues sí.

—¿Sabes a qué sabe el aguacate, el queso, el chayote, la vinagreta?
—Pues creo que sí.

—¿Y unas cosas te gustan y otras no?
—Ajá —(a estas alturas ya irritada por la insistencia de mis preguntas).

—¿Y estás segura de que el Poeta aquel no te pareció apestosísimo?
—¡Que no!

—Pos qué rara.

LIBRORara, sí, pero perfectamente explicable. Lo sé ahora a partir de la lectura de Taste, libro de la estadounidense Barb Stuckey, quien actualmente se desempeña como vicepresidenta ejecutiva de Mattson, empresa dedicada a desarrollar productos culinarios para empresas como Campbell’s, Nestlé y McCormick. (Además ha sido reseñista de la Slow Food Guide para quien pudiera dudar del refinamiento de su paladar.)

Stuckey reconoce una cosa en su texto: que su libro no debería llamarse Taste sino Flavor, es decir no “gusto” sino “sabor”. Cometemos el mismo error en inglés que en español: cuando decimos que el sabor de algo es salado (o dulce o amargo o ácido) en realidad nos referimos a su gusto. Gustos son muy pocos –los cuatro que he mencionado y que todos conocemos, y uno más, del que me ocuparé más tarde– y se definen como aquello que percibimos con el sentido del mismo nombre, cuyo receptor es la lengua. Sabores son infinitos y, afirma Stuckey, se componen de lo que percibimos a partir del gusto pero también del olfato (salvo en casos como el de Claudia), el tacto (la textura de un alimento) e incluso la vista (su apariencia) y el oído (el sonido que produce su consumo).

Para quien quiera tildar esa definición de charlatanería, compartiré una experiencia personal. Hace pocos días hubo para comer en casa una de las ensaladas favoritas de mi mujer: lechuga, arúgula, nueces de Castilla y una fruta en medias rodajas que a simple vista no supe distinguir como pera o manzana. (Ambas eran posibilidades reales pues las dos variantes de la receta prepara.) Pregunté. “Manzana”, fue la respuesta que recibí, a lo que, sin dudar, la evité a la hora de servirme.

—¿No te gustan las manzanas? —preguntó mi suegra, que vive con nosotros.

Por asombroso que parezca, la pregunta era digna de consideración.

—Muchísimo. En Apfelstrudel, en Apple Pie, en Tarte Tatin, al vino tinto, en helado, en yogurt, en licuado, en jugo… pero enteras crudas no.

—Ay, qué raro. ¿Y por qué?

—Porque me destiemplan los dientes.

Lo cual es estrictamente cierto, e igualmente válido para las jícamas (pero no para las peras, que son más suaves). Tras haber leído a Ms. Stuckey llego a una conclusión: me gusta el gusto de la manzana pero, como me disgustan su textura y su sonido cuando están crudas (la cocción los modifica), no puedo sino afirmar que me disgusta (aun si parcialmente) su sabor.

Silogismo (creo que) logrado: si yo puedo rechazar un sabor a partir de su textura y de su sonido, la anósmica Claudia puede elegir otro a partir de esos mismos elementos (además de su gusto y su apariencia) sin que medie su olfato. Si sabe que el aguacate es aguacate es porque se ve como aguacate, se siente como aguacate, suena a aguacate (es decir poquísimo) aun cuando para ella no tenga gusto. Misterio resuelto.

ASTERISCO

Dejemos a Claudia un momento y concentrémonos en los que sí tenemos facultades olfativas. ¿De verdad incide tanto el olor sobre nuestra percepción de los alimentos? Muchísimo, afirma Stuckey: acaso en un 90 por ciento. Aclaración pertinente: se trata del olor que percibimos a partir de nuestro interior, que no del ambiente. “Cuando trituramos los alimentos entre los dientes, la lengua, las mejillas y el paladar suave”, explica la autora, “los aromas son liberados y absorbidos por la nariz mientras respiramos. Este flujo de aromas de la boca a la nariz es conocido como olfacción retronasal”. He ahí el componente principal del sabor, por encima del gusto.

Pero regresemos ahora al gusto: resulta que se rompe no en géneros sino en número de papilas gustativas. No todos tenemos la misma cantidad y, afirma Stuckey a partir de su experiencia –pero también de innumerables estudios científicos que cita–, ello incide sobre nuestras elecciones alimentarias:

Divido a los grupos de degustadores en Hiperdegustadores…, Degustadores y Degustadores Tolerantes… Los Hiperdegustadores… tienen el número más elevado de papilas gustativas… Estas personas son muy sensibles a los gustos que tocan su lengua. Una pequeña cantidad de algo estimulará sus papilas en forma poderosa. Generalmente tienen gustos y aversiones muy marcados porque, al ser tanta la intensidad de su sentido del gusto, las cosas pueden resultarles apabullantes, para bien y para mal… Lo opuesto de los Hiperdegustadores son los Degustadores Tolerantes, que se sitúan en el otro extremo del espectro. Puede que estos Degustadores Tolerantes apenas noten el gusto de un alimento. Generalmente toleran un rango amplio de sabores y alimentos. Los Degustadores Tolerantes [tienen] el menor número de papilas gustativas. No perciben muchos gustos fuertes por lo que no suelen tener muchas aversiones marcadas. Es posible que beban café negro por no percibirlo como amargo. Es posible que elijan vinos tintos intensos y amargos porque, para ellos, el gusto de esos vinos no resulta de un amargor tan intenso.

Stuckey recomienda teñirse la lengua con colorante vegetal azul para determinar el número de papilas gustativas que tiene uno –resulta que las dichas papilas son menos sensibles al colorante y aparecen como puntos de color turquesa en un océano azul profundo– y determinar a partir de ello qué tipo de degustador somos: de 0 a 15 apuntarán a un Degustador Tolerante, de 16 a 39 a un Degustador, más de 40 a un Hiperdegustador. Remolón y vanidoso, me niego a someterme a dicha prueba. Pero ni falta que me hace. Bebo café no sólo negro sino espresso y prefiero los granos de robusta que de arábiga. Soy un gran consumidor de vinos italianos, del humilde Montepulciano al fastuoso Brunello di Montalcino. Y me gustan la mostaza inglesa y la extra fuerte de Dijon, los quesos muy añejados (cuando compro un manchego lo pido siempre curado), el Campari, el dulce de leche argentino, el regaliz, las coles de Bruselas: soy, pues, un Hiperdegustador. Lo cual me hace mejor y peor que los Degustadores Tolerantes –cierto es que mi rango alimentario es mayor que el de ellos pero también que soy menos proclive a detectar las sutilezas de un plato o una bebida– pero, sobre todo, escapa a mi control, tanto como la anosmia de Claudia.

ASTERISCO

Si llegué al libro de Stuckey fue porque estaba realizando una investigación para escribir aquí sobre el umami. El umami ha sido reconocido ya por la comunidad neurocientífica como un quinto gusto, al mismo grado que lo salado, lo dulce, lo amargo y lo ácido. Suele ser definido como el sabor de “lo delicioso”, lo cual viene implícito en el nombre mismo, acuñado por su descubridor, el químico japonés Kikunae Ikeda, quien lo postulara en 1908 a partir del término umai, que significa justo eso en su idioma. Lo que habría de descubrir Ikeda es que el umami deriva de la concentración de ácido glutámico de un alimento. Lo que habrían de descubrir sus sucesores es que la lengua humana dispone de receptores para detectarlo, exactamente como para lo salado, lo dulce, lo amargo y lo agrio.

Algunos alimentos presentan una alta concentración de ácido glutámico y por tanto tienen un gusto, diríase, particularmente umami: el queso –y particularmente el parmesano–, el jitomate, el pescado, los mariscos, las carnes frías, los hongos, las algas, el té verde, la salsa de soya. Hablaré ahora por mí pero, al hacerlo, lo haré por todos: me encantan el parmesano, las carnes frías y el jitomate, me dejan frío el pescado y los hongos, me disgustan las algas y el té verde, detesto la salsa de soya. ¿Qué colegir de esto, tomado como mero estudio de caso y contrastado con todo lo antes expuesto? 1) Que no hay gusto “delicioso”, si acaso glutámico (que, concedo, comparten el parmesano y la salsa de soya), por lo que la palabra umami es trapacera: no es un sabor y no es universal. 2) Que no hay secreto de lo delicioso, pues esto variará de persona a persona, de degustador a degustador, dependiendo de sus sentidos, incluyendo el del gusto pero no excluyendo todos lo demás.

(O, puesto de otro modo, que en gustos se rompen cabezas.)

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