DÓNDE COMER EN SAO PAULO

29/06/2014 - 12:00 am

(cómo financiarlo ya es asunto otro)

Sao Paulo tiene fama de ser una ciudad cara, y esa fama es a un tiempo justa e injusta. Ayer lo hablaba yo con un amigo, galerista y por tanto llamado a visitarla con frecuencia en ocasión de ferias y bienales. Él decía que Sao Paulo es carísimo y yo –que acabo de estar ahí en abril– que no. Él insistía y yo, en aras de alcanzar un consenso, terminé por concederle que a lo mejor los restaurantes eran un poco caros. “¡Y los taxis”!, se aprestó a añadir. (Ahí no pude desmentirlo, ya que lo que hice en mi visita a Sao Paulo –llevaba yo equipo televisivo que debía mover por toda la ciudad– fue rentar un auto, lo que, supongo, me ahorró muchísimo dinero, si bien probablemente hube de reinvertirlo en sesiones de psicoanálisis para lidiar con la impresión que me causaran mis intentos por bregar por el tránsito paulista, acaso metáfora de las tribulaciones de la vida misma.) Pero lo cierto es que el resto de las cosas en Sao Paulo –la gasolina, los estacionamientos, el café, el agua embotellada, los libros– no son demasiado caras.

Sao Paulo, Brasil / Foto: Shutterstock
Sao Paulo, Brasil / Foto: Shutterstock

¿Qué tan caro es comer en Sao Paulo? La respuesta a esa pregunta es compleja. Consulto mi estado de cuenta de la tarjeta de crédito y constato que una comida en una cafetería de museo, con refresco, costará poco menos de 200 pesos por persona, y una en un buen restaurante (pero no en uno de lujo), con un trago, poco menos de 500 pesos por cabeza: estos precios son muy parecidos a los de la ciudad de México, que no es particularmente cara. La diferencia vendrá a la hora de dirigirse a un gran restaurante, a uno concebido para constituir una experiencia. Yo visité tres: en uno pagué poco menos de 2 mil pesos por persona, con media botella de un muy buen vino: un Brunello di Montalcino; en otro la cuenta ascendió a poco más de 2 mil 500 pesos por persona, con una copa de vino cada quien; y en otro más el precio per capita alcanzó los casi 3 mil pesos por persona, con una botella de vino más o menos de batalla. Es caro. No como Londres, pero sí más caro que México. ¿Conclusión? En Sao Paulo comer barato es bastante barato y comer caro es muy caro.

Pero lo vale. En Sao Paulo cené en el restaurante más notable que haya yo visitado en mi vida, el D.O.M. de Alex Atala, séptimo en la lista de los mejores del mundo de Restaurant Magazine y San Pellegrino, información que sólo invoco para legitimar una percepción que de todas maneras tendría, tanto que ya mereció una entrega completa de esta columna de sinembargo, disponible aquí. Y los otros dos de lujo que visité resultaron experiencias casi tan memorables por distintas razones, así que, no bien consigne la información práctica del D.O.M., comienzo por ellos:

 

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Donde D.O.M. es de un hieratismo casi espartano, Maní ha de ser todo lo contrario: amistoso, cercano, entrañable y ostensiblemente más barato, todo lo cual no le impide formar parte del mismo grupo selecto que aquel: ocupa el sitio 36 de la lista Pellegrino. Enclavado en la zona de Jardins, una de las más hermosas y lujosas de la ciudad, ocupa el patio alegre y sencillo de una casa que se antojaría salida de una película de Jacques Démy, blanquísima y reluciente pero sembrada de acentos de alegre color. Alegre es también su menú. El entrante que compartimos mi mujer y yo –láminas de papa frita suave sobre las que reposaban rodajas de un rosbif satinado, coronadas con mostaza de Dijon– acaso sea la botana más disfrutable que haya yo consumido en mi existencia, combinación de tres texturas y de dos sabores rotundos –la papa, aunque perfumada antes de ser freída, no cuenta– para redundar en un bocado de una asombrosa complejidad. Mención especial merece también la canasta de pan horneado en casa, con acompañamientos de mantequilla, jocoque, queso de cabra y, en honor a la tradición local, yuca en polvo –una variante más sencilla de la farofa que describiera yo en mi entrega anterior–, traída a la mesa junto con una paleta de parmesano crujiente no bien toma asiento el comensal. Mi Huevo Perfecto, con dos horas y media de cocción a 17 grados, no lo fue pero estuvo bien, y la espuma de pupunha –la fruta que da la misma palmera de que se extrae el palmito– que lo rodeaba aportó un contraste pertinente en acidez y textura. En cambio, mi arroz de pollo con okra –un vegetal africano mucilaginoso, que otorga espesor a la sustancia en que se cuece, y que es conocido bajo el nombre de quimbombó en lengua española… y en música cubana– resultó el mejor en su categoría que haya yo probado nunca, superior incluso al de mi suegra, que es hija de español (pero que, por fortuna, no frecuenta internet, por lo que no habrá de apercibirse de la traición que he cometido con la redacción misma de esta frase). Y el postre –un flan de queso con dulce de leche y sorbete de guayaba– me permitió revisitar una combinación de sabores que ya me había topado varias veces en mi periplo brasileño, sólo que con texturas asaz sorprendentes. La carta de vinos resulta, además, soberbia. (Fue aquí donde bebí aquel Brunello di Montalcino y, colegirá el lector de ello, donde menos caro pagué por una gran cena.)

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La comida aquí es lo de menos. No se me malentienda: es un buen italiano, incluso uno muy bueno, y los gnocchi al azafrán que pedí como plato fuerte son cosa cuyo perfume no olvidaré jamás, y menos la combinación de texturas entre la pasta esponjosa –de papa y amorfa, fatta alla mano, como debe ser­– y las tejas de parmesano que la acompañan. Pero lo cierto es que, aunque ejecutado con enorme solvencia, el menú aquí es convencional: no hay verdadera creatividad, y he comido igual de bien en locande venecianas infinitamente más baratas (es éste el más caro de los restaurantes que visité). La estrella, entonces, ha de ser la decoración, y es que el Fasano de Sao Paulo, enclavado en el hotel del mismo nombre –ambos propiedad de la familia más poderosa de la hostelería brasileña–, constituye una de esas salas inolvidables, de evocación vitalicia, al mismo título que el Palm Court del Plaza neoyorquino, La Fermette Marbeuf parisina o el Teatriz madrileño proyectado por Philippe Starck (al que la crisis financiera española acaba de obligar a cerrar). Se trata de una sala grande-pero-no-tanto a lo ancho y largo cuya altura –la de todo el edificio hotelero– la hace crecer a proporciones apabullantes. El diseño de los arquitectos Isay Weinfeld y Marcio Kogan, todo mármol y madera, es espartano y no comete el error de apostar por la decoración cuando la belleza de la sala deriva de su monumentalidad, y de la de una cava de cristal, empotrada en la pared pero que más parece suspendida en el aire, como punto focal. La carta de vinos es predeciblemente buena y predeciblemente cara. No es, sin embargo, éste un lugar en que sea necesario beber (ni comer) para alcanzar estados alterados de conciencia.

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No suelo recomendar restaurantes de cadena. Y no suelo descubrir restaurantes por medio de guías de ciudad. En este caso me permitiré ambos pecados ya sólo porque la guía no es turística sino arquitectónica, y cita este local como uno de los tesoros estéticos de la ciudad. Lo es. Enclavado en un Centro que lucha sin éxito contra la decadencia urbana –la calle misma es sucia y aparece, como casi toda la zona, pletórica de graffiti; a pocas cuadras se encuentra la zona paulista conocida como cracolandia por su proliferación de narcomenudeo y fumaderos de crack en terrenos baldíos–, esta sucursal de Almanara, muy respetable cadena de restaurantes libaneses en Sao Paulo, con sucursales en los principales centros comerciales, ocupa el local que fuera un nightclub íntimo en los años 50, restaurado con primor a su esplendor originario. El kepe, el tabule, las hojas de parra, los kebabs son espléndidos. Pero mejores son los meseros –malhumorados, entrañables–, que acaso tengan la edad del edificio en que trabajan, y la barra marmórea con contrabarra de espejo, perfecta para tomar un martini en lo que se espera mesa –los domingos a la hora de la comida se hace una larga lista de espera– y sentirse Cary Grant.

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Tres aseveraciones que compartirá cualquier paulista que lea esto: 1) El Edificio Itália, rascacielos paradigmático del Centro, es uno de los más hermosos y acaso el más icónico de la ciudad. 2) Su restaurante, Terraço Itália, es una trampa para turistas, con la mejor vista, la peor comida y una decoración deprimente. 3) Su piano bar es una joya. Asentado en el último piso, el bar ofrece una vista de 360 grados de Sao Paulo a través de sus inmaculados ventanales. Ése, sin embargo, no es sino uno de sus encantos. La decoración, toda caoba y cuero, podría venir bien para una de esas confesiones regadas por tres martinis entre Don Draper y Roger Sterling. La música no es necesariamente de piano: la noche en que asistí, se sumaban a éste un contrabajo, una batería –el trío de jazz paradigmático– y una cantante de una belleza rara que alternaba entre el fox trot, la bossa nova y la chanson françsaise, entre el francés y el portugués, mientras deslumbraba con sus curvas y su scat. Los tragos –incluidos los tres o cuatro negronis que pedí– son impecables. Y, a diferencia de la del restaurante, la cocina del bar es muy respetable, o cuando menos lo fueron los arancini di parmigiano y el prosciutto di Parma. La concurrencia es joven. Y madura. Y vieja. Y yuppie. Y hipster. Y masculina. Y femenina. Y de parejas. Y de familias. Y mucha. La reservación es obligada.

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