DÓNDE COMER EN RÍO

22/06/2014 - 12:00 am

(en el hipotético caso de que haya una mesa disponible)

Primer postulado: Río de Janeiro es una de mis ciudades favoritas en el mundo. Segundo postulado: no hay poder humano que me haga volver a Río entre el momento en que escribo esto y el próximo 12 de julio. (Tendré que admitir que el segundo postulado es falso –si cualquiera de mis múltiples jefes me comisiona a ir a trabajar a Brasil durante el Mundial no me quedará más remedio que empacar el traje de lino y una provisión doble de Atacand, mi hipotensor de prescripción– pero suena bien y, sobre todo, expresa lo que siento. Digamos, entonces, que me siento muy afortunado de haber sido enviado a trabajar a Río no durante el aquelarre futbolero sino antes de que éste se produjera.)

Río es una ciudad de copioso y admirablemente bien preservado patrimonio arquitectónico, que dialoga en muchos rincones con una naturaleza predeciblemente exuberante pero no por ello menos digna de azoro. A semejanza de otras grandes urbes playeras del mundo –Miami, Los Ángeles y Estambul son los otros tres ejemplos que conozco de primera mano–, Río cultiva al punto de la integración fluida su doble vocación por el ocio y por el trabajo, lo que la hace reunir lo mejor de dos mundos: en ella, uno se siente siempre en una gran ciudad con todas las de la ley –una ciudad fragorosa y frenética, caótica y conmovedora– y siempre de vacaciones.

Vale decir también lo que no es Río, carencias que mina su esplendor aunque no al punto de obliterarlo. No es una ciudad para manejar –y he aquí, ay, que yo tuve que hacerlo. Aunque tiene no pocos museos y galerías, no es una ciudad para ver arte, al menos no tanto como Sao Paulo. No es una ciudad para ir de compras (la capital del diseño brasileño, de moda o industrial, es otra vez Sao Paulo; lo que encontrará uno en Río son las mismas tiendas y las mismas marcas de cualquier ciudad cosmopolita, en los mismos malls). Y no es una ciudad para comer.

Foto: Shutterstock / Rio de Janeiro
Foto: Shutterstock / Rio de Janeiro

Lo que no significa que en Río no se coma bien: diría que, casi sin excepción, mis experiencias como comensal en ella oscilaron entre lo aceptable y lo francamente placentero. Lo que nunca resultará la comida carioca es sorprendente. Pareciera, en efecto, existir un acuerdo tácito entre las dos principales ciudades brasileñas: la cultura tradicional es preservada y mostrada al mundo en Río, la cultura contemporáneo vive y bulle en Sao Paulo. Y el fenómeno, me temo, se extiende a la comida, tradicional y predecible –y francamente muy buena–, en todos los sitios en que me detuve a probarla, de los más lujosos a los más modestos. Cierto: no probé lo más granado de la gastronomía carioca –figuran dos restaurantes de la ciudad en la lista Pellegrino de los 50 mejores de América Latina; ninguno en la global (mientras que Sao Paulo tiene dos en ésta, y uno de ellos en el séptimo lugar general)– pero, por lo que he leído sobre Roberta Sudbrack y sobre Olympe –éste último de un chef legendario aunque no brasileño: el francés Claude Troisgros–, ninguno de los dos se antoja cercano siquiera a la creatividad del D.O.M. y el Maní paulistas: el primero sería un bistrot ingenioso, el segundo un restaurante francés tradicionalísimo que echa mano de algunos ingredientes brasileños. Ya me reportará, en todo caso, un amigo que anda por allá (eso si los pies le dan para dirigirse hasta ellos).

En todo caso, quien vaya a Río en estos días tendrá que comer. Y, si se resigna a no ser deslumbrado, comerá bien. Aquí mi parte de esas partes, que comparto a los que no hayan partido todavía:

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Clarice Lispector, acaso la más justamente celebrada de las plumas de la literatura brasileña, era uno de los tantos famosos asiduos a este pequeño restaurante decorado en un art déco tardío, enclavado frente a la playa de Leme, barrio más sereno que Copacabana. Elija uno la vista al mar o la vista al bar –en caoba laqueada de negro–, la comida, italiana de prosapia, será extraordinaria. Cuando interrumpía sus errancias filosóficas por Río de Janeiro, Lispector –que vivía a dos cuadras–, solía pedir alguna de las pizzas de masa delgada o la milanesa de pollo: complejísima en lo literario, era sencilla en lo gastronómico. Yo, que escribo mucho menos bien, prefiero los mejillones al vino blanco, la Carbonara con auténtica pancetta o el Fetuccini alla Fiorentina –con champiñones, jamón de Parma, chícharos y parmigiano reggiano­– y, de postre, queso de Minas (mejor que nuestro Panela) con dulce de leche (tan bueno como el argentino).

 

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Otro fetiche literario: es éste el restaurante en el que Mandrake, tough guy detectivesco (aunque de profesión abogado) de la literatura de Rubem Fonseca, suele refugiarse con un puro y una botella de Periquita –un tinto portugués rotundo que los brasileños, en su afán por combatir la canícula, suelen servir en hielera, como si fuera blanco; queda, diré, muy bueno– cuando un caso va mal. A la hora de ordenar aquí, sin embargo, no hay gran misterio que resolver: lo que debe pedirse es el Filé à Osvaldo Aranha, así llamado en honor del político y diplomático que, cuando ocupara la Presidencia de la Asamblea General de la ONU en 1947, encabezara el cabildeo internacional por la creación del Estado de Israel. Cuando no andaba resolviendo el mundo, Dom Osvaldo solía pedir un filete mignon –o, si andaba hambreado, todo un solomillo–, sazonado con ajo frito y servido con batatas portuguesas ­–es decir fritas con cáscara y espolvoreadas con romero–, arroz blanco y farofa –que no es otra cosa que yuca molida tostada con mantequilla, sal y tocino–, mixtura que suele espolvorearse sobre estas y otras carnes. El resultado es sencillo y sabroso, y dado el tamaño de las porciones del Amarelihno una orden da para tres.

 

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Es éste el bar en que solían reunirse desde 1955 Antonio Carlos Jobim y Vinicius de Moraes al inicio de su colaboración. Aquí, pues, nació la bossa nova, y la decoración no nos deja olvidarlo: todo el local aparece tapizado de fotografías y carteles originales relacionados con ese género musical, guapo hijo de la samba y del jazz. A diferencia del otro bar de sus afectos –el Veloso, en Ipanema–, Casa Villarino ha tenido el buen gusto de conservar su apariencia original, italianizante y trasnochada. La entrada es una salumeria que bien podría estar en cualquier puerto del Adriático, donde puede comerse el mejor presunto de Parma –es éste el presunto nombre del jamón– pero también el mejor Brie francés. Al fondo está el bar, todo paneles de madera y piso de recinto, donde es posible optar por la charcutería italiana a manera de botana o elegir uno de los platos calientes, sencillos y sabrosos. Entre estos destaca el bacalao con arroz de brócoli, sincrético de dos raíces culturales –la italiana y la portuguesa– ineludibles en Río.

 

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Nadie me lo recomendó, no leí sobre él en ninguna parte. Una tarde en que el trabajo me había llevado por esos rumbos, frente al estacionamiento donde por fin pude deshacerme del auto aborrecido –todo Río es como el Periférico a las 8 de la mañana en sentido sur a norte–, descubrí un bar que, igual que Villarino, me atrajo por su apariencia redolente de los de barrio de viajes italianos de tiempos mejores de mi vida: si no podía comer, por lo menos bebería un Campari y descansaría diez minutos. Pero resultó que sí podía y, lo que es más, que el concepto del restaurante –dispuesto en un salón grande y banal situado atrás del bar– se ajustaba a lo apretado de mi agenda: Massapé es un comedor familiar que honra la práctica brasileñísima de la comida à quilo, es decir que uno se sirve de un buffet pantagruélico y paga lo que pese su plato. La oferta incluye comida internacional casera –pasta, huevos, ensaladas, milanesa– pero también salgadihnos, es decir frituras brasileñas tradicionales. Vale la pena probar el kepe bola –es frecuente por la migración libanesa–, la esfiha –otra herencia libanesa: una especie de calzone hecho a partir de cordero o requesón (le llaman Catupiry) y masa de pita– y las coxihnas –pollo molido combinado con salsa de tomate, cebolla, perejil y cebollín, empanizado y frito bajo una forma que recuerda la de un muslo de pollo (coxihna significa, en portugués, muslito). De postre, coctel de frutas servido en una flanera de vidrio, como en la infancia; es cortesía de la casa.

 

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Otro hallazgo: lo descubrí cuando la agenda de trabajo me llevó a la antigua estación de trenes –hoy de metro–, la misma de la película de Walter Salles, monumento art déco erigido bajo la dictadura de Gétulio Vargas que aboga por la idea de que el único talento de los fascistas es para la arquitectura. La nave central, aunque hermosísima, se está cayendo. Es cruzada día a día por un río de gente que la ensucia y la afea. Y está surcada por locales comerciales horrendos –como los de cualquier estación de metro o de camiones mexicana–, de los cuales no se destaca demasiado el Café Capital, aun si es uno de los menos agresivos. El café que ahí sirven, sin embargo, es el mejor que hube de probar en Río –y sólo se vio superado por uno en Sao Paulo, del que me ocuparé en la próxima entrega–, lo que no es poco decir en un país todo en el que no sólo se cultiva el mejor café sino que se sabe prepararlo. Hay que pedirlo como cafezihno, termino caricioso para decir espresso en portugués.

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