ACUARELA DE BRASIL

20/04/2014 - 12:00 am

El título de esta entrega deriva del de una canción que muy probablemente conocerá el lector, si bien no necesariamente bajo ese nombre. Aprovecharé, pues, el carácter digital de este medio para integrarla al texto, lo que me permitirá a un tiempo ahorrar eventuales confusiones y dotar la lectura de un soundtrack apropiado. Es ésta:

Habría de ser esta versión, la de Francisco Alves de 1939, su primera grabación, si bien no la que habría de convertirla en éxito mundial; eso habría de llegar con su uso en la película de 1942 Saludos amigos, producción de Walt Disney que desencadenara una serie de versiones de artistas fincados en los Estados Unidos –entre ellos Xavier Cugat y Frank Sinatra–, bajo el título de “Brazil”: con grafía inglesa y así, a secas. Expresión precisa pero impertinente esta última, dado que la canción tiene su origen justo en la humedad tropical de un chaparrón, razón de que su autor, Ary Barroso, debiera permanecer en casa una noche carioca y se viera movido a cantar las bellezas que atisbaba a través del ventanal mojado de su morada. Es, pues, ésta una acuarela del Brasil ya sólo porque los colores del país aparecen en ella con la transparencia y la luminosidad de los pigmentos solubles al agua. Es, además, una que en su patriotismo –si no es que patrioterismo– apasionado no teme a la tautología: Barroso canta su Brasil brasileiro, donde el coqueiro –el cocotero– da (¡oh, sorpresa!) cocos, frutos de la fértil tierra de samba y pandeiro.

Como casi todo mundo, conozco “Aquarela do Brasil” de siempre, si bien no hubo de ser sino hasta hace unos quince días que comenzara a obsesionarme con ella. Cierto: es una canción machacona al punto de lo irresistible e irresistible al punto de lo hipnótico. Y, también cierto, una encomienda profesional, combinada con una pequeña vacación, acaba de depararme una estancia de poco más de dos semanas repartidas entre Río de Janeiro, Sao Paulo y Brasilia. Quien quiera identificar el origen preciso de mi monomanía por “Aquarela do Brasil”, sin embargo, tendrá que buscarlo en el número 549 de la calle Barão de Capanema, en la elegante zona paulistana de Jardins: es ahí donde se alza el ya mítico restaurante D.O.M.

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Restaurante D.O.M.

Como puede apreciarse, la fachada es de una discreción absoluta: no remite precisamente a Pepe Carioca el bloque de hormigón gris cuyos dos amplios ventanales son protegidos de las miradas de los curiosos por persianas entrecerradas, y cuyos únicos otros dos elementos distintivos son el nombre del establecimiento, casi imperceptible, en la columna adyacente a la puerta, y la placa, pequeña y elegante, que lo ostenta como uno de los 50 mejores del mundo de acuerdo a la lista patrocinada por la compañía italiana de aguas San Pellegrino y publicada año con año por la británica Restaurant Magazine, en la que actualmente ocupa el sitio número 6.

Fue justo en razón de esa lista que llegué a D.O.M., aunque confesaré que no sin escepticismo. Pues si bien explorar su nómina me ha llevado a vivir algunas experiencias gastronómicas inolvidables –el hoy extinto elBulli de Ferrán Adriá en Roses, L’Arpège de Alain Passard en París– y a cultivar el orgullo chauvinista de que dos restaurantes mexicanos –Pujol de Enrique Olvera y Biko de Mikel Alonso y Bruno Oteiza– figuren en ella, también es cierto que me he llevado algunos chascos por seguirla, verbigracia ese Celler de Can Roca en Gerona que, pese de ocupar actualmente el primer sitio, se antoja perdido en los gimmicks –un helado que sabe a perfume, un pastel que respira– o ese Dinner londinense de Heston Blumenthal cuya presunta recuperación de recetas isabelinas y victorianas parecería más mercadotecnia que otra cosa. Así, no sabía que esperar al llegar aquí, si bien el sobrio interiorismo del arquitecto brasileño Ruy Othake –una sala casi monocroma, toda blancos y grises, cuya única ostentación es la triple altura del techo– y la reputación del chef Alex Atala –formado en Europa, se habría abocado a la transformación sutil de la cocina brasileña tradicional merced a técnicas francesas e italianas– me hacían cultivar esperanzas. D.O.M. no me defraudó.

Conocía muy poco de gastronomía brasileña –los restaurantes que con esa bandera han abierto en nuestro país han tendido a abusar de los cortes de mala carne ensartados en espadas– si bien los días previos que había pasado en Río me habían dado algunos punteros: recurso frecuente a la yuca y al palmito (así como a la fruta del árbol del que se extrae éste, llamada açaí, y al más conocido guaraná, amén de al mango, a la papaya, a la guayaba y a la piña), buen manejo del pescado, fritos ingeniosos –por ejemplo las coxinhas, de una masa a base de pollo y requesón moldeada de tal suerte a evocar un muslo–, algunas influencias árabes –el kepe es frecuente– y extraordinarios cortes de carne, que nada piden a los argentinos, acompañados con arroz blanco, o con frijoles, como en la justamente famosa feijoada. Una cocina sabrosa y sencilla, pues, marcadamente campesina.

Lo que mi mujer y yo degustamos esa noche parte justo de esa base pero también acaso de una vocación casi minimalista –“despojada” es la palabra a que recurre con frecuencia el crítico gastronómico mexicano Alonso Ruvalcaba– en que los nuevos sabores derivan en gran medida de la combinación inesperada de ingredientes harto conocidos. También hay en el trabajo de Atala un punto de osadía: así la propuesta de un Menú del Reino Vegetal –no apto, eso sí, para veganos– maridado con esencias de fruta en agua, que es por el que mi compañera de viaje se decanta, mientras yo opto por el menú de degustación cárnico de cuatro tiempos (hay también uno de ocho, y ésa es mi primera elección, pero nuestro mesero, cuidadoso de las formas, me sugiere optar por el más modesto en número, ya sólo para que ambos comensales abrevemos del mismo número de platos). Buena idea, pues en los grandes restaurantes la confianza no apesta y, tenedores voladores mediante, permite que ambos exploremos también –al menos parcialmente– el camino que ha elegido seguir el otro.

Primero, sin embargo, los panes, espléndidos aunque convencionales –alguno de centeno, y el mejor pão de queijo tradicional que probemos en cualquiera de las tres ciudades visitadas–, acompañados por un tarrón de jocoque –acaso un guiño al origen palestino de la familia Atala– y una crema con regusto a pescado o pescados (creo detectar anchoa pero también atún en el sabor) pintada como un brochazo en la fuente rectangular colocada al centro de la mesa. Comienzo yo con dos sabores que he probado ya en el viaje –nuez de Brasil y leche de coco– pero maridados a una porción de callo de hacha satinado, matizado el habitual poderío de su sabor por la delicadeza de la nuez. A Eunice toca, mientras tanto, un ceviche –es aquí casi tan frecuente como en Perú– de berenjena y alga, combinación osada de dos sabores fuertes que resultan complementarse admirablemente bien. Sigo yo con un frijol delicado –es el feijao manteiguihna o mantequilla, a medio camino entre el haba y la alubia– en una crema de col rizada, mientras a ella le es propuesto un palmito rostizado pero aun así jugoso, aderezado con anchoa. Sigo yo con un huachinanguito asado a la perfección y acompañado con arroz y alga, que evidencia los pininos de Atala en un restaurante japonés, y confieso lamentar que mi experiencia del risotto de champiñón guarnecido con inesperado berro se limite a un bocado. Después, nuestros dos menús confluyen en el que acaso sea el plato menos afortunado de D.O.M., redolente de exotismo manufacturado: una hormiga del Amazonas servida sobre una laja de piña; la combinación de texturas no es desagradable –la hormiga crujiente va bien con la piña jugosa– pero lo cierto es que algo hay en esto de provocación vacua. Mucho más satisfactorios resultarán entonces nuestros siguientes tiempos: para ella un fetuccine de palmito –perfumada la pasta misma con su esencia– con champiñones, para mí un camarón envuelto en col y arúgula, que le imprimen un frescor inusitado. Cierra Eunice con un cocido de vegetales en caldo de cebolla con crema agria francamente reconstituyente, y yo con el que considero el plato estrella de la noche –un jabalí horneado al caramelo y acompañado de yuca, todo redolencias de cacería y de consuelo invernal–, antes de volver a confluir ambos menús en un momento espectacular: el aligot, especialidad francesa que deriva de la mezcla de puré de papa con crema, mantequilla y queso –Tomme, en la receta original, sustituido aquí por el fresco queijo de Minas en honor al patriotismo– hasta obtener un masa elástica y delicada, una suerte de crema chiclosa que divierte en sus múltiples permutaciones físicas y constituye un espléndido cierre a lo salado. Los postres resultan también notables –un helado de calabaza y tapioca, un pastel de chocolate brasileño y papá acompañado con crema Chantilly perfumada a la miel– pero bien habrían podido no serlo: ya al momento del aligot sabemos que estamos ante un cocinero notable, uno que sabe trabajar los vegetales, que juega con los ingredientes locales y el vocabulario culinario internacional, que une en su arte el campo y la ciudad, el país y el mundo, lo familiar y lo provocador.

Es al término de esa cena memorable que, sin darme cuenta, empiezo a tararear con inconciencia original “Aquarela do Brasil”, descubriré después que en homenaje al colorido pero también a la transparencia –a la pureza, a la elegante simplicidad– de las creaciones de Atala. En ellas abierto el telón del pasado para traer a la negra madre del campo, en ellas la doña que camina por los salones arrastrando su vestido de encaje, en ellas las fuentes susurrantes donde sacio mi sed, donde la lunda viene a jugar, Brasil lindo y trigueño o, mejor, manioqueño.

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