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Melvin Cantarell Gamboa

21/12/2021 - 12:05 am

Sabiduría ¿para qué?

El uso de herramientas, por ejemplo, fue un saber que abrió el camino al desenvolvimiento de la tecnología, al mismo tiempo que hizo posible que la humanidad saliera de su estado de naturaleza y creara las condiciones para el desarrollo de la cultura.

Textos disponibles en librerías del Centro Histórico de la Ciudad de México.
“La filosofía no puede ser una sofística, tampoco se deduce de un arte de pensar con elegancia (ejemplo la filosofía de Platón), por el contrario, ha de ser un razonamiento acompañado de lucidez al servicio de un saber vivir y un proyecto práctico de vida cívica”. Foto: Daniel Augusto, Cuartoscuro

I

Felicidad es el personaje de Un corazón sencillo de Gustave Flaubert; ella es una mujer que no tuvo una buena situación económica y sus relaciones amorosas y afectivas jamás fueron correspondidas; sin embargo, siempre se mostró satisfecha y no reprochaba nada a la vida. ¿Qué dio a Felicidad la fortaleza suficiente para sobreponerse a sus aflicciones? Una vida llevada con sabiduría, no aquella que se identifica con la ciencia ni la que se acumula con la erudición, sino ese estado de madurez humana que corresponde a un modo de ser y vivir fundamentado en lo cotidiano, en prácticas y actitudes que permiten hacer de la existencia una vida buena, plena sin injusticias y soberana, a la que se accede con inteligencia, reflexión, claridad y coherencia porque se ha analizado, ubicado en el tiempo, el espacio y comprendido con lucidez. La lucidez es clave ya que explica y descifra la realidad por encima, incluso, de la conciencia.

Para empezar, es necesario hacer distinción entre sabiduría, filosofía, conocimiento científico y el saber hacer de la tecnología. La filosofía, las ciencias y la técnica se desarrollaron por la voluntad de mejorar y hacer más fácil la vida de los humanos. La sabiduría es otra cosa.

El uso de herramientas, por ejemplo, fue un saber que abrió el camino al desenvolvimiento de la tecnología, al mismo tiempo que hizo posible que la humanidad saliera de su estado de naturaleza y creara las condiciones para el desarrollo de la cultura.

El saber del pensamiento científico, que en la antigua Grecia se preguntó por el origen de las cosas, dio, entonces, respuestas abstractas, de carácter especulativo y desinteresado; se transforma revolucionariamente en el siglo XVIII europeo para dar lugar a los conocimientos científicos actuales fundamentados en experimentos sistematizados y metódicos, que fueron ligados a la tecnología y aplicados con carácter utilitario e instrumental en la industria con fines de lucro.

Durante dos siglos, cuando se puso en circulación la idea de progreso, se creyó que la ciencia y la técnica habían de llevar a la humanidad a la emancipación y a la felicidad; el paso del tiempo demostró que sólo fueron grandes ideales condenados al fracaso.

Lo que hoy denominamos globalización, como fenómeno planetario, sepultó para siempre esa ilusión y complicó de tal manera el avance de la sociedad, que aquel punto de partida que dio lugar a la modernidad ha desembocado en la destrucción de la naturaleza, en una desigualdad abismal entre personas, sociedades y países; la libre competencia que por un momento se pensó permitiría el desarrollo constante de las fuerzas productivas para satisfacer una mayor cantidad de necesidades se convirtió en el dominio sobre los otros (hombres, países y continentes enteros); la ganancia desorbitada de los pocos se concentró de tal manera que ha hecho imposible revertir la tendencia.

La ambición, la avidez de riqueza y lujo, así como la vanidad de poseer más que cualquier otro, (fama, gloria y honores) ha llevado a una lucha por ser el primero en acumular una fortuna de 200 mil millones de dólares o tener una empresa valuada en un millón de millones de dólares; efectivamente estos “logros” dan un estatus superlativo, pero, a fin de cuentas, tal notoriedad, por las condiciones en que vive más del 99 por ciento de la población del mundo, sólo puede ser el objetivo de individuos malvados.

Por otro lado, el filósofo sabe que no sabe y para salir de su ignorancia busca el saber; sin embargo, su saber es cerebral, erudito, arrogante y se agota en el intercambio de productos mentales, característica propia del diálogo académico moderno, cuyas teorías meramente conceptuales llevan a los intelectuales por el camino de la ambición de poder y el deseo de figurar.

Lo que hoy conocemos como filosofía, con su ideología de fines y racionalizaciones, ha vuelto la espalda a la sabiduría de los primeros filósofos existencialistas y materialistas que vivieron como pensaban y no separaron lo que decían de lo que practicaban. Ahora el filósofo es un especialista en conceptos, amigo del concepto y está bajo el poder del concepto no de la sabiduría.

Tomo como ejemplo el libro Qué es la filosofía de los franceses Gilles Deleuze y Félix Guattari, publicado hace algunos años por Editorial Anagrama; según estos autores la filosofía es la disciplina que consiste en crear conceptos siempre nuevos; corresponde, en consecuencia, a su creador acompañarlos de su firma y ha de confiar, al momento de filosofar, sólo en los conceptos que ha creado y, puesto que estos cambian constantemente tendrán vigencia en tanto él u otro no inventen aquellos que los substituyan, pues están fechados, formados, bautizados y, por tanto, sometidos a las exigencias de la renovación, substitución y mutación, lo que les confiere una existencia y también un modo de morir, pues el concepto remite siempre a un problema o un grupo de ellos; en consecuencia, si el problema se modifica, el concepto correrá la misma suerte. De este jaez es el reino de la actual filosofía oficial.

A partir del siglo XII en Europa, con la decadencia de la escuela monástica, surge la Universidad y con ella el filósofo como artista de la razón (Kant), que ya no se interesa más que en la pura especulación, todo lo reduce a su contenido conceptual. Si en la antigüedad la filosofía estaba dirigida a transformar a los individuos con el objeto de conducirlos a la reflexión sobre su modo de ser con la finalidad de adquirir un saber que les permitiera planear una mejor forma de vida, más plena, satisfactoria y alegre, ahora la Universidad, a cambio de que los aspirantes a filósofos escuchen a sus docentes y repitan los conocimientos conceptuales inculcados, les entregará diplomas, certificados o títulos expedidos por una autoridad superior.

De ahí que la filosofía sea inocua, que ya no perjudique ni dañe a nadie, mucho menos la estupidez humana; los profesores, ya no filósofos ni sabios, imponen criterios objetivos, políticos o de poder, todos ajenos a la sabiduría que pudiera cambiarnos la vida. Las escuelas, pues, han dejado de formar filósofos, ahora producen funcionarios (Onfray) que van a formar otros funcionarios cuya carrera está condenada a la perdición intelectual y moral; leer o hacer la exégesis de un autor no convierte a nadie en filósofo, por eso me niego a llamar filósofos a los profesores que sentados en una cátedra se conforman con especular, valiéndose de la metafísica, sobre preguntas como: ¿Qué es lo real? ¿Qué es el espíritu humano? ¿Qué podemos conocer? ¿Qué es la verdad? ¿Qué es el mal? ¿Por qué existe algo en lugar de nada?

Preguntas superfluas si se hicieran la que da sentido a todo saber o conocimiento humano: ¿Para qué? Entonces, la respuesta correcta no saldría jamás de ninguna especulación teórica, abstracta o conceptual, pues tal cuestionamiento obliga a soluciones existenciales ya que responde a preocupaciones reales.

Si nos remitimos a la historia de la filosofía, los filósofos materialistas-existencialistas de la antigüedad, como Diógenes de Sinope o Epicuro perseguían fines concretos. Diógenes buscó curar a los hombres de su necedad, estulticia y estupidez; Epicuro trató de conducirlos a una vida serena y transfigurada en el sosiego, la paz del alma y la calma; no redujeron su magistratura a informar o llenar la memoria de sus oyentes, pues no hay nada más nocivo, decía Miguel de Montaigne, que basar la educación en la autoridad del profesor o de los autores que comenta.

La sabiduría que nos falta proviene de ejercicios que han de desembocar en un trabajo de autoformación que, en el caso de la enseñanza filosófica, ha de ofrecer un acercamiento a las cosas importantes de la vida: preocupaciones, sufrimientos, angustias y miedos, pues, ante esta realidad abrumadora, la sabiduría, que no la filosofía, puede ofrecerle a la persona la oportunidad de darse una existencia con vistas a la creación de un sí mismo como subjetividad feliz; pues el testimonio más seguro de la sabiduría es un gozo constante interior, reposo, bienestar y  serenidad. El maestro de filosofía no amaestra, no domestica sobre ningún dogma, sobre ninguna verdad o una doctrina filosófica en particular. El filósofo ha de ser siempre un espectador distante y sonriente del mundo, que vuelve la espalda al poder, la ambición y la autoridad; que provoca e inquieta al hombre enfermo de no saber vivir, pues mantiene, en toda ocasión una postura vital, sin perder de vista que el discurso filosófico es apenas un ejercicio preparatorio para la sabiduría como modo de vida.

Prueba irrefutable de lo difícil que es alcanzar la sabiduría es que muchos de los que se han jactado de ser amantes de ella y se adjudican el título de filósofos fueron en rigor meros sofistas, retóricos que defendieron ideas propias que resultaron falsas y/o insensatas pese a la brillantez de su estructura intelectual y la elocuencia de su creador; condiciones que reunidas son requisito indispensable para el lucimiento de cualquier demagogo, pero inútiles para vivir bien. La filosofía no puede ser una sofística, tampoco se deduce de un arte de pensar con elegancia (ejemplo la filosofía de Platón), por el contrario, ha de ser un razonamiento acompañado de lucidez al servicio de un saber vivir y un proyecto práctico de vida cívica. Los no sabios, la mayoría de los filósofos, hablan bien sin saber vivir bien, porque enseñan una cosa y practican lo opuesto, su vida, pues, carece de coherencia entre el ser y pensar.

Citaré sólo dos casos que tengo a la vista: Séneca, conocido por sus obras morales, escribió contra la riqueza, era un apasionado de la virtud y la paz social, sin embargo, fue un hombre ligado al poder, agiotista, político corrupto; cómplice del emperador romano Nerón, quien fue su pupilo y con quien participó en perfidias, intrigas y crímenes. El filósofo fue un hombre de palabras y libros, pero lo que escribió fue muy distinto de lo que hizo.

El otro es el emperador-filósofo Marco Aurelio, quien escribió para sí mismo no para publicar, cuando hoy leemos sus Confesiones aprendemos sobre la serenidad, la probidad, la vida simple, la paciencia, la benevolencia, la dulzura y muchas, muchas otras cosas que tanta falta hacen al género humano; pero la vida de Marco Aurelio sigue una lógica aterradora: nunca logró vencer sus violentos arrebatos, su arrogancia real y deseos de gloria; asesinó, declaró que la emancipación de los esclavos y gladiadores por aclamación popular no son legales, puso las fuerzas del orden, el ejército y la policía al servicio de los intereses de ricos y propietarios; prohibió que se emancipara a los esclavos, justificó la tortura, permitió el tráfico de personas con la compra y venta de gladiadores, consintió que sus tropas exterminaran a pueblos enteros, estas y otras tantas inequidades se abonan a su nombre. Diógenes de Sinope diría de Marco Aurelio que fue un Emperador que nunca fue emperador de sí mismo. Entonces ¿quién puede ser llamado un verdadero sabio? (continuará).

Melvin Cantarell Gamboa
Nació en Campeche, Campeche, en 1940. Estudió Filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Es excatedrático universitario (Universidad Iberoamericana y Universidad Autónoma de Sinaloa). También es autor de dos textos sobre Ética. Es exdirector de Programas de Radio y TV. Actualmente radica en Mazatlán, Sinaloa.

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