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Jorge Javier Romero Vadillo

24/02/2022 - 12:04 am

¿Honestidad valiente? ¡Valiente desfachatez!

El Presidente de la República se vanagloria cotidianamente del fin de la corrupción, pero sus dichos no resisten el menor contraste con los hechos.

Por más que el Presidente perore, este Gobierno ha sido especialmente corrupto, en un país donde la corrupción ha sido parte del entramado institucional informal desde su surgimiento como Estado. Foto: Daniel Augusto, Cuartoscuro.

El tópico más reiterado del discurso de López Obrador –tan cargado de tópicos reiterados que si los reporteros quisieran sacar provecho de las las cantaletas matutinas del Presidente podrían hacer su propia lotería diaria, a ver a cuántos le atinan, como sugiere un meme difundido por el mordaz Alejandro Pisanty– ha sido el de su pretendida honestidad. La justificación primigenia de sus actos es su cruzada cuasi religiosa contra la corrupción, mal endémico de la vida pública mexicana que, sin duda, requiere grandes remedios. Sin embargo, su gobierno ha sido tan ineficaz en esta materia como en prácticamente todas las de la gestión pública, incluidos sus preciados programas de distribución de dinero para atender la pobreza.

El Presidente de la República se vanagloria cotidianamente del fin de la corrupción, pero sus dichos no resisten el menor contraste con los hechos. La revisión de la Cuenta Pública de 2020, recién publicada por la Auditoria Superior de la Federación, ha mostrado irregularidades multimillonarias, sobre todo en los caprichos presidenciales en infraestructura y programas sociales. Es notable el desaseo de los recursos orientados al combate de la pandemia, donde se volcó el desprecio de López Obrador por el conocimiento científico y el manejo técnico de los problemas, aunque todavía queden por ahí los defensores de las capacidades del inefable López Gatell.

Para seguir con los tópicos, no es baba de perico que el monto de los desvíos y malos manejos llegue a 60 mil millones de pesos, ¡tres mil millones de dólares! Pero que más del cinco por ciento de ese monto corresponda a la opaca gestión de la pandemia es abominable. El Presidente tomó la decisión de acabar con el Seguro Popular porque, según él, ni era seguro ni era popular. Lo sustituyó con el INSABI, supuesta base para alcanzar en pocos años un sistema de salud como el de Dinamarca. Pues resulta que los malos manejos en esa joya de su corona de aspirante a monarca ascienden a la friolera de dos mil 561 millones de pesos.

La peor corrupción de este gobierno ni siquiera radica en los desvíos económicos, los contratos opacos y el evidente uso clientelista y electorero de los programas sociales. La más grave de las corrupciones es la del fraude que se le hace al país con políticas públicas basadas en caprichos y ocurrencias y con la ineptitud de funcionarios que ni siquiera saben lo que tienen que hacer.

La política de salud es un desastre no tanto por sus garrafales errores financieros y las persistentes raterías, sino por su criminal ineficiencia, que ha generado escasez de medicamentos como no hubo en décadas. Tampoco faltan las corruptelas tradicionales: grandotas, como los 1,600 millones de pesos pagados por unos ventiladores a los que el viento se llevó, y chiquitas, de la friolera de 40 millones de pesos en mascarillas que nunca se entregaron.

En España, por una comisión de poco más de un millón de pesos cobrada por el hermano de la Presidente de la comunidad de Madrid por unos cubrebocas durante la pandemia se ha desatado tremendo órdago en la dirección del Partido Popular. Aquí nadie es responsable por nada de lo que ocurre dentro de la caja negra en la que opera el actual gobierno.

Desde principios de 2020 hasta ahora ha habido 700 mil muertes más de las estadísticamente esperadas –la mayoría resultado del indolente manejo de la pandemia, en lo sanitario y en lo económico–, pero otra buena parte es posible atribuirla a la falta de medicamentos y al difícil acceso al sistema de salud público, destartalado desde antes, pero cada vez más lejos del estándar danés fijado por el “primer mandatario”, como se decía antes, aunque entonces como ahora en realidad fuera el primer mandón.

Las pésimas cuentas que puede rendir este gobierno son resultado del desprecio por las instituciones que siempre ha distinguido a López Obrador. Las reglas son un estorbo para el gran timonel que aspira al triunfo de la voluntad. Los controles burocráticos son una impedimenta para el despliegue de su gran proyecto de transformación, modelo completo de la sociedad eutópica contenida en su formidable cabeza. Esa iluminación lo convierte en la voluntad general misma, en la encarnación del pueblo, como lo ha llamado la panda de aduladores presidenciales que integran la bancada de MORENA en el Senado.

Los dislates retóricos del Presidente y sus turiferarios, motivo justificado de alarma y repugnancia, no son nada frente a los disparates de la gestión administrativa de este gobierno. Improvisación, desprecio por los funcionarios de carrera, reacciones para salir del paso a las ocurrencias presidenciales. Así funciona el gobierno que usa la pomposa marca “Cuarta Transformación”, pero que en realidad ha sido un proceso de demolición de estructuras estatales, algunas contrahechas, pero otras bien fundadas, para sustituirlas por la arbitrariedad y el capricho, cuando no por el estamento militar.

Durante este gobierno no ha avanzado ni un ápice el desmantelamiento de la corrupción sistémica. Por el contrario, se ha retrocedido en el desarrollo institucional del aparato anticorrupción. Como bien señala Edna Jaime, habíamos avanzado en la construcción de un sistema normativo que había que echar a andar. Pero López Obrador despreció el proceso institucional desde su diseño, nunca le ha gustado ni siquiera la transparencia, mucho menos un sistema de incentivos que no dependa de la voluntad presidencial, y se ha dedicado a debilitar los contrapesos y los mecanismos de rendición de cuentas, como lo muestra su descarnada fobia por los órganos constitucionales autónomos.

Por más que el Presidente perore, este Gobierno ha sido especialmente corrupto, en un país donde la corrupción ha sido parte del entramado institucional informal desde su surgimiento como Estado. La imagen de los durmientes fracturados del ferrocarril transístmico, en medio del paisaje de una obra desastrada, puede pasar a la historia como el emblema del paso de López Obrador por el gobierno de México.

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.

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