Las venas abiertas de la solidaridad

25/10/2016 - 12:30 am
Foto: Cuartoscuro
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Hace 10 días manejaba por las calles de Juárez, me descuidé al pasar un crucero y un vehículo que venía por la derecha acabó por impactarme.

El cinturón de seguridad se zafó y aunque la bolsa de aire me salvó de pegar contra el volante, me arrojó hacia la ventana del copiloto y después contra la puerta, dejándome inconsciente.

Dos horas después recobré el conocimiento: estaba en un hospital, en el Centro Médico de Especialidades y Servicios Médicos de la UACJ asumió mi tratamiento, a pesar de que estoy impulsando junto con decenas de profesoras, un reclamo de equidad de género en su interior.

Sentí un cálido contacto en mi mano izquierda y al voltear me encontré con los hermosos ojos de mi nieta adolescente, que me tomaba de la mano con toda la ternura del mundo.

El médico me informó que sufrí una leve contusión cerebral y la fractura del antebrazo derecho. Tendría que quedarme.

Me angustié porque es la primera vez que estoy internado en un hospital y acostumbro enfrentar mis padecimientos ocultándolos, incluso a mis familiares.

De un momento a otro me encontré rodeado de mis hijos y mis parientes políticos, con mi esposa, médica retirada, a cargo de organizar el operativo en torno a mi accidente. Sentir el cobijo solidario de los cercanos me sorprendió y, en ese momento, me infundió ánimo.

Pensaba que iba estar solo porque ellos son profesionistas de tiempo completo y muy ocupados, pero los varones, León y Alejo, incluso me acompañaron en las noches aunque tuvieran que trabajar el siguiente día.

Eso era para mí explicable: llevan mi ADN.

Después llegaron los integrantes de mi despacho y supe que ellos, con apoyo de mis sobrinos, habían resuelto lo jurídico del incidente: reconocido los daños, reunido el dinero, pagado y así evitado la detención preventiva. Estaba libre.

Les agradecí con un “siempre sí son útiles”, que recibieron con una amplia sonrisa.

“Va a durar varios días internado”, dijo el médico, y yo, que he llevado múltiples casos por negligencia médica contra esta institución, me preocupé. Pensé de inmediato en todas las torturas que había denunciado en mis asuntos. Ahora yo seré la víctima de enfermeras y doctores, pensé.

Pero no fue así. A mi habitación llegaron las enfermeras y enfermeros que se harían cargo de los diferentes deberes en torno a mi cuidado y me sorprendieron; eran animosos y alegres, trasmitían optimismo al cumplir con su trabajo con calidez; sólo la encargada de la limpieza entró un poco hosca, pero cuando la traté amablemente cambió su actitud y después se convirtió en un gran apoyo moral. Ella y la cocinera, que guisa rico, me recordaron a mi madre.

Era el turno de fin de semana, con turnos de 12 horas de trabajo por 12 descanso, y uno de los trabajadores se vio obligado a repetir el turno y realizar lo propio el día siguiente, trabajó 36 horas seguidas y nunca perdió la amabilidad ni el estilo juvenil: llegaba, me jugaba y aceptaba una broma y me ayudaba a resolver los pequeños grandes problemas de un internamiento.

Tres enfermeras más estuvieron girando por mi habitación y nunca usaron la famosa y terrible frase “es política del hospital”, es más, se esforzaron por flexibilizarlas y charlar conmigo sobre el trabajo, la universidad y la vida en general. Una de ellas especialmente, era una castañuela alegre y eficaz que tenía seis años trabajando ahí todos los fines de semana, lo que le permite tener otro trabajo entre semana para completar los gastos del hogar. “Hay que ponerle al jale, mi lic”, me dijo.

La experiencia de las jefas de enfermeras era impresionante, saben todo y cómo resolverlo, con órdenes exactas y puntuales.

Quiero confesar que no soy fácil de tratar y menos cuando me siento limitado, pero tuve cuidado de moderarme con los trabajadores. Los que resintieron mis reacciones fueron mis hijos, una de ellas se molestó mucho por mis actitudes; públicamente le pido perdón.

Volviendo a los enfermeros y enfermeras, advierto que muchas veces tardaron en llegar, cometieron pequeños descuidos, dijeron frases inconvenientes y en sus atenciones me causaron dolores, hechos que he usado en otras ocasiones en mis litigios por mala práctica.

Pero ahora que estuve ahí pude valorar lo que ellos hacen todo el día, atendiendo a 10 o 20 pacientes. No es sólo un trabajo, es la manifestación cotidiana de la solidaridad humana que caracteriza a las enfermeras y trabajadores hospitalarios mexicanos.

Gustavo De la Rosa
Es director del Despacho Obrero y Derechos Humanos desde 1974 y profesor investigador en educacion, de la UACJ en Ciudad Juárez.
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