Emiliano Monge: “No hay una masculinidad sana, el machismo no lo permite”

27/10/2018 - 12:04 am

En su gran novela familiar, autobiográfica, luego de haber escrito novelas que tienen que ver con México y su destino violento, el autor desenvuelve “la intimidad, que está completamente descompuesta”. En No contar todo (Literatura Random House), Emiliano acusa a muchas de las violencias nacionales en las familias disfuncionales que nos caracteriza.

Ciudad de México, 27 de octubre (SinEmbargo).- El autor Emiliano Monge es una de las voces más destacadas de la literatura mexicana contemporánea. Forma parte de esos nuevos escritores que sin mucha prisa, pero sin pausa, sin hacer demasiado ruido, están escribiendo la historia de este país. Desde Fernanda Melchor a Jazmina Barrera, desde Juan Pablo Villalobos a Xitlalitl Rodríguez Mendoza, Monge acusa a México y pretende cambiarlo con su literatura.

Después de todo, un libro es un libro y quién sabe si cambiará algo, pero mientras tanto en No contar todo (Literatura Random House), una novela casi oral, ese dedo acusador es contra el machismo, contra el patriarcado, que tanto nos duele y con el que a veces sentimos que no podremos escapar.

La historia del abuelo, del padre y del propio escritor, aparece como la gran escinsión: “la primera vez que uno se da cuenta de lo que quiere en la vida es distinto de quienes los demás nos asignan como personaje en el seno familiar”.

Emiliano Monge (México, 1978) es politólogo y escritor. Publicó el libro de relatos Arrastrar esa sombra (2008), finalista del premio Antonin Artaud y el libro de cuentos La superficie más honda; las novelas Morirse de memoria (2010), El cielo árido (Literatura Random House, 2012), ganadora del XXVIII Premio Jaén de Novela y del V Premio Otras Voces, Otros Ámbitos y Las tierras arrasadas (Literatura Random House, 2015), ganadora del IX Premio Iberoamericano de Novela Elena Poniatowska y el libro infantil Los insectos invisibles (2013).

–Es una novela oral, ¿verdad?

­–Sí, es muy oral. Me costó muchísimo encontrar las voces o desde dónde contarla. Quería que los tres personajes fueran contadas con una voz distinta. El abuelo, con una primera persona, porque era el más distante y la primera persona siempre acerca; el padre en una segunda persona, con el que mantengo una distancia media emocional y la segunda persona es la distancia media literaria. Y yo, Emilio, en tercera persona. La tercera persona me permitía poner una distancia entre la historia, los personajes y el Emiliano escritor. Para que no fuera ese tema de la “autoficción” que me da como repeluz.

­–Hablar de uno como habla Maradona

–¡Y cómo habla Hugo Sánchez!

–¿Por qué la “autoficción” te da tanto repeluz?

–Bueno, no se puede generalizar, no toda la autoficción tiene el defecto que yo le veo y es la no existencia del narrador. El escritor cuenta la historia sin colarla por ningún narrador y cuando uno lee el texto reconoce la voz de la persona que lo escribió. Eso le hace mucho daño a la literatura. Después, porque creo que la autoficción hace una trampa, en literatura puedes partir de la verdad, el periodismo, la crónica, en la novela de no ficción o puedes partir de la verosimilitud. Lo que no puedes hacer es jugar con que te pasas de la verdad a la verosimilitud cada cuatro o cinco páginas.

En la masculinidad nunca dudas, dice Emiliano Monge. Foto: SinEmbargo

–Por otro lado, cuando termina el libro no sabes dónde está la verdad y dónde está la ficción, pero te aclaro que todos los libros de Emmanuel Carrere me apasionan

–A mí también, pero yo no diría que los libros que hace Carrere son de autoficción. Y lo platiqué con él en la Feria del Libro de Guadalajara. Él mezcla dos historias, lo que está contando y la propia, él asumido como personaje directo, como narrador.

–¿Todo lo que pasó en No contar todo es real?

–Todos los hechos son reales. Mi madre, que no quería leer el libro, no le hacía falta leerlo, así dijo. Pero ahora que salió el libro, lo compró y lo leyó en dos días. Y la primera frase que me tiró fue “te guardaste toda la verdad para un librito”.

–Es decir que tu abuelo murió dos veces e hizo explotar la cantera de su cuñado

–Lo primero que quise escribir en la vida fue la de mi abuelo haciéndose un muerto. Pasó el tiempo, escribí cosas y decidí contar la historia de mi abuelo y mi padre yéndose a Guerrero, abandonando una familia y luego abandonando a una segunda familia que somos nosotros. Tampoco era una novela las dos historias juntas. Me costó muchísimo hasta entender que la novela tenía que ser de tres y poner en perspectiva esa masculinidad fallida, la necesidad de huir, la verdad y la mentira…Demostrar que todo esa era verdad si también estaba mi historia.

–¿Tú dices que era es el más débil?

–Sí. La debilidad es porque nací enfermo, mal de salud y pasé tantos años en hospitales que afuera. Ya daba igual que hiciera lo que hiciera, incluso que haya escrito este libro, para ellos siempre seré el débil. Hubo una vez que mi padre estaba trabajando en su estudio y yo entré y él estaba apurado con un bloque de granito. Le dije: -Te ayudo y se rio. Su respuesta fue morirse de risa.

–¿Tus hermanos qué dijeron?

–Mis hermanos se divirtieron mucho, lo gozaron mucho. Ellos no se podían parar de reír, siguen sin creer que no entrevisté a mi padre. A Ernesto, el más grande, lo impresionó más porque hay partes más fuertes de su vida, la parte en que se saca los huesos de la nariz después de la pelea, la parte de la esquizofrenia, es más duro. Pero a los dos les sirvió mucho. Yo fui el único con el que mantuve con mi padre un sentimiento de ruptura, hace cuatro años, de mandarlo a la mierda. Ahora, mis hermanos están enojados, fruto del libro y mi padre se agarró un avión y le vino a pedir perdón a mi mamá.

–¿A tu padre entonces le conmovió el libro?

–Mi padre tuvo una reacción muy humana, sorprendente para él. Hace unos años hubo un episodio muy fuerte, de ruptura y lo que se recompuso después no fue una relación de padre-hijo, sino de una relación de cultura, de escritura, de amigos, con mucho cariño. A él le llevé el manuscrito. Lloró mucho y pudo leerla como lector. Que él no me pediría que le quitara algo a la novela, porque significaría que yo llegara a su estudio y le pidiera que modificara una escultura. Así fuimos, así somos y creo que al final te ganó el amor porque podrías haber sido más duro conmigo, fue lo que me dijo.

–Esta novela tan personal, autobiográfica, ¿qué cosas te emparientan con México? Siempre estás preocupado por tu país

–Para mí era importante que funcionara conectado con México. Desde la formación de narcoestado en Sinaloa, la guerrilla de Genaro Vázquez, hasta la huelga de la UNAM del 99. Es una familia perdida en el machismo sinaloense, esa herencia de una violencia masculina, que genera una primera escisión y es la de la primera vez que uno se da cuenta de lo que quiere en la vida es distinto de quienes los demás nos asignan como personaje en el seno familiar. Es una distancia enorme y esa distancia la seguimos reproduciendo en lo social. En lo social llevamos todas esas cargas de violencias, de la intimidad violenta y es la que genera las violencias sociales.

–Crees, por ejemplo, ¿qué el atentado de Crimea tiene una sustancia de violencia familiar?

–No sé, porque hay casos psicopáticos. Pero sí es cierto de muchos casos que son consecuencia de la familia. Hay pocos países en el mundo, como México, que tenga familias tan disfuncionales. La forma en que vivimos la familia es completamente errónea. La intimidad está completamente descompuesta porque no hay una masculinidad sana, el machismo no lo permite. Vivir tan mal la masculinidad da lugar al machismo, a la violencia mexicana. Si no fuera una violencia tan machista podríamos relacionarlas con otras cosas, pero es una violencia tan machista, el asalto callejero, todos los crímenes, se relacionan con muchas familias mexicanas. Me sorprende, cuando soy jurado en concursos de premios de novela, nueve de cada diez cuentan algún caso de violencia familiar machista. Son historias de familias hechas mierda.

–La familia igual en México está primero que la amistad

–Lo que creo es que hay una obligatoriedad. No sé si es tan así. Estoy seguro de que todos tus amigos nunca te dirán que no quieren pasar la Navidad con su familia, pero la tienen que pasar ahí. Ese día es un teatro. Es jugar a la familia. A la semana, si te pasa algo, le hablas a un amigo, no le hablas a tu familia.

–En este libro ingresas a un nuevo estadio de la narrativa

–Es probable, tú decías que era una novela oral y es así, la segunda persona crea la ilusión de oralidad. El diario es una forma primigenia de escritura y también una forma última de la oralidad. Es una frontera entre la oralidad y la narrativa. Eso es un cambio, yo jamás había hecho algo así. Esta novela la necesita. Hay cosas muy de Pinter y de Beckett. Siempre digo que las influencias es todo lo que has leído. Pienso en mis primeros intentos de imitar a Harold Pinter hace años con los largos silencios de los personajes o esa frase de Samuel Beckett, en una de sus últimas entrevistas, que decía que él había dedicado la vida entera para encontrar su silencio. Una frase en la que siempre he pensado.

–Cuentas los pecados de los personajes, incluso tú

–Es que esa es la clave de por qué tenía que contar la historia también con la mía. Para poder contar a mi abuelo y a mi padre de manera íntegra, tenía que contar las mías. Para que no pareciera una venganza, un ajuste de cuentas. Hay toda una serie de cosas que heredamos de nuestra familia, sin darnos cuenta y la novela se trata de eso. Esa herencia tenía que llegar hasta mí para poder hablarla. La masculinidad, la herencia de ese tipo, la incapacidad para relacionarse de manera sana con la verdad y con la mentira, la incapacidad de querer sin desear que te quieran más, todas esas cosas, conforman ese hilo. Es una novela de esa hebra. Ahora bien, lo que está en huelga es mi masculinidad y de eso me doy cuenta ahora. Estoy muy revolcado.

–La novela es una novela, más allá de “tu” novela

–Sí, claro y cuando te refieres a que la Guerra del Narco es totalmente machista es así. Felipe Calderón jamás se va a preguntar si se equivocó o no. La masculinidad es nunca dudar. Uno piensa en la educación machista que nos dan en el marco de la familia y lo primero que se viene es la violencia física, pero no es la violencia física lo que reproducimos hombres y mujeres. Es la intimidad lo que más vulnerado sale. Dudar es de mariquitas. ¿A quién se le ocurre que el hombre va a llorar? Esa aniquilación del sentimentalismo, de la naturalidad hacia el sentimiento y hacia el pensamiento, es el machismo de nuestra familia.

–Y todos estos machos que gobiernan el mundo, Bolsonaro, Macri, Trump…

–La frase más terrible de Trump fue decir que “es una época muy difícil para ser hombre”. ¿Por qué? Porque las mujeres tomaron el micrófono. Las mayorías están completamente desideologizadas. La mayoría vota con el coraje, con lo que no son ustedes, ahí esta el gran choque cultural del siglo XXI. El feminismo, por ejemplo, se critica que el feminismo no es radical, creo que el único problema es que no es tan radical como debiera.

–¿No te hubiera convenido ser como Salinger y desaparecer después de la publicación de la novela?

–Claro. ¿Te crees que no? Me llamó Claudio López, el editor, y le dije que no quería hacer prensa. Obviamente me mandó a la mierda. ¿Cuántos libros se venden por la prensa? Dime la verdad, le dije. No sé, no importa, serán 20 libros. Bueno, si son 20 libros yo los compro, le contesté. Y él me colgó.

–Me encantan todas las voces que has encontrado en el libro. Es una técnica, ¿volverás a ella?

–Ahora, el proyecto en el que estoy, tiene 60 narradores y es una novelita de 100 páginas, ¡con 60 narradores!.

La familia mexicana es contar México. Foto: Especial

Fragmento de No contar todo, de Emiliano Monge, con autorización de Literatura Random House

“¡Rasputín, Monge Maldito!” Con este titular, acompañado por el retrato de mi abuelo en primera plana, abrió su edición el primer periódico de nota roja de la ciudad de Culiacán, Sinaloa, el 13 de marzo de 1962.

Cuatro años antes, apenas unos días después de que el último de sus hijos cumpliera los siete años, mi abuelo se había levantado de madrugada, se había bañado con agua helada, había desayunado los restos de la cena anterior —sin encender ninguna luz de la casa, le gustaba recordar a mi abuela— y se había marchado, convencido de que lo hacía para siempre.

Una hora más tarde, con el sol todavía escondido tras la Sierra Madre, Carlos Monge McKey llegaría a la cantera que por entonces regenteaba y que pertenecía al hermano de su esposa, es decir, de mi abuela, Dolores Sánchez Celis. Ahí estacionaría su camioneta, se bajaría empuñando una linterna, comprobaría que no hubiera nadie más en aquel sitio y dirigiría sus pasos hacia su minúscula oficina, donde lo esperaba el cuerpo del hombre que la tarde anterior había comprado.

Con el cadáver echado sobre un hombro, cargándolo más como un tablón que como un bulto, Carlos Monge McKey, quien dejaría muy pronto de usar su primer apellido, quedándose tan sólo con el que heredara de su madre, volvería sin prisa hasta su vieja camioneta. Allí, embebido de coraje por no haberlo previsto —era incapaz de apartarse de la tradición de estallidos repentinos de su estirpe—, se vería obligado a hacer crujir las coyunturas y a romper no pocos huesos del occiso, cuyos despojos ya había reclamado el rigor mortis.

Quizá porque a mí —que lucho contra el ángel vengador que el apellido me impusiera intentando negarle a cada acto, cada instante que comparto y cada sentimiento que demuestro ante los otros la seriedad que ellos erigen como templos— me habría sucedido, siempre he querido imaginar que en aquel instante fundacional, mientras mi abuelo se peleaba contra el nervio de la muerte, fue capaz de poner pausa a su coraje y de reírse.

Reírse de sí mismo forzando, por ejemplo, una comparación en la que otro forzaría una consecuencia: que Carlos Monge McKey, a punto de convertirse en otro hombre, destrozando las rodillas de un muerto cuya muerte será siempre un enigma, sonrió evocando a su abuelo: aquel carnicero que, a finales del siglo XIX, abandonó Irlanda y la familia que ahí tenía para marcharse a California. O para cambiar el escenario de sus días: ¿cómo explicar, si no, que varias semanas después desembarcara en Sinaloa y se quedara a vivir en aquel sitio, para él hasta ese día inexistente, peor aún: ni siquiera imaginado?

Pero aunque Carlos Monge McKey terminaría siendo un hombre de reírse a carcajadas y de hacer también reír a otros hasta el borde del desmayo, según me contarían sus compañeros del asilo en donde yo mismo habría de recoger las cosas que él atesoraba —un frasco lleno de canicas, los retratos de media docena de mujeres, dos mazos de tarot, un cartucho de dinamita, una bolsita llena de cenizas, un puñado de credenciales expedidas a nombres diferentes, los remedos de las tres libretas incompletas que querrían haber sido un diario, una pelota de beisbol firmada por varios jugadores de los Astros de Houston, una caperuza de cuero diminuta, los zapatos que mi abuela calzó el día que se casaron y un frasquito lleno de piedras biliares—, Carlos Monge McKey aún no lo era.

Así que no, no consigo imaginar a mi abuelo riendo al empotrar un muerto en el que había sido su asiento. Porque a pesar de que estaba emocionado, Carlos Monge McKey se mantenía circunspecto mientras colocaba las manos del occiso en el volante: los años de actuación habían sido demasiados y todavía llevaba puesta la máscara elegíaca que los hombres rotos al nacer siempre utilizan. Y es esta misma máscara la que permitirá que mi abuelo saque su pistola, la enfunde en el cadáver, quite el freno y deje que su vehículo descienda la pendiente, de tierra seca, dura y pedregosa, hasta empotrarse en el precario polvorín de la cantera.

Instantes después, con la indolencia de los hombres que conocen el temperamento de la pólvora, con la alegría contenida de los seres que se convencen de estar dándole la vuelta a su destino, Carlos Monge McKey caminará hasta el lugar del accidente, colocará una carga de explosivos en su vehículo y desenrollará el carrete de la mecha, alejándose de nuevo, y esta vez, quizá, sonriendo: estaba a punto de estallar el hombre que había sido por designio, por herencia, porque sí.

Guarecido detrás de un enorme bloque de granito, mi abuelo deja el carrete un momento, mete la mano, aquella que no carga la linterna, en su bolsillo, saca un minúsculo paquete, enciende el cerillo que crepita entre sus dedos, lo acerca a la punta de la mecha, ve correr la chispa, casi viva, sobre el suelo y contempla la explosión como contempla el mar quien por primera vez lo tiene enfrente.

Tras el fuerte estallido, que sin embargo no escucha nadie más pues la cantera está a medio camino de llegar a ningún sitio, mi abuelo observará el ascenso de las llamas un buen rato y verá después cómo las sombras se retiran de la tierra, dejándole lugar a la mañana. No habrá de irse hasta pasadas un par de horas: necesitaba estar seguro de que no quedara nada que no fueran las certezas de su muerte.

Y por supuesto no hubo otras certezas. O por lo menos no en el comienzo: no durante trece, catorce o quince meses. Entre otras cosas, porque el día de la primera de las muertes de mi abuelo, los peritos que llegaron hasta el sitio del desastre, con quienes había hablado personalmente su cuñado, Leopoldo Sánchez Celis, gobernador constitucional del estado de Sinaloa, encontraron, entre todo el trocerío, la pistola retorcida y chamuscada que Carlos Monge McKey siempre había llevado al cinto. Un arma que su familia y sus amigos habían visto cien mil veces.

Pero esto que aquí apenas he esbozado no es lo que importa. Éstos solamente son los acontecimientos. Y los acontecimientos nunca son la historia. Ni siquiera los hechos son la historia. La historia es la corriente invisible que mueve todo en el fondo. La historia es por qué mi abuelo intuía, como lo haría un animal, que tenía que marcharse. Igual que mi padre tuvo, muchos años después, que hacer lo mismo. Y como yo hice llegado mi momento.

Aquí la historia, escondida en los sucesos y eventos que la envuelven, como envuelve el corazón de una cebolla cada una de sus capas, es una impresión. El esbozo de un latido: un presentimiento, en el sentido estricto del término. El mismo presentimiento que, sin ser nunca por nadie referido, sin ser jamás nombrado en voz alta, pasa de un miembro a otro miembro de una misma estirpe, una estirpe que en este caso es la mía.

Sé que al escribir sobre este presentimiento les impongo, a todos aquellos que comparten conmigo un lazo familiar, voluntario o involuntario, mucho más que un malestar. Ellos podrán preguntarme: ¿quién eres tú para hacer esto, para apropiarte a nuestros viejos, nuestros padres, nuestros hermanos, nuestros hijos? Yo mismo lo pensé durante años: ésta no es mi historia. Pero un día también oí el presentimiento. Y esta historia se hizo mía.

Respirando puras sombras

I

Debían ser como las siete de la noche, o las ocho, cuando sonó el teléfono.

¿Pusiste café?

Café, café. No esa mierda que tú tomas.

Contestó tu tía Silvina, había habido un accidente, una explosión. En la cantera de Polo. Tu abuelo estaba muerto.

Sí, sabe a café.

El que habló fue el tío Raúl, tu tío abuelo, quiero decir. No mi hermano.

Claro que no lo conociste, era un idiota. No servía ni para dar una noticia. Le dijo a Silvina: ¿te acuerdas de tu papá? Hazme el chingado favor: ¿te acuerdas de tu papá? Le explotó la dinamita y no quedaron ni los huesos, así le dijo.

Cuando Silvina colgó, no podía ni hablar.

Ya sabíamos cómo era: siempre le pasaba cuando algo malo había pasado. Así que todos, tus tíos, tu bisabuela, tu abuela y yo, que estábamos cenando, nos paramos y corrimos hacia ella, al rincón donde teníamos el teléfono.

Es un decir, Emiliano: no sé si todos nos paramos, no sé si corrimos.

¿Cómo voy a recordarlo así de exacto?

Tu bisabuela, por ejemplo, estoy seguro que no lo hizo. ¿Cómo iba a pararse si no lo había hecho en varios años?

Decían que tenía un problema en la cadera, algo médico, igual que en las rodillas. Pero no creo. Para mí era el sobrepeso. De lo gorda no podía ni levantarse.

¿Vamos al sillón? Las sillas estas me lastiman.

No, ni siquiera comía tanto. Era igual que mis tías o que las tuyas. O como tus primas. Las gordas de nuestra familia no son gordas por comida, son gordas porque sí. Las ves comer y hasta dan pena: como pajaritos. Se sirven y sus platos parecen un juguete. Y no repiten nunca. Fíjate y verás.

Aunque igual y comen a escondidas, qué va a saber uno. Tal vez cuando nadie está mirando. Eso es, esperan a estar solas y terminan con el refri, la alacena y las tienditas. Y es que una cosa era mi abuela, en esa época, y otra las gorditas estas de ahora. Si hasta se operan y siguen siendo obesas. No sé cuántas madres les han hecho en la barriga —que si globos, que si grapas, que si cortes— y míralas. Si te alcanzan los ojos para verlas, claro.

No, no es eso. No me estoy haciendo. Nomás estaba señalando. Además, tú eres el que siempre está diciéndome lo mismo. ¿Y cómo está la piara de ballenas?

Te dije que el sillón era más cómodo. Se lo compramos al vecino. El pobre Pedro perdió todo y nos dejó éste casi regalado.

¿Y cómo está la fábrica de burros?, también eso me preguntas todo el tiempo. De los idiotas, los tarados que dices que son tus tíos y tus primos. Si a tus hermanos nada más porque los guardas en vitrina.

Pues ni siquiera es que me pongas muy difícil demostrártelo. ¿O no decías ayer, cuando llegaste, que Nachito es asombroso? Un imbécil de proporciones milenarias, aseveraste. Luego me enseñaste los videos esos que hace, los del coaching, ¿no? ¿No fue así que me dijiste que se llama eso que él hace?

Eso, eso te dije entonces y ahora mismo lo repito. Si se pone eso de moda, tu pinche país al fin se habrá aceptado a sí mismo.

Ya, ya sé que esto es en serio.

¡Si hasta viniste! Estamos sólo a cuatro horas y nomás te me apareces cuando estás buscando algo. A ti te mueve el interés, Emiliano. O la ambición pura y pelona, que es todavía peor. Siempre has querido más de lo que tienes.

Que ya lo sé.

Sí, voy a hablarte de ese día y de todo lo demás. De la guerrilla y de la cárcel. También de Sinaloa, de tu otro abuelo y de por qué me fui de México. Ni que fueras de esos escritores que nomás andan buscando ajustar cuentas con su padre, ¿verdad? Tú eres más inteligente que todo eso. ¿O no?

Lo que sí voy a decirte de una vez es que esa otra tontería del narco y lo de Félix Gallardo son mentiras.

No, no me estoy adelantando. Nada más quería dejar esto bien claro.

Pues tú puedes enseñarme esa revista pero ya veré yo si lo creo. Tu abuelo Polo nunca anduvo en eso. Tu abuelo Polo nunca mató ni mandó matar a nadie. Por lo menos no sin un motivo.

Claro que hay motivos suficientes. Ahí está el doctor aquel que la debía. Ese cabrón había empezado. No sólo operó mal al tío Pifas, sino que hizo eso adrede. Y eso sí que no se vale. Imagínate que entras nada más por un problema y sales luego sin ninguno.

Está bien. Vámonos en orden. O en tu orden. Además de ambicioso, siempre has sido impositivo, Emiliano. Desde que estabas en el kínder nos llamaban por lo mismo. El abogadito, te apodaban las maestras. Impositivo, nervioso y terco. Igualito que tu madre.

Ya te dije que sí. Nada más te estoy jodiendo. Iré por partes. Tráete más café y te cuento de tu abuelo. Y las galletas esas de la mesa, las que todavía puedo.

II

No te las comas.

Asquerosas, sí. Dice el doctor que son las únicas que puedo.

Pinches divertículos de mierda, literalmente.

¿Qué te decía?

Exacto.

El asunto es que tu abuela llegó hasta Silvina antes que el resto; así sucede con las madres, ¿no? ¿O vas a hacer como que tú no sabes de eso? Le preguntó cinco, seis, siete veces: ¿qué dijeron?, y después, desesperada, le arrebató el teléfono.

Pero ya no había nadie del otro lado de la línea. El tío Raúl llamó, escupió lo que pudo y como pudo: no quedaron ni los huesos, y antes de que fueran a pasarle a un adulto echó a correr tan lejos como pudo.

Sí, así lo creo.

Pero tampoco es que le esté haciendo al adivino. De sobra sé cómo actúan los Monge. Y tú también lo sabes, así que qué le haces al cuento. O no me dices siempre que no ha habido ni uno solo que se enfrente a sus problemas.

Está bien, también a eso llegaremos.

La cosa es que tu abuela, desesperada, empezó otra vez a sacudir a mi hermana, que seguía llorando muda. Pero ni así logró que reaccionara. Por eso fue que empezó a darle, a pegarle cada vez más fuerte: ¿Qué pasó? ¿Qué te dijeron? ¿Quién chingados era?

Claro que pegaba. Era una madre sinaloense. Además, lo disfrutaba. Siempre he pensado que en el fondo le encantaba. No, no únicamente en el fondo. Lo disfrutaba desde que algo le decía: eso es, podrás pegarle. Quizá porque habían sido muchos años de vivir junto a mi padre. Pero quizá también porque era así.

Lo que no gozaba tu abuela era el cariño. Clarito la oigo cómo siempre nos decía: besos, dos al año… en mi cumpleaños y en los suyos. No le gustaba el contacto. A menos que éste aleccionara, a menos que éste lastimara. Tú seguro no te acuerdas, pero no cargó a ninguno de sus nietos.

No, ni una sola vez aceptó hacerlo. Ni a Ernesto, que había sido el primero.

Tampoco con tu abuelo. Con él era lo mismo: jamás los vi tocarse. Mucho menos abrazarse o darse un beso. Y no digo que en la calle. Te digo que así era hasta en la casa. Eran dos cuerpos cercanos pero extraños.

Sí, por eso fue tan raro verla destrozada. Porque apenas tu tía logró decirnos: está muerto, papá está muerto, tu abuela la hizo a un lado, la aventó nomás a un lado, se apoyó en la mesita del teléfono, movió los labios sin decir ni una palabra y se desplomó sobre la alfombra, arrastrando varias cosas en su caída.

¿Cómo voy a recordar qué cosas eran, Emiliano? Acababa de escuchar que tu abuelo estaba muerto.

No seas pendejo. Para ser inteligente te hacen falta sentimientos. Sentimientos por los otros. No por ti mismo, ésos claro que los tienes. Y muy bien desarrollados. ¿O no fuiste para eso a las terapias?

Sí, tienes razón.

En las dos cosas.

Me estaba desviando y también puede ser que eso suceda. Ahora que lo dices y lo pienso, me brinca de la nada un cenicero. Un cenicero de vidrio verde y grueso. No me acuerdo en realidad del cenicero, pero me acuerdo del sonido que hizo al destrozarse. Y de que pensé, mientras pensaba en mi papá, que mi madre iba a cortarse.

Está cabrón. Lo recuerdo y otra vez lo siento. Otra vez siento que ese día sentí que sería peor que se cortara mi mamá a que mi papá estuviera muerto. Por eso no empecé a llorar hasta no haber recogido los pedazos.

Claro que lloré y como un pendejo. Llevé a tu abuela hasta su cuarto y no paré en toda la noche. Iban llegando los tíos, los primos, los amigos y yo seguía llore que llore. Estoy seguro que, al final, fui el que más lloró de todos. Sin contar a tu abuela, que se siguió derecho el velorio, el entierro y los diez días de rezos.

Ya, ya sé que no son competencias.

¿Cómo crees que voy a estar diciendo eso? ¿No conoces a tu padre o qué te pasa? Además, ¿qué ganaría? Para que una competencia con tus tíos fuera justa, tendría antes que darme un derrame. Ganarles es como ganarle a hacer sumas a un caballo.

Tienes razón, las bromas luego. Aunque sean sólo las mías, porque tú sí que las haces cuando quieres. ¿O no dijiste que tu tío no podría enumerar cuatro vocales?

Es lo mismo que con tu orden, el cual, por cierto, no comprendo. ¿Por qué quieres empezar en éste y no en cualquier otro momento? Cuando volvió tu abuelo a aparecer, por ejemplo. O cuando volvió de nuevo a irse.

Eso es justo lo que digo. Que eso es más interesante: cómo volvió el cabrón de Carlos Monge.

Vamos allá afuera y te lo cuento.

III

Sí, se pone bueno a esta hora. Pero en un ratito quema.

Por eso puse el techito ese, jalas de esa cuerda y corre encima de las vigas.

Sin que nadie me ayudara. ¿Sabes cuánto te cobran aquí por hacer esto? Una fortuna. Y ni siquiera es que venga un español, viene un boliviano.

No, no digo eso. Si viniera un español sería aún peor. Tendría encima que aguantarlo. Lo que digo es que no tiene sentido que me cobre un boliviano, a mí que soy mexicano, en euros. Eso es todo lo que digo.

No me digas, cabrón.

Sé perfectamente dónde vivo, Emiliano. Además, ¿qué chingados vas tú a enseñarme? Yo por lo menos he sido congruente. No como tú. Muchas palabras, pero puros privilegios.

Lo sabrías si alguna vez vinieras. Aquí vivimos con lo justo.

Yo por qué tendría que ir si soy el padre. Y voy a serlo para siempre.

Pues sí. También él será mi padre para siempre.

No es lo mismo. Yo no tenía nada a qué ir a verlo.

Sí, mejor volvamos a eso otro.

Habían pasado dos años y medio. Igual un poquito más. Pero no tres, tu abuelo no llegó a estar muerto ni tres años.

Claro que lo habíamos olvidado. O no olvidado. Pero no era que pensáramos en él todos los días, no como al comienzo, sobre todo allá en El Vainillo. Ahí fueron los rezos y también ahí nos quedamos casi un mes entero, con la tía Prici.

Sí, la de los mangos.

Ella fue quien le hizo a tu abuela los vestidos de su luto. Hasta camisones negros le cosieron. Y es que Dolores, así como lo escuchas, anduvo vestida de negro todos esos años. En Sinaloa y en el D. F., donde nadie sabía nada de nosotros, donde no tenía que andarlo presumiendo.

Presumiendo, ¿eso dije?

Me da igual. Si hasta lo creo. Muchas veces he pensado que en lugar de lamentarlo lo andaba presumiendo. Igual que a veces he pensado que tu abuela no anduvo llorando por el muerto, sino que anduvo llorando por sí misma. No por su esposo, sino por haberse ella quedado sin esposo.

¿Qué coartada? Qué pendejada estás diciendo. Además ése es otro asunto. Y como dices, también a eso llegaremos. O llegarás tú sin mi ayuda. Porque yo en eso sí que no pienso meterme. Estarte hablando de esto para mí es suficiente. Contarte cómo había cambiado todo y cómo fue que revivió es más que suficiente.

Sí, sí. Sigamos.

¿Ves cómo el sol empieza a estar canijo?

Cuando al fin se terminaron los diez días de los rezos, el tío Polo apareció en El Vainillo se encerró con tu abuela un par de horas, nos llamaron a la sala y anunciaron que fundían en una sola las familias. Además de Raúl, Silvina y Nacho, mis hermanos fueron a partir de ese momento Jaime, la Nena, Polito y el Gordo. Y a partir de ese momento, también, mi tío sería mi padre.

¿Qué chingados tiene eso que ver?

Pues si eso dije lo sostengo. También Polo fue mi padre para siempre.

Y si vas a estar hinchándome los huevos, le paramos. Porque, claro, tú si puedes hacer bromas.

Está bueno. Pero ni una más y en serio, estoy hablando en serio.

Así como lo escuchas. Nos subieron en el carro y nos llevaron de El Vainillo hasta la casa del tío Polo. Nuestros primos ya sabían. Nos estaban esperando con regalos.

Es un decir, claro. A mí me tocó compartir cuarto con Jaime, Nacho y el Gordo. Los demás no me acuerdo cómo fue que se apretaron.

No, no volvimos a entrar en nuestra casa. No volvió a pisar ninguno aquel lugar en donde habíamos recibido la noticia. Nos trajeron nuestras cosas los guaruras del tío Polo, que entonces gobernaba Sinaloa. Tu abuela hasta cerró el restaurante que tenían en el centro.

Así estuvimos un par de años, arrimados. Y por supuesto, lo que al principio había sido emocionante, se fue volviendo insoportable poco a poco. Casi cualquier buen sentimiento, si lo raspas diariamente con la convivencia, se convierte en rabia o en resentimiento.

Pues según el lado que te toque. O según lo que te toque.

Y por supuesto, a los primos siempre les tocaba más de todo. Pero además, como en realidad todo era su lado, sentían que su más tampoco era para tanto, que tampoco era suficiente. Para nadie podía ser justo nada.

No te digo que hubiera problemas, te digo que de pronto siempre estábamos a punto de que todo se convirtiera en un problema, de que todo estallara. Menos con Jaime, Jaime y yo nunca tuvimos problemas.

Entre otras cosas porque no nos acercábamos al resto de los hermanos. Ni a los suyos ni tampoco a los míos. Desde entonces nos sabíamos diferentes.

Sí, está bien. Nos sentíamos diferentes. Como tú, cabrón. ¿O no es verdad?

¿Ah, no? Se te olvida con quién hablas.

Pero bueno. El asunto es que nos sentíamos diferentes de esa bola de cabrones desvalidos. De esos chamacos chiqueados por sus madres. Imagínate una casa con dos madres. Imagínate el horror que aquello era. Además, con un papá que se había muerto y otro que nomás aparecía de vez en cuando.

Jaime y yo preferíamos pasar las tardes lejos de la casa o acompañando a los guaruras del tío Polo. Por eso fue que a los dos, en ese entonces, nos enseñó el Félix a tirar con su pistola.

Sí, Félix Gallardo. El mismo. Pero ya te he dicho muchas veces que entonces no era nada de todo eso que sería, que nomás era un guarura. Lo que pasó después ya es otra cosa.

Y no te creas ni siquiera que él era el mejor de esos cabrones. Había uno al que llamaban la Gallina, que le daba a cualquier cosa. Ese cabrón podía atinarle a lo que fuera. Sólo a ti te he visto luego esa puntería. Pero tú, claro, el niñito asustadito, no quería ni usarla.

Tenía en el cuello, la Gallina, una enorme cicatriz que daba miedo. Decían que le habían dado un balazo en un enfrentamiento. Que se había metido un dedo en la herida y que así, sangrando, había tenido tiempo de chingarse a tres cabrones.

Tienes razón. Otra vez me estoy desviando. Pero éstas no son tonterías. Éstas son cosas que importan.

Tu puta terquedad me va a acabar hartando. Y a ver entonces quién te cuenta nuestra historia.

Ya, ya me dijiste que la historia no es lo que te importa. Pero eso no quiere decir que yo lo entienda. Que entienda qué chingados quieres.

Está bien. Nomás espero no entenderlo tarde.

IV

Aquella situación no podía aguantarse mucho tiempo. Por suerte, como a los dos años de vivir ahí arrimados en la casa del tío Polo, tu bisabuela, que vivía en el D. F. porque ahí estaban sus doctores, se puso todavía más mala y nos tuvimos que mudar para cuidarla.

Cáncer. El soberano de todos los males. Así le dicen, ¿no? ¿O era a ti al que así llamaban tus hermanos?

¿No lo sabías?

Pues ya lo sabes. Como decía tu abuelo Polo: no pregunto, vaya a ser que me informen. Y tú estás aquí haciendo preguntas. Así que algunas cosas que no quieras también vas a masticar y a tragarte, Emiliano.

Pero bueno, el asunto es que así fue como tu abuela, tus tíos y yo llegamos a vivir a la ciudad, sin conocerla, sin haber estado ahí más que una vez de vacaciones y, otra vez, sin ni siquiera haber hecho las maletas.

Nos llevaron, por supuesto, los guaruras de Polo. En carro. Un viaje que por entonces era interminable. Tan largo que uno debía partirlo en dos jornadas. Fue por eso que dormimos en Jalisco.

No, no en Guadalajara. Tu abuela se entercó en pasar a una iglesia de la que su madre hablaba siempre. Dolores, que nunca había sido creyente de adeveras, de pronto quería pedir por la enferma. Talpa, así se llama el sitio ese miserable y horroroso al que tu abuela ya no dejó de ir nunca, después de aquella noche.

Quién sabe qué le pasó ahí, pero nomás llegar al D. F. mandó a que le compraran un rosario y apenas unos días después, ella solita, se compró un cristo enorme. Uno de esos típicos cristos mal hechos, mal pintados, mal clavados.

Lo puso en su cuarto, que también era el cuarto de su madre, la viejita moribunda de la que no se separaba.

Sí, compartía cuarto con ella. Y nosotros cuatro compartíamos el otro. Eso no había cambiado. Seguíamos apretados y arrimados. Pero todo lo demás era distinto: los parientes, los chamacos de la cuadra, las escuelas, el clima, la luz. Hasta los chingados dulces que vendían en las tienditas eran otros.

Una muerte falsa nos había sacado de una casa y de una vida, y otra muerte, que estaba apenas sucediendo, como en cámara lenta, nos había vuelto a meter en otra casa y otra vida. Pero esa nueva vida, por lo menos para mí, sería por fin en serio vida. Como dicen: la ciudad me abrió el mundo. O como digo: enterró para siempre mi mundo en el pasado.

En el pasado, por supuesto. O al pasado, me da igual.

¿Qué más da cómo lo dije?

Pues así como te digo debí sentirlo entonces, sí.

Claro que quería enterrarlo. Olvidarlo todo. Cabrón, había visto el mundo, te estoy diciendo. Y no quería recordar nada que hubiera visto antes.

Vergüenza, eso es lo que debí de haber sentido. O como dice tu hermano Ernesto: me daba oso. Me daba oso comparar lo que veía al abrir los ojos con aquello que veía al cerrarlos.

Imagínate, Emiliano, de repente, salir a caminar y ver cómo levantan un chingado rascacielos. Pararte justo ahí ante la Latino y levantar luego los ojos. O ver cómo hacen un estadio. Y deja tú las construcciones, el tranvía. El chingado tranvía me emocionaba tanto que le robaba dinero a tu abuela para ir a darme una vuelta allí montado.

Y los museos, los parques, los mercados, las estatuas. La gente. La cantidad impresionante de gente. O el aeropuerto, puta madre, el aeropuerto. Era como haber llegado a otro planeta. Como lo que deben de sentir los astronautas que se paran en la luna.

No era que yo viniera de un hoyo perdido, de un pueblito pinchurriento o que sólo hubiera estado en El Vainillo. Era mucho peor: ¡venía de Culiacán! ¡La capital de Sinaloa! ¡Venía de tan lejos y al mismo tiempo de tan putas mierdas cerca! ¡Cómo no iba a…! ¿No me vas a interrumpir?

¿No vas a decirme que otra vez me estoy desviando?

Ajá, cabrón.

O más bien voy entendiendo. Aunque te diga otra cosa, igual y voy sabiendo.

Lo que quieres. O lo que no quieres, pero quieres que te crea que sí quieres.

¿Como tus rusos, no? Con su típico ése es no es que en todos lados meten. No eres el único leído. Aunque eso creas.

¿Ah no?

Quieres que te cuente cómo fue que revivió aunque en el fondo quieres que te diga por qué creo que regresó. Y al final, por qué creo que se hizo el muerto

Órale pues. Pero este sol está tremendo. Ve nomás cómo estás sudando. Qué pinche asco.

Sí, en mi taller. Vamos ahí dentro.

V

No es un tiradero.

Es mi tiradero y yo lo entiendo. Sé dónde están todas las cosas.

Pues quítalas y siéntate. No seas inútil.

Allí en la mesa.

Sí, debajo de eso hay una mesa.

¿Estamos?

Fue como a los tres o cuatro meses de vivir con nuestra abuela, que era un yogur a punto de pasarse. O de pasarse, pero más. Porque el yogur ya de por sí está pasado, ¿no

No, no te lo digo por burlarme. Te lo digo porque entonces nuestra abuela ni siquiera se paraba de la cama, pero ese día, cuando Nacho y yo llegamos de la escuela, ni siquiera ella estaba.

Por supuesto, lo primero que pensamos fue que ella, tu bisabuela, finalmente se había muerto. Nada más lejano de lo que estaba sucediendo. Pero claro, imaginarnos aquello otro era imposible.

No, no sé qué habrá pensado Nacho. Pero yo al tiro pensé: chingada madre, nos jodieron otra vez. Vamos de regreso a Sinaloa. Se terminó la vida en la ciudad. Y a punto estaba de enrabiarme cuando tu tío encontró la nota. Habían tenido que irse de emergencia. Por culpa de papá. Bueno, no todos: a la abuela la habían dejado en la casa de junto, con la vecina

Por suerte, la nota la había escrito Silvina, así que la letra sí podía entenderse. Por suerte y porque a Dolores no la habían dejado ni hacer eso. Si de milagro, decía ella, los agentes le permitieron ir a pedirle a la vecina que se encargara de su madre.

Claro que todo esto lo supimos hasta estar con los demás. Porque la nota únicamente nos decía: vamos al ministerio, allí los vemos, problemas con papá.

¿Cómo voy a recordar qué ministerio? Además eso qué más da.

No, ni así podíamos haberlo imaginado.

Pues por dos cosas: primero, porque problemas con papá podía significar lo que hasta entonces había significado. Es decir, problemas para cobrar su seguro de vida. Y segundo, porque papá, ya te lo he dicho, también podía ser, también era, el tío Polo.

En serio que no. Pero ni cerca.

Aunque después, claro, uno va amarrando cosas. Como tú, Emiliano, vas a intentar hacer con todo lo que aquí te estoy contando. O como yo amarré, por ejemplo, las palabras que alguna vez, en El Vainillo, me había lanzado la tía Prici y que, en su momento, había tomado a broma. Broma cabrona, broma hija de puta, pero broma: qué va a estar muerto tu padre… si por ahí dicen que anda en Mazatlán, paseándose en un yate.

Exactamente. Todo eso, si sucede, sucede después. Nunca en el momento. No cuando sales corriendo de una casa y así también te vas a un ministerio. Hay cosas que no tienen presente. Si hasta hay gente que no tiene presente, ¿no?

Así como lo dije, lo escuchaste. Pero en fin, la cosa es que tu tío y yo llegamos al ministerio sin saber qué hacer ahí ni cómo dar con nuestra madre, cómo encontrar a nuestros otros dos hermanos.

Imagínate, ni siquiera preguntamos. Nos daba miedo. O vergüenza. Vete tú a saber. La cosa es que anduvimos solamente dando vueltas, hasta que un señor nos preguntó: ¿y ustedes dos, qué andan haciendo?

Ese mismo hombre, un viejo bastante mayor, fue quien nos llevó al cuarto donde estaban tu tío Raúl, tu tía Silvina y tu abuela. Era un cuarto pequeño, sucio y que olía a mierda. Lo recuerdo bien porque el hedor aquel se me quedó pegado varios días. Durante una o dos semanas todo me daba asco, no quería comer y cada vez que despertaba —me veo clarito haciendo eso— lo primero que hacía era olerme los dedos, las manos, los brazos.

Puta madre, Emiliano. Voy a hacer como que no dijiste eso.

¿No que muy inteligente? Psicoanálisis de mierda. ¿Cuántas veces te lo dije? ¿Y cuántas veces se lo dije a tu madre? Esa cosa solamente te apendeja. Como cualquier otra chingadera que te ponga a buscar donde no hay nada.

No me estés chingando. Yo estudié filosofía.

Sí, entre muchas otras cosas.

Mónica Maristain
Es editora, periodista y escritora. Nació en Argentina y desde el 2000 reside en México. Ha escrito para distintos medios nacionales e internacionales, entre ellos la revista Playboy, de la que fue editora en jefe para Latinoamérica. Actualmente es editora de Cultura y Espectáculos en SinEmbargo.mx. Tiene 12 libros publicados.
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