El verano, la memoria y Julio Verne

29/07/2012 - 8:19 pm

Por todos los Carajitas que en el mundo han sido, Almudena

El sol cayendo a plomo. Las chicharras. El olor a pasto seco. El aire quieto. Las bicicletas. Así eran mis veranos. Yo tenía nueve o diez años. Mi hermano Pablo, unos ocho y una bicicleta azul. Amábamos la hora en que los adultos dormían la siesta para salir pedaleando a toda velocidad con César, el amigo que vivía en la esquina. El de la bici verde. A veces se sumaba alguien más. ¿Miguel? ¿Adriana? Salíamos entonces rumbo a “la bajadita” donde nos lanzábamos en picada por esos doscientos metros: una de las pocas pendientes que aparecían en las calles de ese pueblo de la provincia de Buenos Aires, plano, plano, plano, como lo es toda la pampa. La primera loma más o menos respetable aparece a 400 kilómetros de allí. Nuestra bajadita era el comienzo de la aventura de todas las tardes. Después, si estábamos con ganas, íbamos hasta la casa de Pety –a más de media hora de pedaleo por el campo y las calles de tierra– mi compañerita japonesa, una de mis amigas más queridas de la primaria. Pety era la más pequeña de una familia marcada por el horror: todos los hombres tenían una enfermedad que los llevaba a la muerte siendo aún jóvenes. O debían amputarles un miembro. Íbamos porque tenían, junto al maravilloso vivero en que trabajaban todos, una alberca de agua un tanto verdosa pero increíblemente fresca. Nos recibían siempre la madre, sonriente, silenciosa, con la mirada triste de quien había quedado viuda hacía poco tiempo (nuestro tercer grado de primaria fue un año marcado por la muerte) y el más simpático de sus hijos, al que le faltaba una pierna, pero le sobraban alegría y ganas de divertirse.

El sol cayendo a plomo. Las chicharras. El aire quieto. Dije que así eran mis veranos. Faltó agregar algo: los libros. El verano era y sigue siendo para mí el momento de las largas novelas. Me trepaba a leer a las ramas del damasco que había en el jardín de casa, o me sentaba bajo los tilos que mamá había plantado en el fondo con la seguridad de que ahí hablaríamos, reiríamos, jugaríamos, y celebraríamos esas pequeñas complicidades que hacen que una familia sea una familia, no sólo nosotros, sino también nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos. No pensábamos entonces que un día la Historia (ésa implacable que se escribe con mayúsculas) cambiaría para siempre nuestra pequeña historia (la íntima, la que escribimos con minúsculas pero que es la única que de verdad nos importa). Pero ése es otro cuento.

En las ramas del damasco leí las aventuras del Príncipe Valiente y los libros de Salgari, me enamoré del cuarto mosquetero y lloré con David Cooperfield. Le debo a los libros amarillos  de la colección Robin Hood que habíamos recibido desde la infancia de mi padre, el haber descubierto que quería ser Jo March. De esa época me viene además la costumbre de oler los libros al abrirlos. Reconocería, a ojos cerrados, el perfume de esas páginas de papel casi ocre y grueso.

Desde ese momento hasta hoy no cambio por nada el placer que me da sumergirme en una novela y vivir durante algunos días en esa otra realidad. Durante el año voy haciendo una pila con los libros que quiero que me acompañen en el verano. Esa pila va creciendo y creciendo, como si en lugar de las modestas y escasísimas dos semanas en que más o menos me desconecto de las obligaciones cotidianas, tuviera otra vez los tres meses que nos regalaba la escuela argentina. Largas o cortas para mí siempre las vacaciones han sido sinónimo de novelas.

Y todo este preámbulo ha sido para contarles que el libro que devoré –literalmente– los primeros dos días de estas vacaciones, me hizo recuperar esa maravillosa sensación de intemporalidad, de viaje por otras vidas y otros mundos, de olvido absoluto de dónde estoy y quién soy para volverme una con la historia que leo. Ese baño de felicidad total se lo debo a la novela más reciente de Almudena Grandes, El lector de Julio Verne. El relato que hace Nino de aquellos años de la posguerra española en la sierra de Jaén, me llevó a mis propios diez años y a la magia descubierta en las páginas de una buena historia. Antes de hablarles de verdad del libro, déjenme contarles que hacía mucho que no me conmovía tanto. Quizás porque ese niño español, hijo de guardia civil, nació el mismo año que mis padres, y como ellos es parte de una generación cuyos sueños y proyectos fueron aplastados por la violencia y el autoritarismo. Para Nino fue el franquismo. Para mis padres, la dictadura argentina. Quizás porque pocas cosas me conmueven más que esos héroes de alpargatas gastadas y puños en alto cuyas vidas amarra Almudena a las nuestras, para recordarnos de qué luchas venimos (“El ejército del Ebro rumba la rumba la rumba la”).  O quizás simplemente porque esta madrileña que es –como lo soy yo misma– hija de derrotados, escribe con pasión, inteligencia y entrañas, y así me llegan sus historias.

“Esto es una guerra y no se va a acabar nunca”, repite la novela cada tanto. Porque el horror no se terminó en 1939 con el final de la Guerra Civil. El horror de la violencia, la represión, la censura, los asesinatos, no hizo entonces más que empezar. Pero tampoco la resistencia contra la dictadura franquista acabó, y Almudena Grandes construye estos “Episodios de una guerra interminable”, de los cuales El lector de Julio Verne es el segundo título (el primero fue Inés y la alegría) recuperando las historias de los héroes anónimos que lucharon a lo largo de los años. En este caso, hace un homenaje a la guerrilla rural, y la ubica en la Sierra Sur de Jaén entre 1947 y 1949. A partir de la historia que le contara su amigo Cristino Pérez Meléndez, quien se crió en una casa-cuartel, Almudena crea la historia de Nino, un niño que, con la sensibilidad a flor de piel, percibe lo que sucede a su alrededor con mayor sutileza que cualquiera de los adultos que lo rodean. El padre de Nino decide que su hijo tome lecciones de mecanografía para poder conseguir trabajo cuando crezca, ya que “no da la talla” para ser también él guardia civil. Esta decisión le abrirá al niño un mundo nuevo en el que los libros y quienes se vinculan con ellos (Pepe el Portugués y doña Elena en primer término) le enseñarán también a leer lo que sucede en su propia realidad: las complicidades, las traiciones, los heroísmos, las suspicacias, las pasiones, la lucha de una España que no se rinde.

El poema de Luis Cernuda puesto a manera de epígrafe es una declaración política y ética, y a la vez de estética literaria. “Lo real para ti no es esa España obscena y deprimente / en la que regentea hoy la canalla, / sino esta España viva y siempre noble / que Galdós en sus libros ha creado. / De aquella nos consuelo y cura ésta” (de “Díptico español”)  Como el pequeño Nino con las novelas de Julio Verne, la Almudena niña se deslumbró ante las obras de Benito Pérez Galdós –“el escritor más importante de mi vida”– que descubrió en la biblioteca de su abuelo. Los Episodios Nacionales del canario son el modelo que sigue en este ciclo de novelas: “…en el sentido de que en estos libros lo que yo hago es inventarme una historia de ficción para encajarla en el marco de un acontecimiento histórico real”. (http://www.lavozdegalicia.es/noticia/ocioycultura/2012/03/17/almudena-grandes-galdos-escritor-importante-vida/00031331976753681541412.htm)

Ante el olvido impuesto por el propio franquismo y las deformaciones de la memoria creadas por la Transición, Grandes busca poner en escena las historias de la resistencia, ésas que muestran que el proyecto de la República, uno de los episodios más entrañables del siglo XX, siguió presente en millones de españoles a lo largo de las décadas de dictadura. Y allí está el entrecruzamiento entre la Historia con mayúsculas  y las pequeñas historias íntimas. Aquello de lo que hablábamos al comienzo de estas páginas.

En los libros, en lo que dicen y callan las páginas de las novelas, pero sobre todo en lo que dicen y callan quienes le rodean –porque “las cosas no son lo que parecen”, dice el libro una y otra vez– Nino encontrará respuesta a la pregunta que le hace una tarde Pepe el Portugués: ¿Qué clase de persona quieres ser? “…un hombre valiente que a los diez años fue capaz de cargar con un secreto terrible, que hizo de tripas corazón, y apretó los dientes y siguió adelante (…), o un hombre cobarde que prefirió lloriquear, darse pena a sí mismo (…), que no quiso hacerle mal a nadie, pero tampoco hizo nada por evitarlo. Eso es lo que tienes que pensar muy bien.” (223) Qué clase de persona somos, nos pregunta a nosotros el pequeño Nino, viéndonos a los ojos. ¿Seremos capaces de sostenerle la mirada?

Sandra Lorenzano
Es "argen-mex" por destino y convicción (nació en Buenos Aires, pero vive en México desde 1976). Narradora, poeta y ensayista, su novela más reciente es "El día que no fue" (Alfaguara). Investigadora de la UNAM, se desempeña allí como Directora de Cultura y Comunicación de la Coordinación para la Igualdad de Género. Presidenta de la Asamblea Consultiva del Conapred (Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación).
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