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Francisco Ortiz Pinchetti

18/09/2015 - 12:03 am

1985: Cuando la Roma se quebró

Por buena o por mala suerte, no lo sé, el jueves 19 de septiembre de 1985 me encontraba fuera la capital. Había viajado a Monterrey para hacer una crónica acerca de Alfonso Martínez Domínguez, “don Halconso”, sí, el exRegente y exGobernador a quien la Universidad Autónoma de Nuevo León entregó por esos días  –aunque usted […]

Inolvidable el impacto que me causaron las numerosos construcciones que yo recordaba en aquel barrio entrañable y que estaban abatidas. Foto: Cuartoscuro
Inolvidable el impacto que me causaron las numerosas construcciones que yo recordaba en aquel barrio entrañable y que estaban abatidas. Foto: Cuartoscuro

Por buena o por mala suerte, no lo sé, el jueves 19 de septiembre de 1985 me encontraba fuera la capital. Había viajado a Monterrey para hacer una crónica acerca de Alfonso Martínez Domínguez, “don Halconso”, sí, el exRegente y exGobernador a quien la Universidad Autónoma de Nuevo León entregó por esos días  –aunque usted no lo crea– un doctorado honoris causa. De modo que me salvé de sentir el horror de un terremoto de 8.1 grados Richter, a cambio de muchas horas de angustia ante la incomunicación total que me impedía tener noticias de mi familia. Recuerdo todavía con sobresalto las escenas matutinas, sin audio, que transmitía la televisión, en las que veíamos una ciudad devastada, como bombardeada, como incendiada, pero sin tener información de lo que realmente ocurría en el DF. De alguna manera logré treparme en un avión y regresar a mi ciudad esa misma tarde para constatar la destrucción física y el horror anímico de sus habitantes. Y el viernes 20, en nuestras oficinas de Fresas 13, en la colonia Del Valle, experimenté el pánico de la réplica de 7.6 grados.

Tres episodios notables de aquella pesadilla que cumple 30 años me tocaron vivir como reportero del semanario Proceso. El primero, las labores nocturnas de rescate en un enorme edificio de departamentos de la calle Niños Héroes, en la colonia Doctores. Potentes reflectores iluminaban el montón de escombros en los que como hormigas, entre una nube de polvo, decenas de personas se afanaban en localizar y salvar sobrevivientes. No olvido el estruendo de las compresoras ni el rostro cenizo, cansado y angustiado de los rescatistas. Tampoco sus gritos desesperados. Recuerdo una escena en particular: la llegada de un convoy de vehículos en el que venía, rodeado por todo un aparato logístico del Estado Mayor Presidencial, el Presidente Miguel de la Madrid Hurtado. Vestido con una chamarra caqui, desencajado, el mandatario intentaba primero informarse y luego dar instrucciones para agilizar los trabajos. Era patético, porque nadie, ni los propios soldados, bomberos o policías que ahí estaban, le hacían caso. No lo pelaban, sin más, a pesar de sus ademanes. La gente se afanaba sin mirarlo en el retiro de mano a mano de piedras y trozos de concreto.

La segunda cobertura inolvidable de aquellos días trágicos fue la de un entierro colectivo en el panteón civil de San Lorenzo Tezonco, en Iztapalapa, al Oriente de la capital. Abiertos a pico y pala, una tras otra, más de cincuenta fosas formaban una tétrica hilera en espera de los cadáveres de otras tantas personas fallecidas y no identificadas. Tras una espera que pareció interminable, al anochecer, los cuerpos de los desconocidos fueron llevados hasta ahí en camiones de redilas y literalmente arrojados como fardos, uno tras otro, en cada una de las zanjas abiertas en el piso calizo, gris. Una escena absolutamente sobrecogedora, que me causó a la vez que compasión enorme, una rabia –inútil, por supuesto— ante la manera de tratar a esos despojos. Tal vez no había otra forma, pienso ahora.

Finalmente, y con especial emoción, recuerdo mi recorrido de varios días y noches junto con el fotógrafo Juan Miranda, unas semanas después de los sismos, por las devastadas calles de la colonia Roma. Inolvidable el impacto que me causaron las numerosas construcciones que yo recordaba en aquel barrio entrañable y que estaban abatidas. Inolvidable la desolación que se percibía en una zona donde según cifras oficiales se colapsaron 472 construcciones y un millar más quedaron dañadas irremediablemente. Sin embargo, lo que me marcó de manera particular fue un sentimiento de soledad y abandono. En mi reportaje escribí:

“La Roma se quebró. Primero fue el caos; luego la angustia, el horror. Ahora es la soledad. Si a los tepiteños les bastaron dos semanas para recomponer su vida cotidiana; si en Tlatelolco los damnificados permanecen en lucha por sus derechos, en la colonia Roma el signo dominante es el abandono: la gente se fue. Lo sabe Margarita Hernández viuda de Tena, cuya tintorería casi cincuentenaria de la calle de Mérida está atiborrada de ropa que nadie reclama. Lo sabe el encuadernador Francisco G. Ordorica, que durante diez días estuvo ante el mostrador de su negocio, en Puebla y Frontera, sin que llegara un solo cliente. Lo sabe el jesuita Fernando Suárez, vicario de la parroquia de la Sagrada Familia, en Orizaba y Puebla, que ha visto reducida a la mitad la asistencia de fieles a las misas. Lo sabe el tapicero Julio Martínez, que en su local de Córdoba 118, lleno de palos viejos, comenta entre susurros: “Esto va a ser como volver a empezar. La clientela de 30 años se acabó, se fue”.

La única realidad tangible era la desolación. La ausencia. Recuerdo la voz de un anciano que bastón en mano repetía sin cesar: “nunca más la colonia volverá a vivir, nunca más”. Estaba sentado en una banca de fierro frente a la estatua de David, en la plaza Río de Janeiro. Durante horas y horas, todos los días, el viejo contemplaba el desastre del barrio que lo cobijó a lo largo de toda su vida. “Nunca más”, repetía.

La destrucción física de la colonia aturdía, impactaba, confundía. Prácticamente no había una manzana que estuviera sana, sin algún derrumbe. Desde muchas de sus esquinas –Guanajuato y San Luis Potosí, Orizaba y Zacatecas, Medellín y Puebla, Monterrey y Yucatán– podían verse derrumbes hacia los cuatro puntos cardinales. El ambiente de devastación –subrayado por el polvo blancuzco que lo envolvía todo, que cubría las copas de los árboles, que enturbiaba  el aire– se sentía tétrico ante los “jardines” improvisados por el entonces Departamento del Distrito Federal en algunos lotes donde hacía apenas cuatro semanas se levantaban edificios.

En el texto traté de hacer un retrato de aquella colonia Roma:

“Más allá de la nostalgia, más allá inclusive de los temores de Bertha Contreras cuando con los ojos pelones asegura que el edificio donde vive, en Zacatecas 25, se menea a cada rato; más allá de la incertidumbre de Francisco Ramírez de la Garza sentado en la banqueta frente a las ruinas de lo que fue su casa, en Colima 237, hay una ausencia que marca hoy la vida en la colonia Roma; la ausencia de los niños. No están más los pequeños que en parvada corrían a la escuela por la calle de Guanajuato, por Mérida, por Álvaro Obregón. Los niños que a la hora de la salida tomaban por asalto la paletería Candy, de Durango 88, o el tendejón de María Santibáñez Ramos, en Monterrey y Chihuahua. La otra realidad de la colonia Roma la descubre el psicólogo Jorge Solís, coordinador general del Campamento Obregón para damnificados, instalado en el camellón de Álvaro Obregón, entre Mérida y Frontera: ‘Siempre tuvimos la idea de que la Roma era una colonia de clase media, con rescoldos inclusive de su época aristocrática de principios de siglo. El sismo nos enfrentó con una situación bien distinta: la colonia está llena de gente pobre. Miles, miles y miles de familias vivían en vecindades miserables, ruinosas. Son ellas las que siguen aquí, porque no tiene a donde irse”.

En efecto, la Roma había dejado de ser mucho tiempo atrás  un barrio residencial. Con el paso de los años, muchas de sus casonas se convirtieron en albergues de miseria: una vivienda en cada uno de los cuartos de la antigua mansión. Eran vecindades que no lo parecían, que no se veían y que los terremotos dejaron al descubierto, derrumbadas parcial o totalmente. Recuerdo que abundaban, especialmente, en el triángulo que forman las avenidas Chapultepec y Cuauhtémoc y la calle de Mérida.

Todo eso, sin embargo, es nada frente a la soledad que se apodera de sus calles y que se acentúa al caer la tarde. Entonces cesa la escasa actividad. Desconsolados por la ausencia de clientes, relojeros, carpinteros, tenderos bajan las cortinas de sus negocios. Cesa también el acarreo de muebles, bajados por los balcones con sogas y colocados en camionetas y camiones de mudanzas. Alivia la nostalgia el descubrir, en la calle de Orizaba, que la Bella Italia sigue en pie, aunque nadie se detenga a disfrutar de los helados que hicieron época en los años cincuenta. En cambio, nadie ha vuelto a ver el carrito de nieves de La Heroica, infaltable durante 40 años en la esquina de Orizaba y Álvaro Obregón. Tampoco está, ni estará, la papelería de las hermanas Magaña en la esquina de Orizaba y Colima, donde durante decenios los escolares del rumbo encontraron sin falta las monografías de Hidalgo, de Morelos, de la Bandera para sus trabajos colegiales: el edifico se vino abajo.

Hoy la colonia Roma, o al menos una parte importante de ella, se ha convertido en una zona de intensa actividad restaurantera y comercial que forma parte del pomposamente llamado corredor Roma-Condesa, un remedo no muy afortunado de los barrios tradicionales de algunas ciudades europeas, como París o Madrid. Muchas viejas casonas han sido rescatadas y restauradas, algunas para vivienda de renta, otras para oficinas. Las construcciones que se vinieron abajo, y muchas otras que debieron ser demolidas, han sido sustituidas por edificios de departamentos en condominio. El barrio ha cobrado una nueva vida; pero como lo vaticinara aquel viejo de la plaza Río de Janeiro, nunca más volvió a ser lo que era. Nunca más. Válgame.

Twitter: @fopinchetti

Francisco Ortiz Pinchetti
Fue reportero de Excélsior. Fundador del semanario Proceso, donde fue reportero, editor de asuntos especiales y codirector. Es director del periódico Libre en el Sur y del sitio www.libreenelsur.mx. Autor de De pueblo en pueblo (Océano, 2000) y coautor de El Fenómeno Fox (Planeta, 2001).

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