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Julieta Cardona

23/09/2017 - 12:00 am

Somos uno

José bailaba las manos sobre todo cuando usaba figuras retóricas, que era gran parte del tiempo –en serio, si lo conocieran sabrían a qué me refiero–. Y de pronto se quedaba callado esperando alguna respuesta de la que se valía para evaluar si tenía sentido seguir hablando. Cómo me encantaba provocarlo sin pelearle a la contra: a ver, carnal, explícate, le decía cuando no quería olvidar lo que estaba a punto de regalarme.

“somos uno”. Foto: Julieta Cardona

Para picarle al play antes de comenzar: Mujer antigua, La Bruja – Son de Madera

Recuerdo cuando José –mi mejor amigo– y yo nos tatuamos el cuello. El suyo dice “somos uno”. Vivíamos juntos y nos encantaban las mañanas porque nuestros tipos de trabajos nos permitían charlar sin premura. Cuando no ayunábamos, salíamos a comprar pan dulce y ya de vuelta en casa, él hacía el café y yo cortaba la fruta. De la cocina nos pasábamos a la salita y de un café nos pasábamos a otro.

Nos sentábamos frente a frente y asentíamos cuando el pan sabía a gloria y cuando el sándalo ya había cubierto todas nuestras esquinas. Ahí salían las primeras sonrisas del día. Qué bien, decía cualquiera de los dos, refiriéndonos a la parafernalia completa. Qué bien, qué bueno, qué bonito, qué rico, qué chido, qué con madre, decíamos esas cuando algo nos arropaba el corazón. Y todas las veces nos miramos y asentimos de la misma forma porque eso de ser cómplices siempre se nos dio muy bien.

José bailaba las manos sobre todo cuando usaba figuras retóricas, que era gran parte del tiempo –en serio, si lo conocieran sabrían a qué me refiero–. Y de pronto se quedaba callado esperando alguna respuesta de la que se valía para evaluar si tenía sentido seguir hablando. Cómo me encantaba provocarlo sin pelearle a la contra: a ver, carnal, explícate, le decía cuando no quería olvidar lo que estaba a punto de regalarme.

De entre cientos de conversaciones, tengo esa bien presente. Después de decirme por qué era importante hacerle caso a los pájaros, comenzó un monólogo de por qué todos éramos uno. Dijo que a él las distinciones no le iban: me refiero a asomarnos al mundo desde adentro, no hay buenos ni malos ni los de acá o los de más allá; qué es eso de esta es mi gente, este lunar geográfico es mi tierra, este es el tercer mundo, aquel el segundo y el de allá arriba el tercero; ellos no saben, no ven, no aman, nosotros sí, nosotros sobrevivimos o resurgimos o nos duele más; eso no existe, Julieta, porque todos somos uno.

Y hace unos días, con esta sacudida de la tierra que tiene al país en luto nacional, con el caos después de que se nos fracturara la estructura, las palabras de José me vienen cada tanto. Veo cómo entre mexicanos nos abrazamos la vulnerabilidad sin conocernos y cómo nos decimos “aquí estoy” sin importar quiénes somos –o si en otras circunstancias, incluso, nos detestaríamos– y se me pone el alma de gallina. Tenías razón, José: somos uno.

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