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Jorge Alberto Gudiño Hernández

25/02/2017 - 12:05 am

Llamadas desde la cárcel

Imaginé, gracias al mentado reportaje de El País sobre las llamadas de extorsión desde el interior de las cárceles de la Ciudad de México, que el sujeto que me marcó veía el teléfono molesto: no se había concretado el negocio. Acto seguido, alzaba los hombros y buscaba un nuevo número que marcar.

Imaginé que el sujeto que me marcó veía el teléfono molesto: no se había concretado el negocio. Acto seguido, alzaba los hombros y buscaba un nuevo número que marcar. Foto: Cuartoscuro.

El jueves de esta semana recibí una llamada de extorsión. No era una de las que utilizan los consabidos argumentos que hemos escuchado (e incluso visto) gracias a los reportajes de El País. La aproximación fue diferente. De entrada, porque quien llamó sabía mi nombre, algo poco común dentro de este tipo de intentos. Primero se hizo pasar por alguien afable y conocido. Repetía su nombre y se carcajeaba, mencionaba el mío, haciéndome partícipe de una supuesta broma consistente en que yo no sabía quién me hablaba. Como eso es algo que me pasa con relativa frecuencia (que me hablen personas que no logro identificar de inmediato: soy muy distraído, lo siento), la llamada se prolongó más de lo común.

El primer giro de tuerca vino cuando mi interlocutor me espetó: “No tienes ni idea de quién soy, ¿verdad?”. Como, en efecto, no tenía ni idea, asentí. “Déjame presentarme”, continuó. Luego vino una serie de afirmaciones de lo más extrañas. A decir del sujeto, trabajaba como jefe de algún departamento de seguridad del gobierno de la Ciudad de México. También trabajaba para el licenciado Eruviel Ávila. Coordinaba acciones conjuntas de protección y seguridad para las dos entidades del país.

“Soy el M1, para acabar pronto”, concluyó.

A esas alturas ya me quedaba claro el tipo de llamada que era. Hasta tenía algo de ingenuo hacerme suponer que creería todos sus decires. También había cambiado el tono: de la afabilidad inicial, había pasado a una voz más oscura, sin matices. Si no colgué de inmediato, es porque soy demasiado curioso.

Vino la primera amenaza: “Mis hombres te están vigilando justo ahora”. Yo volteé para todos lados, pues estaba dentro de un salón en la universidad en que trabajo, esperando a mis alumnos. La puerta estaba cerrada y estaba en el tercer piso de un aula con las cortinas bajadas pues le pegaba el sol. Pese a ello, pese a saber que toda la llamada era falsa, cierta inquietud se apoderó de mi ánimo.

Vino la segunda: “Uno de tus amigos más cercanos ha pagado para que te hagamos daño. Cuando te diga quién fue no lo vas a creer”. De inmediato me imaginé a mis amigos más cercanos dirigiéndose al líder de una banda criminal, reuniéndose en un paraje oscuro, cargando un fajo de billetes dentro de un sobre amarillo y entregándolo a una persona asaz siniestra con la consigna de hacerme daño. De todos los absurdos ése era el peor. Por muchas razones, claro está: tengo pocos amigos y confío plenamente en ellos, están ocupados en asuntos constructivos y no suelen relacionarse con el mundo del hampa, mucho menos para atacar a sus amigos sin un beneficio evidente a cambio. La inquietud había pasado.

Vino la tercera: “Ya sabes que los criminales y las autoridades somos la misma cosa. Así que te voy a dar una cantidad (sic). Si me la pagas, no te secuestramos”. Yo ya no estaba de buenas. Colgué el teléfono. Un minuto después volvió a sonar: era el mismo número. No respondí.

Imaginé, gracias al mentado reportaje de El País sobre las llamadas de extorsión desde el interior de las cárceles de la Ciudad de México, que el sujeto que me marcó veía el teléfono molesto: no se había concretado el negocio. Acto seguido, alzaba los hombros y buscaba un nuevo número que marcar. Ahora haría la voz de alguien que tiene amenazado a algún miembro de la familia del incauto que le contestara. Impunidad sumada a la impunidad dentro de un centro penitenciario.

Más tarde hablé al *5533, para levantar una denuncia ciudadana. Fueron amables, recopilaron los datos de la llamada y no tuve que esperar ni un minuto para que me atendieran. Hicieron su labor ofreciéndome apoyo y tranquilidad. También me explicaron lo procedente. Mi identidad se mantuvo en el anonimato y me hicieron sentir que dicha denuncia servirá de algo. Ojalá. Ojalá y pronto se haga algo para que un delito evidente deje de quedar impune. No sólo por sus consecuencias monetarias, también por la agresión psicológica que significa. Ya lo he dicho: casi desde el principio de la llamada supe que ésta era falsa, de extorsión. Eso no impidió, sin embargo, que yo sintiera cierta inquietud frente a las amenazas. Lo que experimenta alguien que les cree a estos extorsionadores debe ser una angustia terrible. Y, en realidad, no parece tan complicado acabar con ello.

De nuevo: ojalá. Ojalá pronto.

Jorge Alberto Gudiño Hernández
Jorge Alberto Gudiño Hernández es escritor. Recientemente ha publicado la serie policiaca del excomandante Zuzunaga: “Tus dos muertos”, “Siete son tus razones” y “La velocidad de tu sombra”. Estas novelas se suman a “Los trenes nunca van hacia el este”, “Con amor, tu hija”, “Instrucciones para mudar un pueblo” y “Justo después del miedo”.

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